LA PARADOJA DE LAS LÁMINAS FLOTANTES

En 1609 moría Ferdinando de Médicis, gran duque de Toscaza, y le sucedía a los 19 años de edad, su apuesto hijo Cósimo II. Era esa una época de intensa actividad científica, y Cósimo, acostumbrado a reunirse con filósofos y matemáticos y participar en sus discusiones, decidió que su primer logro sería conseguir que Galileo, a la sazón profesor en la Universidad de Papua, donde Cósimo había sido su alumno, regresara a su patria, Con cuánto orgullo había dicho allá a sus compañeros provenientes de toda Europa: ¡El Maestro es también toscazo, como yo!

Galileo podría hacer de Florencia, que había sido reino de las artes, la soberana de las ciencias. El 5 de junio Belisario Vinta, secretario particular del gran duque, escribía a Galileo, comunicándole que Cósimo había resuelto designarlo “Matemático primario del Estudio de Pisa y Filósofo del Serenísimo Gran Duque, sin obligación de dar clases ni de residir en el Estudio o la ciudad de Pisa, y con el sueldo de mil escudos, moneda  florentina, por año”11. Para entender estas cláusulas, conviene saber que, así como en Venecia no había universidad, tampoco Florencia –también ciudad comerciante- la tenía; en la república véneta la universidad era el “Estudio” de Papua; en Toscaza, el de Pisa. En esta última institución  Galileo, pisano por nacimiento, había estudiado medicina, cumpliendo con el deseo de su padre, pero con poco entusiasmo. Durante unas vacaciones un amigo de la familia, Ostilio Ricci, que había sido discípulo de Tartaglia, famoso algebrista y traductor de Arquímedes, comenzó a enseñarle estas doctrinas; y Galileo se apasionó tanto que se entregó definitivamente a tales estudios, renunciando al título de médico. Luego, durante tres años enseñó matemáticas en Pisa; fue adorado por los alumnos pero se creó muchos enemigos entre los maestros peripatéticos (o sea aristotélicos), de cuyo engreimiento se burlaba a menudo; finalmente tuvo que mudarse a Papua. Así que regresar a Pisa no era deseo de Galileo, ni interés del gran duque, que lo quería a su lado.

Los salarios de los maestros universitarios no eran uniformes: un profesor de matemáticas como Galileo percibía solo una pequeña fracción de lo que ganaba uno de medicina. A pesar de un sustancial aumento de sueldo conseguido en ocasión de su descubrimiento de las manchas solares, Galileo, que además de su familia tenía que mantener también a muchos hermanos menores, siempre enfrentaba dificultades económicas. Esta fue la razón principal que le hizo aceptar el generoso ofrecimiento de Cósimo II; así que en septiembre de 1610, a los 46 años de edad, se mudó a Florencia. A principios de 1611 realizó un triunfal viaje a Roma, donde fue recibido por varios cardenales y luego por el mismísimo papa Paulo V, quien con suma benevolencia no le permitió quedar arrodillado durante la visita, como exigía el ceremonial. Allí el príncipe Cesi, uno de los personajes más influyentes del mundo científico romano, fundador en 1603 de la Academia de los Linceos, quiso inscribirlo enseguida como miembro distinguido de la misma; y los padres jesuitas, que habían repetido con éxito sus observaciones sobre los satélites de Júpiter (que él llamó “Medíceos” para gloria de la familia de los Medicis), lo acogieron muy cordialmente.

De regreso a Florencia, en septiembre del mismo año, Galileo participó en una reunión de filósofos y científicos en el suntuoso palacio del gran duque, quien siempre deseaba ser informado de los avances de la ciencia y proponía a veces nuevos temas de discusión. En la plática se discutió sobre la flotación: Galileo defendió la teoría de Arquímedes y otros la de Aristóteles; teoría que, como enseguida explicaremos, difieren notablemente. Dos cardenales, Maffeo Barberini y Ferdinando Gonzaga, de viaje hacia Roma, se hallaban de paso por Florencia en esos días. El gran duque, que creía poder honrar mayormente a los huéspedes ilustres de su ciudad haciéndoles presenciar reuniones de sus sabios, los invitó a una comida cuya máxima atracción fue la asistencia de Galileo, quien expuso la controversia mencionada. Los prelados discrepan entre sí: Barberini se declaró a favor de Galileo, Gonzaga apoyó a los contrarios. Fue entonces que Cósimo ordenó a su Matemático redactar una relación al respecto, misma que apareció en 1612 bajo el título Discorso intorno alle cose che stanno in su l’acqua o che in quella si muoveno (Discurso acerca de los cuerpos que se sostienen sobre el agua o se mueven dentro de ella)12. Esta obra nos ofrece una información detallada sobre el origen de la controversia.

Todo había empezado con una discusión acerca de la condensación y rarefacción, comentándose que la primera resulta del frío y la segunda del calor. No faltó quien sacara como ejemplo el hielo, a lo cual contestó Galileo explicando que le hielo, a pesar de su baja temperatura, tiene que ser más bien agua enrarecida que agua condensada, ya que el hielo flota sobre el agua y, por tanto, debe tener un peso específico menor. Se le replicó que esa flotación no se debe a liviandad, sino a la configuración ancha y llana del hielo; afirmación explicable, tratándose de gente que solo conocía al hielo en las costras que en invierno se forma sobre charcos y riachuelos, costras que luego se despedazan y van flotando13.

La objeción provenía del grupo de los seguidores de Aristóteles, que recordaban cómo este, refiriéndose en su tratado Del Cielo al hecho de que “un pedazo de hierro o plomo que sea plano flota sobre el agua, mientras que objetos más pequeños, pero redondos y alargados, como por ejemplo una aguja, se hunden”14, había intentado justificar el fenómeno sosteniendo que un cuerpo para sumirse tiene que hender la superficie del agua y que una superficie grande es más difícil de abrir que una pequeña. “Hay dos factores: -escribía él15- la fuerza responsable del movimiento hacia abajo del cuerpo pesado y la fuerza que se opone al hendimiento de la superficie continua; y por tanto debe haber una relación entre las dos. Porque cuanto más la fuerza que ejerce el objeto pesado para hender y dividir excede a la que reside en el medio continuo, tanto más el primero logrará hundirse; si por el contrario la fuerza del objeto pesado es menor, este flotará sobre la superficie”. Teoría que contrasta claramente, como no dejó de observar Galileo, con lo que un siglo más tarde sostendría Arquímedes.

Galileo no soportaba a los peripatéticos, sus “adversarios” tradicionales, no tanto por las doctrinas de Aristóteles, una de las inteligencias más universales que haya producido la humanidad, autor de obras enciclopédicas que contienen planteamientos profundos y originales, sino por la fe ciega que ellos le tenían. Aristóteles había sido el oráculo de filósofos y teólogos escolásticos durante la Edad Media: “ipse dixit” –él lo dijo- sentenciaban  ellos, y con esto se cerraba la puerta a toda discusión. Muchos maestros del Estudio de Pisa eran todavía así: Galileo mencionó por ejemplo a cierto Buonamico, autor de un voluminoso tratado sobre el movimiento, que sostenía precisamente que la teoría de flotación de Arquímedes debería de abandonarse por no concordar con la de Aristóteles; y como prueba aducía el hecho de ser –según él- la doctrina arquimediana incapaz de explicar por qué un vaso o un barco que flotan vacíos se hunden al llenarse de agua16.

En su disputa con Galileo, los adversarios fueron a traer una tablita de ébano y una pelota de la misma madera. La tablita, apoyada suavemente sobre la superficie del agua, quedaba flotando, mientras que la pelota bajaba inmediatamente hasta el fondo; de lo que se infería, de acuerdo con Aristóteles, que la diferente forma que un sólido posee, independientemente de su peso específico, hace que este flote o bien se suma” 17. Galileo, quien señala, de acuerdo con Arquímedes, que la figura no determina que el cuerpo flote o se hunda sino solo la velocidad con que se hunde, siempre que el material con que está hecho sea por su peso específico apto “para vencer la resistencia de la viscosidad del agua” 18, se veía obligado a hallar una razón para justificar la flotación de las láminas y no solo de ébano, sino hasta de oro, que supera al agua “en gravedad casi 20 veces;…..y sin embargo una delgada hoja de oro flota sin hundirse” 19.

Este es su razonamiento: “Así como causa del hundirse de la tablita de ébano y de la hojita de oro, cuando se sumen, es su gravedad, mayor que la del agua, así es necesario que causa de su flotación, cuando ellas se sostienen, sea su liviandad; la que en tal caso, por algún accidente tal vez no observado hasta ahora, se asocie con la tablita misma, haciéndola ya no como antes mientras se sumía, es decir más pesada que el agua, sino menos pesada. Pero esa nueva liviandad no puede provenir de la figura, sea porque la configuración no añade ni quita peso, sea porque la tablita, cuando se hunde, conserva la misma figura que cuando flota” 20. Luego vuelve a considerar una lámina flotante ABCD; observándola descubre que, si bien es cierto que se mantiene sobre el agua, una parte de ella se sume, quedando a un nivel más bajo que la superficie libre, rodeada por un pequeño borde HACL, MBDN (fig. 7).

Es cierto pues, concluye Galileo, que de acuerdo con Aristóteles la lámina no se hunde por ser de forma impropia para hender la masa de agua; pero tampoco queda al nivel de la superficie libre. Y con su estilo característico prosigue: “Si se considera cuidadosamente cuál y cuánto se el cuerpo que en esta experiencia entra al agua y contrarresta con la gravedad de ella, se notará que es todo lo que se encuentra por debajo (del nivel) de la superficie del agua; lo que consiste en el conjunto de una tablita de ébano y un volumen casi igual de aire, o bien de una lámina de plomo y diez o doce veces más de aire. Pero, señores adversarios, en nuestro asunto se trata de conservar la materia y alterar tan solo la figura; por tanto removed ese aire que, agregado a la tablita,  la vuelve un cuerpo menos pesado que el agua, y colocad en el agua el simple ébano: así sin duda veréis la tablita bajar hasta el fondo, y si esto no sucede, habréis ganado el pleito”21. Pero ¡cómo quitar el aire? Muy simple, dice Galileo: basta mojar ligeramente la superficie superior de la tablita e inmediatamente el agua que se detiene en el borde escurrirá, cubrirá todo el ébano y este se hundirá.

El Discurso, que contiene muchas cosas más y al cual tendremos que referirnos luego por otras razones apareció a fines de mayo de 1612, y tuvo tanto éxito y tanto fue el alboroto que levantó, que antes de que terminara el año salio una segunda edición, en la cual el autor agregó aclaracione y complementos. Muchos fueron los que impugnaron por escrito las ideas galileianas. En Pisa, Arturo d’Elci y Giorgio Coresio salieron a defender las ideas peripatéticas; a favor de Galileo apareció Tolomeo Nozzolini, quien, con referencia al  pequeño borde de agua, hizo reflexiones que paresen abrir camino a la consideración de la tensión superficial. Luego, Ludovico delle Colombe y Vincenzio di Gazia publiucaron nuevos opúsculos atacando violentamente a Galileo. Este, buen peleador por naturaleza, se dispuso a contestar; pero sus amigos le convencieron de que no les diera tanta importancia y dejara que uno de sus discípulos se ocupase del asunto. Fue así como Galileo encargó la respuesta al predilecto, Benedetto Castelli, fraile  benedictino de unos 35 años de edad. Castelli replicó, pero para hacerlo debió acercarse más y más a la hidráulica; tanto que luego, como veremos, se volvió el experto número uno en la materia.

 Balanza hidrostática

 BENEDETTO CASTELLI

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