UN CAÑO PORTENTOSO

“No hay tema de controversia entre Platón y Aristóteles, abundante en bellas y nobilísimas especulaciones, que pueda compararse en lo más mínimo con este,… de que si es o no oportuno el uso de las matemáticas en la ciencia física, como instrumento de comprobación y término medio de las demostraciones; o sea, si [dicho uso] trae ventaja, o bien detrimento y daño. Platón creyó que las matemáticas eran particularmente apropiadas para las especulaciones físicas, por lo que las emplea aquí y allá para explicar misterios físicos. Pero Aristóteles parece opinar totalmente de otro modo, y adscribe los errores de Platón al amor por las matemáticas.” Así escribía en un tratado, publicado en Venecia en 197, Jacopo Mazzoni, profesor de la Universidad de Pisa; y concluía: “pero quien quisiera considerar este asunto diligentemente, y hallara la defensa de Platón, verá que Aristóteles tropezó con algunos escollos de error, porque en ciertos lugares o no entendió, o por lo menos no aplicó demostraciones matemáticas muy acordes con su propio objetivo”1. Años después, Galileo, en su “Diálogo dei mássimi sistemi” hace que el buen Simplicio recuerde la acusación de Aristóteles en contra de Platón” que, por excesivo estudio de la geometría, se alejaba de la sólida filosofía”, y agregue: “y yo he conocido y oído a grandísimos filósofos peripatéticos desaconsejar a sus discípulos el estudio de las matemáticas, en cuanto ellas vuelven al intelecto caviloso e incapaz de filosofar bien; afirmando diametralmente opuesto a la de Platón, que solo permitía ingresar en la filosofía a aquel que hubiese antes dominado la geometría”.2

De hecho, el hombre propende a suponer racionalidad en los procesos naturales, para volverlos inteligibles; y es lógico que, prono o tarde, dicha hipótesis le lleve a querer utilizar herramientas matemáticas en la investigación del mundo que nos rodea. Entre los antiguos, esta tendencia alcanzó la máxima perfección en el análisis de los cuerpos flotantes de Arquímedes, cuyo método –según sabemos- consistía justamente en reducir los cuerpos reales a cuerpos geométricos que, como tales, se pueden tratar precisa y rigorosamente por medio de demostraciones matemáticas. Para lograrlo, era necesario despojar al fenómeno en estudio de todas sus características concretas, y ubicarlo dentro del ámbito de una proposición geométrica, transformándolo así en un objeto abstracto, ligado por una relación muy general y mediata con los entes reales. De aquí surge la posición contraria a los peripatéticos, quienes al final de cuentas tenían buenas razones: para ellos, la física se ocupaba de características evidentemente cualitativas –materia, forma y color, calor, luz, sonido- que parecía imposible convertir en términos matemáticos. El prerrequisito de Platón podía haber sido un excelente entrenamiento mental, pero su utilidad práctica se consideraba muy discutible. La mayor acusación que se hacía entonces a las matemáticas era la incapacidad de números y figuras geométricas para interpretar el movimiento, una de las manifestaciones más llamativas del mundo que nos rodea: ni el gran Arquímedes había podido salir del reino de ña estática. Solo Galileo lograría, estudiando el movimiento de los proyectiles, destruir esa creencia.

El renacimiento trajo nuevas ideas. “Ninguna investigación humana –había escrito Leonardo- puede ambicionar ser ciencia verdadera, si ella no pasa por demostraciones matemáticas”; “no hay certidumbre donde no se puede aplicar una de las ciencias matemáticas”; “quien censure la suma certeza de las matemáticas, se nutre de confusión, y nunca acallará las contradicciones de las ciencias sofísticas, con las cuales se aprende un eterno griterío.”3

Más de un siglo después, Galileo sostiene una violenta controversia con el jesuita Orazio Grassi, quien, bajo el seudónimo de Lotario Sarsi, había atacado sus teorías con el libelo Libra astronómica y filosófica. Como buen peripatético, Grassi se esforzaba por apoyar sus razonamientos en pareceres de autoridades conocidas y respetadas por todos: y Galileo no deja de reprochárselo: “Me parece discernir en Sarsi la creencia firme de que, al filosofar, sea preciso apoyarse en las opiniones de algún autor célebre, como si nuestra mente, al no desposarse con un discurso ajeno, tuviese que quedar del todo estéril e infecunda; y tal vez estima que la filosofía sea un tratado y fantasía del hombre, como la Ilíada o el Orlando furioso; libros en los cuales lo que menos importa es que lo que está escrito sea verdadero. Señor Sarsi, la cosa no es así. La filosofía se encuentra escrita en este grandísimo libro que continuamente tenemos abierto ante nuestros ojos, a saber: el universo; pero no es posible entenderlo si antes no se aprende a comprender el idioma y conocer los caracteres con los que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, herramientas sin las cuales resulta humanamente imposible entender ni una palabra de él.”3

Al comparar el estudio de los fenómenos naturales con la lectura de un libro, Galileo implicaba que la interpretación de ellos está sujeta a las limitaciones de nuestro intelecto. Esta idea no era nueva: ya la había señalado en la Edad Media el cardenal Niccoló de Cusa, quien consideraba a la realidad como el infinito, al que nuca se puede llegar. Según él, el hombre, sirviéndose correctamente de los instrumentos de conocimiento que posee –sensibilidad, intelecto, razón- puede acercarse siempre más a la verdad, pero nunca alcanzar el conocimiento absoluto. “por tanto, el intelecto, no es la verdad –escribía en su libro De docta ignorantia-, nunca entiende la verdad de modo tan preciso que no la pueda entender con más precisión todavía en el infinito; porque él está con respecto a la verdad como el polígono al círculo. Cuanto más ángulos tenga el polígono inscrito, tanto más se asemeja al círculo; sin embargo, nunca será igual, aunque hayamos multiplicado sus ángulos al infinito, siempre que no se resuelva en la identidad con el circulo.”4 Así Niccoló, aun refiriéndose esencialmente a verdades teológicas, recomienda herramientas matemáticas: “Como todos los objetos matemáticos son infinitos y no pueden imaginarse de otro modo, si queremos elevarnos al máximo simple, utilizando –como ejemplos- objetos finitos, necesitamos considerar primero las figuras matemáticas finitas, con todas sus propiedades y razones; luego, transferir correspondientemente estas razones a las figuras infinitas; y, en tercer lugar, trasladar más hondamente las razones de las figuras infinitas al infinito sencillo, desligado de toda referencia con las figuras mismas. Solo entonces nuestra ignorancia hará entender, en forma incompresible para nosotros que nos fatigamos tras de los enigmas, lo que debemos pensar, del modo más verdadero y preciso, acerca de lo Altísimo.”5

En cierta parte de los Mássimi sistemi, Galileo hace que Sagredo mencione haber observado en los discursos de Aristóteles que, “para probar que el asunto está de esta o esa manera, utilizar la expresión de que esa manera se acomoda a nuestra inteligencia; ya que de otro modo no tendríamos acceso al conocimiento de este o aquel pormenor, o binen porque se echaría a perder el criterio de la filosofía, como si la naturaleza les hiciera antes el cerebro a los hombres, y luego dispusiera las cosas de acuerdo con la capacidad de sus intelectos. Pero yo –opone Sagredo- estimaría más bien que la naturaleza haya hecho las cosas a su manera, y luego haya conferido a los discursos humanos la habilidad de poder entender, aunque sea a duras penas, algo de sus secretos”.6 Es decir, que estamos en alguna forma “sintonizados” con la naturaleza; y esto es lo que nos capacita para justificar nuestro raciocinio, aunque sea muy toscamente, loa fenómenos del mundo físico. La sintonización se efectuaría a través de las matemáticas, que parecen ofrecernos una base permanente para entender y atacar dichos problemas; mientras que estos pertenecen a la naturaleza, las matemáticas –instrumento humano en cuanto característico de nuestro modo de pensar- resulta ser el medio más adecuado para reducir su extrema complicación a una medida en las que nuestro intelecto puede prever sus desarrollos y aprovechar sus efectos.

Descartes, que compartía estas mismas ideas, escribiría más tarde: “Confieso con toda franqueza que la única materia que conozco de las cosas corporales es la que puede dividirse, configurarse y moverse de toda manera, es decir, la que los geómetras llaman la cantidad y toman como objeto de sus demostraciones; que solo considero, en esta materia, sus divisiones, figuras y movimientos; que, en fin, por lo que concierne, no quiero aceptar como verdadero sino lo que se deducirá de ella con evidencia tal que pueda remplazar una demostración matemática.”7

D’ Alambert, en el prefacio a la segunda edición, de 1758, de su célebre Traité de dynamique, anota: “Para tratar, de acuerdo con el método mejor posible, cualquier parte de las matemáticas –incluso podríamos decir: de cualquier ciencia- es preciso no solamente introducir y aplicarle, hasta donde se pueda, conocimientos sacados de las ciencias más abstractas, sino además enfocar el objeto particular de dicha ciencia del modo más abstracto y simple posible: no suponer nada, ni admitir –en este objeto- otras propiedades que no sean las que supone esta ciencia. De aquí resultan dos ventajas: los principios reciben toda la claridad de que son capaces y, por otro lado, se reducen al número mínimo posible; y por tal medio no pueden dejar de adquirir a un mismo tiempo mayor extensión, porque, siendo por necesidad determinado el objeto de una ciencia, sus principios son tanto más fecundos cuanto menor es su cantidad.”8

Esto implica naturalmente un riesgo: que el científico -¡y cuántos hay que así proceden!- preocupado por darle a su problema una solución sencilla y elegante, sesgue la interpretación del mismo, a fin de aplicarle ciertas ecuaciones con las que está familiarizado. Tales científicos –advierte d’ Alembert- deberán primero examinar los principios en sí mismos, sin pensar de antemano en someterlos a la fuerza del cálculo. La geometría, que solo tiene que obedecer a la física cuando se junta con ella, a veces la domina. Si se da el caso de que la cuestión que se pretende examinar resulte ser demasiado complicada para que todos sus elementos puedan introducirse en la modelación analítica que se quiere hacer de ellos, se dejan a un lado los más incómodos, substituyéndolos por otros menos molestos, pero también menos reales; y [luego] uno se admira de llegar –a pesar de una cansada labor- a un resultado que la naturaleza desmiente. Como si, después de haberla disfrazado, mutilado o alterado, una combinación puramente mecánica pudiera devolvérnosla”.9 Palabras muy acordes con el sentir de esa ciencia normal que, desarrollada en el siglo de la Ilustración, orienta todavía hoy nuestra investigación científica.

 JACOBUS MAZZONIUS (Mazzoni), tomada de: http://www.phil-fak.uni-duesseldorf.de/philo/galerie/neuzeit/mazzon.htm

Nicholas of Cusa.jpg NICOLÁS DE CUSA, autor del libro “De docta ignorantia” Para Cusano, docta ignorancia significa que desde que la humanidad no puede captar el infinito de una deidad a través del conocimiento racional, los límites de la ciencia tienen que ser aprobada por medio de la especulación. Este modo de investigación desdibuja las fronteras entre la ciencia y la ignorancia. En otras palabras, tanto la razón como una comprensión supra-racional son necesarios para entender a Dios. Esto lleva a la coincidentia oppositorum , una unión de opuestos, una doctrina común en creencias místicas de la Edad Media. Estas ideas influyeron otros eruditos del Renacimiento en día Cusanus ', como Pico della Mirandola . Tomada de: http://es.wikipedia.org/wiki/Nicol%C3%A1s_de_Cusa

 tomada de: https://grupareaaproape.wordpress.com/2008/10/05/nicolaus-cusanus-de-docta-ignorantia-in-traducere-romaneasca/

 

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