CIENCIA Y SALCHICHAS |
Evangelista Torricelli falleció prematuramente el 25 de octubre de 1647, a los 39 años (la misma edad a la que moriría Pascal), llevando consigo el secreto de los fabulosos lentes para catalejos y microscopios que solo él sabía fabricar. Pero además, dejo la mayor parte de sus obras sin imprimir. En momentos de lucidez que su repentina enfermedad le había consentido, había pedido a su entrañable amigo, el abogado Ludovico Serenai, que remitiera todos sus manuscritos a fray Bonaventura Cavalieri (también exalumno de Castelli), quien ahora enseñaba en Bolonia: que Cavalieri publicase lo que quisiera y enviase lo demás a Michelángelo Ricci, en Roma, para que este se responsabilizara de su impresión. El gran duque Ferdinando prometió costear la publicación. Cuando Serenai escribió a Cavalieri, otro fraile le contestó, comunicándole que el gran matemático, inventor de la entonces célebre teoría de los indivisibles, que anticipaba el cálculo diferencial, se hallaba gravemente enfermo; de hecho, Cavalieri pereció un mes más tarde. Luego Serenai se dirige a Ricci, pero este rehusó el encargo: había disminuido su interés por las matemáticas, su tío había muerto, su padre era muy anciano y Ricci tenía que atender todos los asuntos de la casa; además, desde el principio de año andaba delicado de salud18. ¿Qué hacer? A Serenai se le presentaba un problema grave: le habían confiado un manuscrito desordenado, a veces dejados a medias, que contenían abreviaciones y símbolos; tan solo un buen matemático podría prepararlos para la edición. Se acordó de Viviani, el compañero de Torricelli en Arcetri, y fue a verlo, “rogándole que se sirviera ocupar de la obras geométricas dejadas en confusión e inacabadas por el amigo común”, sin embargo, también Viviani se excusaba, diciendo que sus obligaciones públicas y privadas no le dejaban tiempo para nada más. Serenai, desesperado, siguió insistiendo y haciendo que otros también intercedieran. Por fin Vivivani asintió, pero con una condición: que no le entregasen los manuscritos mismos, sino copias de ellos; declarando “nunca querer manipular ni una mínima hojita de los originales de Torricelli, aunque estuvieran numeradas, y tampoco servirse de ellas ni mucho ni poco por ningún tiempo: que tan solo quería copias exactas con las figuras hoja por hoja”19. Hoy en día esto no crearía problemas: se sacan fotocopias y ya; pero en ese entonces todo se debía transcribir a mano. Tratándose de miles de páginas de escritos matemáticos, la exigencia de Viviani da la impresión de que, para quitarse el fastidio, pedía algo imposible. Mas he aquí que el bueno de Serenai lo toma en serio y empieza la tarea él mismo. Durante cuatro años estuvo dedicando sus ratos libres a copiar esa caterva de proposiciones, escolios, lemas, teoremas y corolarios, de los cuales, como buen jurisconsulto, no entendía ni pizca. Feliz, terminada la tarea, entregó todo a Viviani, convencido de que, antes de cerrar los ojos para siempre, tendría en sus manos las obras del amigo, publicadas a costa del serenísimo gran duque. Pero al fallecer Serenai, a principios de 1685, casi nada se había hecho. Solo se supo que los originales, después de algunos años, habían llegado por último a manos de Viviani, quien al fin los aceptó. Viviani murió en 1703, y desde entonces se les perdió la pista; los escritos de Torricelli se volvieron leyenda; todos hablaban de los inventos maravillosos, extraordinarios, que debían estar contenidos en ello; mas nadie los había visto. Pasa otro medio siglo. Un buen día Clemente Nelli, vecino de Florencia no del todo ayuno en matemáticas, va de compras a la salchichonería, donde le envuelven la mortadela en una hoja escrita: llegando a su casa, reconoce que es de puño y letra de Galileo. Regresa corriendo a la tienda; allí el dueño le muestra más hojas, estas escritas por Torricelli. Nelly compra todo; luego le pregunta quién se las había vendido: los hermanos Panzanini. Otra carrera a la casa de estos: ¿dónde está lo demás? ¿les queda algo? Sí, felizmente les queda casi todo. Carlo y Ángelo cuentan la historia: que todos esos papeles los habían recibido en herencia del tío Jácopo, abad y profesor de matemáticas, quien a su vez los había tenido de su propio tío Vincenzo Viviani; que cada uno había guardado su parte en el armario de la casa, allí donde se tenía la ropa blanca; pero que los armarios estaban llenos a reventar, y que las señoras se habían aliado en contra de ello: ¿cómo, allí donde estaba esa linda lencería que ellas habían traído como dote, dejar esos papeles sucios cubiertos de garabatos que nadie entendía? Que los hicieran desaparecer inmediatamente. Felizmente el amigo salchichonero, a quien habían confiado sus penas, había prometido comprarles poco a poco; pero si el señor Nelly quería todo el lote, ellos estaban más que felices de vendérselo. Poseedor del invaluable tesoro que la suerte le había deparado, Nelly decidió realizar él mismo la tan deseada edición de las obras inéditas de Torricelli; pero tampoco a él le basto lo que le quedaba de vida para hacerlo. Sus herederos, por necesitar dinero, vendieron en 1818 todos los manuscritos al gran duque de entonces, Fedinando III. Al desaparecer el gran ducado, en 1861, estos pasaron a la Biblioteca Nacional de Florencia, donde entraron a formar parte de una importante colección que reúne los escritos de los discípulos de Galileo20. Y entre tantas vicisitudes, ¿qué pasó con De motu aquarum? Felizmente parece que la pequeña obra, conservada por la escuela de Castelli, había logrado circular en copias manuscritas entre los hidráulicos de la época. Como vimos, sus pocas páginas contenían el principio fundamental de trasformación de una carga de altura en velocidad, principio fundamental que inspiró y sobre el cual se construyó toda la ciencia del movimiento del agua.
Imágenes obtenidas de: http://en.wikipedia.org/wiki/Vincenzo_Viviani ; http://www-groups.dcs.st-and.ac.uk/~history/Mathematicians/Cavalieri.html ; http://www.learn-math.info/mathematicians/spanish/historyDetail.htm?id=Torricelli
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