NACEN LAS ACADEMIAS |
En la investigación científica, la actividad individual se enmarca siempre dentro de una empresa colectiva: el investigador no puede ignorar lo que otros están haciendo y necesita lograr que ellos conozcan lo que él descubre. Además, puede tener que consultar a colegas lejanos, o bien, comunicarles sus críticas y participar en debates, en los cuales, para que no lo entiendan mal o tergiversen sus juicios, o simplemente para darse tiempo de meditar su respuesta, prefiere exponer su opinión por escrito. Esto explica el activísimo intercambio epistolar entre científicos que caracteriza los siglos del XVI al XVIII y, muy en particular, ese principio del siglo XVII al cual nos hemos referido en las páginas anteriores: así Castelli consulta a Galileo, Torricelli comunica su descubrimiento a Ricci, los Arrighetti polemizan entre sí. Es una malla que cubre no solo Italia, sino a toda Europa: confiados a zagales, las cartas van de una ciudad a otra a veces más rápidamente que hoy en día; y, como es costumbre contestar de inmediato, el intercambio resulta de gran eficiencia. La malla no es regular, porque posee centros hacia los cuales se dirige de preferencia la correspondencia: por ejemplo, Galileo, maestro con quien todos se asesoran. Cuando el destinatario recibe una comunicación que considera de importancia, se apresura a ponerla en conocimiento de amigos y colaboradores; pero esta escapa de otros, que podrían aprovecharla. Nacen entonces los “corresponsales científicos”, como el padre Mersenne en París y el alemán Heinrich Oldenburg en Londres, que recolectan noticias de todas partes y las transmiten a quienes consideran interesados en ellas. Sin embargo, algo falta todavía, y muy importante: un sistema que permita reunir, clasificar y someter al análisis de expertos la información recibida, y ponerla luego a disposición de todos los que puedan sacar provecho de ella. Es así como nacen las academias científicas. La primera fue la Academia dei Lincei, fundada en Roma por un joven de 18 años: Federico Cesi, marqués de Monticelli y más tarde duque de Acquasparta. Interesado en ciencias naturales, Federico se junta con tres amigos, no de mucha más edad: Francisco Stelluti, Anastacio de Fillis y Jan Eck; entre ellos surge la idea de la asociación, de la cual suscriben el acta de fundación el 17 de agosto de 1603. El nombre de la academia lo toman del lince, animal de vista tan aguda que los antiguos la creían capaz de atravesar paredes; su emblema es el can Cerbero lacerado por el lince, y su lema sagacius ista, o sea “este [el lince] es más sagaz”. En el convenio de fundación, Cesi, como “príncipe” de la academia, se compromete a suministrar los medios necesarios para promover sus actividades. Cuatro años después, se reciben dos nuevos miembros: quinto, el polígrafo Gian Battista Porta, y sexto, Galileo. No se aceptan religiosos, por lo que ni Castelli ni Cavalieri pueden ingresar. Siempre se procede con pies de plomo: en 162, Cesi escribe a Galileo: “Usted conoce quiénes son los linceos, y nunca se admitirá a nadie sin que Ud lo sepa; y los que se admitan no serán esclavos de Aristóteles ni de otro filósofo, sino de intelecto noble y libre en los asuntos físicos”59. Sin embargo, la lentitud con que crece la asociación tiene otra causa más poderosa: Federico Cesi padre, pésimo gestor de su hacienda, no quiere que el hijo gaste en la academia; y como este no le hace caso, intenta acabar con ella. Una intervención solapada del Santo Oficio obliga a Stelluti, de Fillis y Eck a abandonar Roma con toda prisa y dispersarse: Stelluti se refugia en Parma, de Fillis en Nápoles, donde fallecerá en 1608, y Eck, que es holandés, va peregrinando por varias partes del norte de Europa; no sin provecho, porque recolecta una riquísima mies de observaciones en varias ramas de las ciencias naturales. Felizmente en marzo de 1610 el padre, ahogado en deudas, se ve obligado a traspasar al hijo la administración de sus bienes; y con esto naturalmente la academia renace. Stelluti regresa, se encarga del “linceógrafo”, o sea el registro de constituciones y leyes de la misma, y luego se vuelve su procurador general. Cesi encuentra fondos suficientes para patrocinar la publicación de de obras propias y ajenas, entre las cuales están el opúsculo sobre las manchas solares y el Saggiatore (Ensayador) de Galileo, y el Tesoro messicano, traducción resumida de lo publicado en 1616 en México por Francisco Hernández, con comentarios a cargo de distintos académicos. Todo va bien hasta que, el 2 de agosto de 1630. Galileo recibe una carta desolada de Stelluti: “Señor Galileo mío, con una mano temblante y ojos llenos de lágrimas vengo a comunicarle a Ud esta lamentable nueva: la pérdida de nuestro Señor Príncipe, el duque de Acquasparta, por una fiebre aguda que lo agarró y ayer nos lo quitó, con daño inestimable para la república literaria, por tantas bellas composiciones que todas dejó incumplidas; por lo que sufro un dolor inimaginable, y más me duele que no haya arreglado los negocios de la Academia, a la cual se proponía dejar toda su biblioteca, museo, manuscritos y otras cosas bellas, lo que so sé en qué manos irán a parar…”60 Y, en efecto, eso fue por aquel entonces el fin de la academia, que no solo perdió el apoyo y la herencia de su príncipe, sino que vio todos sus papeles, muebles e instrumentos dispersados miserablemente. Mucho más tarde renació como Potnificia Nuova Accademia dei Lincei, y en 1870 se volvió Academia Nacional. Ferdinando II, gran duque de Toscana, y s hermano Leopoldo se interesaban en la ciencia y les gustaba experimentar. En 1651, el segundo instaló un gabinete en el cual se reunía con los científicos florentinos para realizar ensayos y discutir los resultados. De aquí nació, en 1657, la Accademia del Cimento, significando “cimento” la prueba de fuego a la que toda teoría científica tendría que sujetarse, para ser aceptada o desechada; academia que tuvo como miembro también a Vincenzio Viviani {ver “El último amigo” } . Una característica de esa asociación, cuyo lema era provando e riprovando, o sea “comprobando y rechazando”, fue que los trabajos que publicaban nunca aparecía el nombre del autor o de los autores: solo el de la academia misma. Pero en 1667 Leopoldo fue creado cardenal, y –curiosamente- la Academia del Cimento se disolvió poco después. De discusiones semanales de un grupo de científicos londinenses, realizadas desde 165 bajo el nombre de The Invisible College, nació otra academia, la Royal Society of London for improving natural knowledge. Se fundó en 1660, y se decidió dedicarla al estudio de la “filosofía experimental”; el rey Carlos II la legalizó dos años después. Su lema era nullius in verba, o sea “[confiados] en las palabras de nadie”. De acuerdo con sus estatutos, la Royal Society podría encomendar investigaciones específicas a alguno de sus miembros, o a grupos de ellos, así como crear comisiones permanentes en relación con campos determinados de la ciencia. En 1665, bajo la dirección de Oldenburg, primer secretario de la academia, aparecieron las Philosophical Transsactions of the Royal Society, la más antigua entre las revistas científicas que existen hoy en día. Un poco antes, en el comienzo de ese mismo año de 1665, había salido otro periódico científico, el francés Journal des Savants (Periódico de los sabios), que existió hasta 1792. Informaba acerca de nuevas teorías científicas, así como descubrimientos prácticos; su primer director fue Denis de Sallo. El año siguiente nació en París la Académie Royale des Sciences, auspiciada, como el Journal des Savants, por Jean Baptiste Colbert, ministro de Luís XIV; academia a la cual el rey asignó un sustancial subsidio anual, y a sus miembros también se les fijó un buen sueldo, para que pudieran dedicarse exclusivamente a la investigación. Así se consiguió atraer también a científicos extranjeros; el primero de ellos fue Christian Huygens, a quien hemos conocido como pequeño amigo de Descartes, y considerado el matemático más grande de la época. Huygens, aceptando la invitación del rey, residió en París desde 1666 hasta 1681, año en que prefirió abandonar Francia donde, por la supresión progresiva de los derechos otorgados por Enrique IV con el edicto de Nantes, la vida se hacía siempre más difícil para los protestantes. En Internet encontré la página http://www.educaciencias.gov.ar/archivos/Librostexto_PAC/lince.pdf que habla de Cesi y la formación de la Academia del Lince, de donde extraje la siguiente imagen, que nos muestra los emblemas y sobrenombres que usaron sus integrantes.
Imagen obtenida de http://rsta.royalsocietypublishing.org/
http://es.wikipedia.org/wiki/Christiaan_Huygens
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