EL RÍO QUE CORRIÓ AL REVÉS

Año 15 de nuestra era. En Italia llueve y llueve sin cesar; los ríos desbordan; el Tíber inunda los barrios más bajos de Roma y, al retirarse, arrastra escombros y cadáveres que los ciudadanos contemplan impotentes y consternados. Al senado, convocado con urgencia, Asinio Galo propone consultar los libros sibilinos: tal vez sugieran cómo calmar la ira de los dioses; pero el emperador Tiberio, allí presente, interpone su veto. Ese hombre, “tan misterioso en religión como en política”, tiene buenos motivos para temer que Asinio, casado con una exesposa suya, se vuelva demasiado influyente. Entonces, los padres de la patria optan por una solución más terrenal: que el estimado y pragmático Lucio Arruncio busque, de acuerdo con Ateio Capitón, los medios más adecuados para contener el río”48.

Arruncio y Ateio proponen un plan radical: si el Tíber desborda, esto no se debe a sus propias aguas, que en resumidas cuentas no son tantas, sino a las que recibe inopinadamente de sus locos y atropellados afluentes, especialmente Chiana y Nera. Basta pues con hacerlos desaparecer o bien descargarlos en otra parte. Al senado la idea le parece bien; pero, de acuerdo con las todavía vigentes normas republicanas, hay que oír primero la opinión de los municipios y colonias interesadas. Llegan las delegaciones de Florencia, Terni y Rieti. El Chiana nace muy al norte, cerca de la gran curva del Arno; habría que invertir su curso y echarlo en este último. Pero los florentinos se oponen resueltamente: entonces el que desbordará será el Arno, y arruinará nuestras ciudades y nuestros cultivos. El río Nera no tiene otra salida que el valle del Tíber; pero podría subdividirse en tantos pequeños riachuelos, para que así sus aguas se vayan dispersando y el suelo las absorba, proponen los cándidos senadores. ¡Ilusos! Gritan los de Terni, que de esto sí entienden: solo se formarán charcos y pantanos, y se echarían a perder los campos más fértiles de Italia. Queda una última opción: el Nera recibe buena parte de sus aguas de un afluente propio, el Velino, que, antes de la conjunción, se ensancha en un lago: ¿Por qué no cerrarle la salida a este último? Pero Rieti está cerca del lago, y son los reatinos quienes ahora levantan su categórica protesta: las aguas rebosarían para sumergir nuestras planicies; que se deseche la solución.

De entre los delegados se levanta entonces un anciano, baja las gradas, se planta en el centro del recinto y con voz firme arenga a los presentes: “Ciudadanos senadores, la naturaleza ha provisto muy sagazmente a los intereses de los mortales, fijando a los ríos sus orillas y cauces, así como el principio y fin de sus cursos. Dejadlos como están, y no faltad a la religión de nuestros antepasados, que ofrecían culto, bosques sagrados y altares a los ríos patrios. ¡Cuidado! ¡El mismo Tíber, despojado del tributo de las ondas vecinas, se indignaría por escurrir con menos gloria”. Un estremecimiento recorre la asamblea; Pisón se pone de pie y propone dejar todo como está; lo que se aprueba por considerable mayoría de votos.49

De todos los proyectos ventilados por el senado, hubo uno que, sin embargo, colaborando la naturaleza y el hombre, efectivamente llegó con el tiempo a realizarse; y fue -¿quién lo creería?- justamente el que parece más descabellado: hacer que el río Chiana invirtiera su curso, para desembocar en el Arno.

Resulta que a fines del siglo VI toda Italia fue azotada por lluvias terribles, “tales como no se cree hayan caído desde los tiempos de Noé”, escribía Paolo Diácono. Siguieron enormes inundaciones y un trastorno permanente en el equilibrio hidráulico, con el empantanamiento de extensas regiones. Las invasiones bárbaras asociadas a ese fenómeno histórico que se suele llamar la “caída del imperio romano”, con sus depredaciones y estragos, habían de por sí fomentado la miseria en el campo y reducido la población aldeana; así que no es extraño que las zonas sujetas a encharcamiento fuera completamente abandonadas. Eso le ocurrió al valle superior del Chiana, una extensa llanura otrora corazón de la admirable agricultura que había producido la civilización etrusca.

La figura 56ª muestra como era, en el tiempo de los romanos, la zona de que estamos hablando. El valle superior del Chiana, o “las Chianas” como se llamó más tarde, aparece en el centro. Arriba se divisa parte de la gran curva del Arno, que poco a la izquierda cruzará Florencia; abajo, una porción del lago Trasimeno. El Chiana, pasando por los pequeños lagos de Montepulciano y Chiusi, dirigía todas sus aguas hacia el sur, para echarlas al Tíber. Las tierras sujetas a encharcamiento durante la edad media aparecen en el centro de la fig 56b. Allí se distingue también el emisario, conocido como “canal de los puentes de Arezzo”, que se fue abriendo para facilitar un drenaje parcial de esos terrenos en el río Arno.

El saneamiento de las Chianas había constituido una preocupación constante para los florentinos. Leonardo da Vinci, hombre que razonaba con su cabeza, y al cual, por tanto, se le ocurrían a veces opuestas a las de los demás, había pensado más bien en inundarlas, creando un enorme embalse regulador de avenidas que incorporaría al mismo lago Trasimeno, introduciendo en él al Tíber por medio de un túnel y regulando los desagües en el Arno con una presa levantada cerca del Arezzo. Una magistral perspectiva aérea, conservada en la colección de Windsor, muestra como Leonardo imaginaba el embalse una vez realizado. Pero las Chianas eran un centro potencial de producción agrícola demasiado importante para hacerlo desaparecer. Lo que más bien se hizo fue prolongar el canal de los puentes de Arezzo hacia el sur, hasta el lago de Montepulciano, formando el “canal maestro” que se ve en la fig 56c; y esto con el objeto de descargar en el Arno lo más rápidamente posible las aguas que, después de una lluvia, quedaban cubriendo las Chianas. El canal maestro tenía unas 20 millas de longitud, y el tirante de agua en él llegaba a subir dos codos en ocasiones de las máximas crecidas; de los cuales un codo bajaba en tres días y el segundo en doce, al menguar la avenida.

Por el año 1635, se empieza a pensar en la conveniencia de profundizar el canal maestro para acelerar el drenaje; entonces, aprovechar las tierras más altas que, gracias a un desagüe inmediato, podrían con confianza dedicarse al cultivo del trigo, destinar las partes intermedias a praderas y las más bajas al pastoreo. Famiano Michelini insiste con el gran duque Ferdinando II acerca de la urgencia de realizar la obra; en 1643, se realiza un levantamiento topográfico muy preciso del cauce del canal, los ingenieros se reúnen para discutir el proyecto, y el marqués del Borro y Andrea Arrighetti, ya todo un personaje y senador, formulan sus recomendaciones.

La obra se prevé muy costosa, ya que, por haber inclinado los lados del canal de acuerdo con el talud de reposo del terreno para evitar derrumbes, la excavación, angosta en el fondo, debe ensancharse más y más en su parte superior, y los volúmenes de tierra por remover resultan enormes. Por tanto, el príncipe Leopoldo, hermano del gran duque, se dirige a Torricelli para pedirle su opinión. Torricelli duda de las ventajas de la obra. Como Galileo que, durante una misa en la catedral de Pisa, había estado meditando acerca de la oscilación de una lámpara, Torricelli, en la de Florencia, considera el problema de las Chianas. Imaginemos –dice- que todo el piso de Santa María del Fiore se haya inundado, “y que tenga encima digamos cuatro dedos de agua; supongamos, además, que en el centro de dicho piso se abra un canalito de un dedo, que llegue hasta el umbral de la puerta mayor, y que en esta se haya practicado tan solo un corte, también de un dedo, por el cual el agua debe salir. Se pretende que, al excavar ese canalito cuatro veces más hondo, el agua tenga que salir cuatro veces más rápido; pero yo digo que ningún modo es así. Es cierto que el agua saldrá algo más rápido que antes, pero la diferencia será poca, y la ganancia inapreciable. Para conseguir el objetivo que se desea, haría falta quitar todo el umbral de dicha puerta o mejor toda la fachada [de la iglesia]; pero mucho más se ganaría aumentándole un tanto la pendiente a todo el piso del templo”50.

Con base en tales consideraciones, el 12 de abril presenta a Leopoldo un  informe que opugna el proyecto; a este se opone, la semana siguiente, Famiano Michelini, lo que lleva a Torricelli a replicar, detallando mayormente sus argumentos. Esencialmente, helos aquí: “Los padecimientos que atormentan al Chiana son estos tres, cada uno de los cuales, a mi juicio, no tienen remedio: la extensión del llano, su escasa pendiente y la gran cantidad de ríos y acequias que concurren en él. Otro había antes; pero como se reconoció que tenía remedio, se le obvió al realizar una obra realmente heroica, la máxima adquisición que nunca hubiera podido esperarse del saneamiento de estas comarcas: la abertura de las Chianas por los canales que se ven en los puntos de Arezzo. Entonces las Chianas eran un pantano totalmente cerrado; de modo que no hay que extrañarse si con abrirlo se conquistaron tantas tierras que hoy se aprovechan y cultivan. Ahora las Chianas están completamente abiertas, y su boca es suficientemente baja como para escurrir las aguas de todas las praderas y pastos, y también de gran parte de las  [zonas más bajas, recubiertas de] cañas; y de hecho las escurre. En el tiempo que yo las ví, los prados y pastos estaban secos, y sin embargo el emisario seguía escurriendo reciamente. El problema no está en que la apertura actual sea insuficiente, o por estar demasiado elevada o por ser demasiado angosta: ambas cosas son falsas; el mal consiste en que el agua, distribuida por las sumamente vastas y remotas praderas y pastos, no puede alcanzar la boca mencionada sino en un tiempo largo, en cuanto que toda la campiña y el fondo del valle del Chiana carecen de una pendiente adecuada hacia el emisario”51. Ahora, se podría aumentar la pendiente del fondo del canal; pero como observó Galileo, no es esta la que regula el escurrimiento del agua, sino la de la superficie; y “esa gran acequia que se pretende abrir, salvo en los pocos meses más áridos del verano, se mantendrá siempre totalmente llena de agua, cuya superficie continuará la de las aguas al lado del río, justamente como ocurre ahora que la gran acequia no existe”52.

Por otro lado ya desde hacía tres años, o sea, cuando había oído hablar por primera vez del proyecto, Torricelli se había preocupado por su aspecto negativo: el peligro de que, al desaguar rápidamente las Chianas en el Arno, pudiesen favorecerse desbordes de este río. “Ahora que he visto ese lugar, aunque sea en tiempo de aguas bajas –escribe- he notado sin embargo en él una verdadera semejanza con el mar, porque me encontré un llano cuya extensión llega, por así decir, a cansar al vista… Al sanear las Chianas,… en tiempo de crecidas una gran cantidad de agua, en vez de dirigirse por su acostumbrado camino hacia el Tíber, enderezará todo su curso hacia el Arno, siempre que las aguas resulten bajas en este lado, y no sé si una presa reguladora podrá a un mismo tiempo procurar ambos beneficios, o sea evitar que el Arno invada sus riberas y que el Chiana ahogue sus cultivos”. Y concluye: “Si en las anteriores argumentaciones acerca del negocio de las Chianas todos los matemáticos e ingenieros del mundo hubiesen decidido que la obra es factible, y de hecho ella no lo fuera, yo creo que nunca resultará. No basta con conseguir la resolución y el consenso de los peritos, sino que se requiere también la conformidad de la misma naturaleza”53 porque “esa naturaleza que obra con inmensa facilidad y suma sabiduría, nunca dejará de recurrir a todos los obstáculos que pueden invalidar nuestro propósito si dejásemos de investigarlos y pensar en ellos. Por tanto, se requiere que antes procuremos prever todos los estorbos y que les preparemos todos los remedios posibles; y si esto no es factible, es mejor que decidamos abandonar la empresa”54.

Siguiendo, a despecho de don Famiano, el consejo de Torricelli, se optó por no hacer nada y esperar una sugerencia de la naturaleza; esta efectivamente llegó, porque se notó que, durante las inundaciones, ríos y arroyos dejaban sedimentos, y estos elevaban los terrenos y los hacían siempre menos propensos a anegarse. Ayudando el proceso con colmataje artificial, o sea, detenido con represas las  aguas en los sitios más bajos y forzándolas así a azolvarse, se logró con paciencia, en poco más de un siglo, elevar el nivel de las Chianas lo suficiente para evitar las inundaciones, y rehabilitarlas como tierras de cultivo. Pero entonces el canal maestro ya era el Chiana.  Construyendo a fines del siglo XVIII una presa al sur del lago de Chiusi, se consiguió invertir definitivamente el curso del río (fig. 56d). Casi toda la cuenca del Chiana se volvió así tributario del Arno, quedando al sur solo un pequeño residuo de río dirigido hacia el Tíber. Roma estaba a salvo; pero ¿y Florencia? Sin el aporte del Chiana, ¿no habrían sido tal vez menos funestas las trágicas inundaciones del 3 de noviembre de 1844 y del 4 de noviembre de 1966?

 

Cuadro de texto: Mapas de la zona del relato. Primera imagen detalle del Lago Trasimeno con la zona de las Chianas; la segunda imagen la zona afectada con el cambio de dirección del río Chiana, escurriendo de Sur a Norte

Imágenes obtenidas del Google Earth. 

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