“No hay tema de controversia entre Platón y Aristóteles, abundante en bellas y nobilísimas especulaciones, que pueda compararse en lo más mínimo con este,… de que si es o no oportuno el uso de las matemáticas en la ciencia física, como instrumento de comprobación y término medio de las demostraciones; o sea, si [dicho uso] trae ventaja, o bien detrimento y daño. Platón creyó que las matemáticas eran particularmente apropiadas para las especulaciones físicas, por lo que las emplea aquí y allá para explicar misterios físicos. Pero Aristóteles parece opinar totalmente de otro modo, y adscribe los errores de Platón al amor por las matemáticas.” Así escribía en un tratado, publicado en Venecia en 197, Jacopo Mazzoni, profesor de la Universidad de Pisa; y concluía: “pero quien quisiera considerar este asunto diligentemente, y hallara la defensa de Platón, verá que Aristóteles tropezó con algunos escollos de error, porque en ciertos lugares o no entendió, o por lo menos no aplicó demostraciones matemáticas muy acordes con su propio objetivo”1. Años después, Galileo, en su Diálogo dei mássimi sistemi hace que el buen Simplicio recuerde la acusación de Aristóteles en contra de Platón” que, por excesivo estudio de la geometría, se alejaba de la sólida filosofía”, y agregue: “y yo he conocido y oído a grandísimos filósofos peripatéticos desaconsejar a sus discípulos el estudio de las matemáticas, en cuanto ellas vuelven al intelecto caviloso e incapaz de filosofar bien; afirmando diametralmente opuesto a la de Platón, que solo permitía ingresar en la filosofía a aquel que hubiese antes dominado la geometría”.2
De hecho, el hombre propende a suponer racionalidad en los procesos naturales, para volverlos inteligibles; y es lógico que, prono o tarde, dicha hipótesis le lleve a querer utilizar herramientas matemáticas en la investigación del mundo que nos rodea. Entre los antiguos, esta tendencia alcanzó la máxima perfección en el análisis de los cuerpos flotantes de Arquímedes, cuyo método –según sabemos- consistía justamente en reducir los cuerpos reales a cuerpos geométricos que, como tales, se pueden tratar precisa y rigorosamente por medio de demostraciones matemáticas. Para lograrlo, era necesario despojar al fenómeno en estudio de todas sus características concretas, y ubicarlo dentro del ámbito de una proposición geométrica, transformándolo así en un objeto abstracto, ligado por una relación muy general y mediata con los entes reales. De aquí surge la posición contraria a los peripatéticos, quienes al final de cuentas tenían buenas razones: para ellos, la física se ocupaba de características evidentemente cualitativas –materia, forma y color, calor, luz, sonido- que parecía imposible convertir en términos matemáticos. El prerrequisito de Platón podía haber sido un excelente entrenamiento mental, pero su utilidad práctica se consideraba muy discutible. La mayor acusación que se hacía entonces a las matemáticas era la incapacidad de números y figuras geométricas para interpretar el movimiento, una de las manifestaciones más llamativas del mundo que nos rodea: ni el gran Arquímedes había podido salir del reino de ña estática. Solo Galileo lograría, estudiando el movimiento de los proyectiles, destruir esa creencia.
El renacimiento trajo nuevas ideas. “Ninguna investigación humana –había escrito Leonardo- puede ambicionar ser ciencia verdadera, si ella no pasa por demostraciones matemáticas”; “no hay certidumbre donde no se puede aplicar una de las ciencias matemáticas”; “quien censure la suma certeza de las matemáticas, se nutre de confusión, y nunca acallará las contradicciones de las ciencias sofísticas, con las cuales se aprende un eterno griterío.”3
Más de un siglo después, Galileo sostiene una violenta controversia con el jesuita Orazio Grassi, quien, bajo el seudónimo de Lotario Sarsi, había atacado sus teorías con el libelo Libra astronómica y filosófica. Como buen peripatético, Grassi se esforzaba por apoyar sus razonamientos en pareceres de autoridades conocidas y respetadas por todos: y Galileo no deja de reprochárselo: “Me parece discernir en Sarsi la creencia firme de que, al filosofar, sea preciso apoyarse en las opiniones de algún autor célebre, como si nuestra mente, al no desposarse con un discurso ajeno, tuviese que quedar del todo estéril e infecunda; y tal vez estima que la filosofía sea un tratado y fantasía del hombre, como la Ilíada o el Orlando furioso ; libros en los cuales lo que menos importa es que lo que está escrito sea verdadero. Señor Sarsi, la cosa no es así. La filosofía se encuentra escrita en este grandísimo libro que continuamente tenemos abierto ante nuestros ojos, a saber: el universo; pero no es posible entenderlo si antes no se aprende a comprender el idioma y conocer los caracteres con los que está escrito. Está escrito en lengua matemática, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, herramientas sin las cuales resulta humanamente imposible entender ni una palabra de él.” 3>
Al comparar el estudio de los fenómenos naturales con la lectura de un libro, Galileo implicaba que la interpretación de ellos está sujeta a las limitaciones de nuestro intelecto. Esta idea no era nueva: ya la había señalado en la Edad Media el cardenal Niccoló de Cusa, quien consideraba a la realidad como el infinito, al que nuca se puede llegar. Según él, el hombre, sirviéndose correctamente de los instrumentos de conocimiento que posee –sensibilidad, intelecto, razón- puede acercarse siempre más a la verdad, pero nunca alcanzar el conocimiento absoluto. “por tanto, el intelecto, no es la verdad –escribía en su libro De docta ignorantia -, nunca entiende la verdad de modo tan preciso que no la pueda entender con más precisión todavía en el infinito; porque él está con respecto a la verdad como el polígono al círculo. Cuanto más ángulos tenga el polígono inscrito, tanto más se asemeja al círculo; sin embargo, nunca será igual, aunque hayamos multiplicado sus ángulos al infinito, siempre que no se resuelva en la identidad con el circulo.”4 Así Niccoló, aun refiriéndose esencialmente a verdades teológicas, recomienda herramientas matemáticas: “Como todos los objetos matemáticos son infinitos y no pueden imaginarse de otro modo, si queremos elevarnos al máximo simple, utilizando –como ejemplos- objetos finitos, necesitamos considerar primero las figuras matemáticas finitas, con todas sus propiedades y razones; luego, transferir correspondientemente estas razones a las figuras infinitas; y, en tercer lugar, trasladar más hondamente las razones de las figuras infinitas al infinito sencillo, desligado de toda referencia con las figuras mismas. Solo entonces nuestra ignorancia hará entender, en forma incompresible para nosotros que nos fatigamos tras de los enigmas, lo que debemos pensar, del modo más verdadero y preciso, acerca de lo Altísimo.”5
En cierta parte de los Mássimi sistemi , Galileo hace que Sagredo mencione haber observado en los discursos de Aristóteles que, “para probar que el asunto está de esta o esa manera, utilizar la expresión de que esa manera se acomoda a nuestra inteligencia; ya que de otro modo no tendríamos acceso al conocimiento de este o aquel pormenor, o binen porque se echaría a perder el criterio de la filosofía, como si la naturaleza les hiciera antes el cerebro a los hombres, y luego dispusiera las cosas de acuerdo con la capacidad de sus intelectos. Pero yo –opone Sagredo- estimaría más bien que la naturaleza haya hecho las cosas a su manera, y luego haya conferido a los discursos humanos la habilidad de poder entender, aunque sea a duras penas, algo de sus secretos”.6 Es decir, que estamos en alguna forma “sintonizados” con la naturaleza; y esto es lo que nos capacita para justificar nuestro raciocinio, aunque sea muy toscamente, loa fenómenos del mundo físico. La sintonización se efectuaría a través de las matemáticas, que parecen ofrecernos una base permanente para entender y atacar dichos problemas; mientras que estos pertenecen a la naturaleza, las matemáticas –instrumento humano en cuanto característico de nuestro modo de pensar- resulta ser el medio más adecuado para reducir su extrema complicación a una medida en las que nuestro intelecto puede prever sus desarrollos y aprovechar sus efectos.
Descartes, que compartía estas mismas ideas, escribiría más tarde: “Confieso con toda franqueza que la única materia que conozco de las cosas corporales es la que puede dividirse, configurarse y moverse de toda manera, es decir, la que los geómetras llaman la cantidad y toman como objeto de sus demostraciones; que solo considero, en esta materia, sus divisiones, figuras y movimientos; que, en fin, por lo que concierne, no quiero aceptar como verdadero sino lo que se deducirá de ella con evidencia tal que pueda remplazar una demostración matemática.”7
D’ Alambert, en el prefacio a la segunda edición, de 1758, de su célebre Traité de dynamique , anota: “Para tratar, de acuerdo con el método mejor posible, cualquier parte de las matemáticas –incluso podríamos decir: de cualquier ciencia- es preciso no solamente introducir y aplicarle, hasta donde se pueda, conocimientos sacados de las ciencias más abstractas, sino además enfocar el objeto particular de dicha ciencia del modo más abstracto y simple posible: no suponer nada, ni admitir –en este objeto- otras propiedades que no sean las que supone esta ciencia. De aquí resultan dos ventajas: los principios reciben toda la claridad de que son capaces y, por otro lado, se reducen al número mínimo posible; y por tal medio no pueden dejar de adquirir a un mismo tiempo mayor extensión, porque, siendo por necesidad determinado el objeto de una ciencia, sus principios son tanto más fecundos cuanto menor es su cantidad.”8
Esto implica naturalmente un riesgo: que el científico -¡y cuántos hay que así proceden!- preocupado por darle a su problema una solución sencilla y elegante, sesgue la interpretación del mismo, a fin de aplicarle ciertas ecuaciones con las que está familiarizado. Tales científicos –advierte d’ Alembert- deberán primero examinar los principios en sí mismos, sin pensar de antemano en someterlos a la fuerza del cálculo. La geometría, que solo tiene que obedecer a la física cuando se junta con ella, a veces la domina. Si se da el caso de que la cuestión que se pretende examinar resulte ser demasiado complicada para que todos sus elementos puedan introducirse en la modelación analítica que se quiere hacer de ellos, se dejan a un lado los más incómodos, substituyéndolos por otros menos molestos, pero también menos reales; y [luego] uno se admira de llegar –a pesar de una cansada labor- a un resultado que la naturaleza desmiente. Como si, después de haberla disfrazado, mutilado o alterado, una combinación puramente mecánica pudiera devolvérnosla”.9 Palabras muy acordes con el sentir de esa ciencia normal que, desarrollada en el siglo de la Ilustración, orienta todavía hoy nuestra investigación científica.
NICOLÁS DE CUSA, autor del libro “De docta ignorantia” Para Cusano, docta ignorancia significa que desde que la humanidad no puede captar el infinito de una deidad a través del conocimiento racional, los límites de la ciencia tienen que ser aprobada por medio de la especulación. Este modo de investigación desdibuja las fronteras entre la ciencia y la ignorancia. En otras palabras, tanto la razón como una comprensión supra-racional son necesarios para entender a Dios. Esto lleva a la coincidentia oppositorum , una unión de opuestos, una doctrina común en creencias místicas de la Edad Media. Estas ideas influyeron otros eruditos del Renacimiento en día Cusanus ', como Pico della Mirandola . Tomada de: http://es.wikipedia.org/wiki/Nicol%C3%A1s_de_Cusa
“Para los mecánicos, momento significa aquella virtud, aquella fuerza, aquella eficacia, con la cual el motor mueve y el móvil resiste; virtud que depende no solo de la simple gravedad, sino de la velocidad del movimiento, y de las distintas inclinaciones de los espacios sobre los cuales el movimiento se realiza; porque produce más ímpetu un grave que baja en un espacio con mucha pendiente que en otro con menos”.10 Esto anotaba Galileo en la segunda edición de su Discorso intorno alle cose che stanno in su l’acqua. Virtud, fuerza, eficiencia: la mecánica no había establecido todavía su terminología, y era necesario darse a entender de algún modo. La palabra “ímpetu”, hoy en desuso como vocablo técnico, había aparecido en el siglo XIV, probablemente introducida por Jean Buridan, quien pensaba que un cuerpo, una vez puesto en movimiento por una fuerza aplicada instantánea, continúa moviéndose gracias a cierta tendencia interna que posee: el “ímpetu” justamente; en contraste con la doctrina aristotélica de que continúe existiendo, por ejemplo en el aire que rodea al cuerpo, una fuerza externa que lo sigue impulsando. De todos modos, la idea que Galileo quería expresar es que en el “momento” se asocian la masa del cuerpo y su velocidad; lo cual sugiere que equivaldría a lo que hoy llamamos “cantidad de movimiento”, producto de las dos.
En efecto, más adelante Galileo establecía como principio “que pesos iguales entre sí, pero asociados con velocidades desiguales, son de fuerza, momento y virtud desiguales; y más potente el más veloz, según la proporción de su velocidad con la del otro. Un ejemplo sumamente apropiado de esto lo tenemos en la libra o romana, de brazos desiguales, porque pesos absolutamente iguales colgados de ellos no cargan ni hacen fuerza por igual, sino que aquel que está más lejos del centro alrededor del cual la romana se mueve, baja, levantando al otro: y el movimiento del peso que sube es lento, el del otro veloz. La fuerza y virtud que la velocidad del movimiento confiere al móvil que la recibe son tales. Que pueden compensar cabalmente otro tanto peso que se le agregará al móvil más lento; así que, si uno de los brazos de la romana fuese diez veces más largo que el otro,… un peso ubicado en la distancia mayor podrá sostener y equilibrar otro diez veces más pesado… De modo que podemos aceptar como certísima la suposición de que pesos desiguales se equilibran mutuamente, y se vuelven de iguales momentos, toda vez que sus gravedades responden con proporción contraría a las velocidades de sus movimientos; a saber, que cuanto menos pesa uno que el otro, tanto más velozmente debe estarse moviendo”11
En 1644, Elsevier publicaba en Amsterdam Les principes de de la philosophie de René descartes, libro dedicado a la princesa Isabel de Bohemia, su gran amiga y alumna elegida. En la segunda parte, titulada “Los principios de las cosas materiales” se trata el choque entre cuerpos, fenómeno cuyos efectos pueden explicarse, considerando que entre los cuerpos mismos tengan lugar un intercambio de cantidad de movimiento. Pero esto Descartes lo deduce de un asombroso principio general: que Dios es la causa primera del movimiento, y que, en el universo, conserva siempre una misma cantidad de él. (Aquí, como veremos, al decir “movimiento” se entiende “cantidad” del mismo). Y explica dicho principio así: “Luego de haber examinado la naturaleza del movimiento, hace falta considerar su causa, y como se la puede tomar de dos maneras, empezaremos por la primera y más universal, que produce generalmente todos los movimientos que hay en el mundo… Con respecto a la primera, me parece evidente que la única causa es Dios, quien, por ser todopoderoso, ha creado la materia con movimiento y reposo, y ahora, por su intervención ordinaria, mantiene en el universo tanto movimiento y reposo cuanto le introdujo al crearlo. Porque, aunque el movimiento no sea sino una modalidad de la materia que se mueve, esta posee una cierta cantidad de él que nunca aumenta ni disminuye, pese a que algunas de sus partes contengan a veces más, otras menos. Es por esto que, cuando una parte de la materia se mueve dos veces más rápido que otra, mientras que esta última es dos veces mayor que la primera, tenemos que pensar que hay igual cantidad de movimiento en la menor que en la mayor; y que todas las veces que el movimiento de cierta parte disminuye, el de alguna otra parte crece en proporción. Conocemos además que es perfección de Dios no solamente [el hecho] de que es inconmovible en su naturaleza, sino también [el] de que actúa de una manera que nunca cambia… De donde sigue que, habiendo él movido de modos diferentes las partes de la materia cuando las creó, y manteniéndolas todas de la misma manera y con las mismas leyes que les hizo observar al crearlas, conserva permanentemente en dicha materia una igual cantidad de movimiento.”12
Más de 40 años después, Isaac Newton daba comienzo a sus Principia, definiendo, una después de otra, “cantidad de materia” y “cantidad de movimiento”. Con respecto a esta última, escribiría:
“Definición II: La cantidad de movimiento es la medida del mismo, que resulta de la velocidad y la cantidad de materia juntas. El movimiento del conjunto es la suma de los movimientos de todas sus partes; y, por tanto, en un cuerpo doble en cantidad, con igual velocidad, el movimiento es doble; con velocidad doble, es cuádruple.”
Este concepto era esencial para Newton, pues le permite establecer su famosa
“Ley II. El cambio de [cantidad de] movimiento es proporcional a la fuerza motriz aplicada”13 , que ahora expresamos así: la fuerza es el producto de la masa por la aceleración. Pero la presencia de la definición de cantidad de movimiento en la primera página del tratado dio a este concepto una notoriedad tal,que indujo a a mucha gente a utilizarlo en la resolución de problemas mecánico y hasta hidráulicos. “Al estar estudiando el célebre Tratado de los Principios Matemáticos de Newton –escribía en 1733 el “patricio de Luca” Tomaso Narducci- me quedó grabada la segunda definición, que él refiere a la cantidad de movimiento, donde dice que dicha cantidad es el producto de la masa por la velocidad. Luego comencé a pensar cuánta sería la utilidad de esta propiedad si se aplicara a las aguas, cuya fuerza, así como resulta espantosa en los destrozos que trae consigo e un curso rápido y persistente contra defensas o bordos de los ríos, igualmente, cuando se la conoce con claridad y se maneja con sensata economía, se vuelve muy útil y necesaria para la vida y comercio de los hombres.”14
ç¡Ay de mí! He aquí uno de esos señores –contra los cuales nos ponía en guardia d’Alembert- que, en vez de analizar el fenómeno y luego buscar las matemáticas necesarias, primero se prenden de una fórmula y después se empeñan –para bien o para mal- en aplicarla al problema que los inquieta. Pronto veremos qué éxito tienen tales procedimientos.
“Mil veces he observado las oscilaciones, en particular de las lámparas que en algunas iglesias penden de cuerdas larguísimas, cuando inadvertidamente alguien las mueve –menciona en cierta ocasión Sagredo en las Nuevas Ciencias. Pero lo más que he podido sacar de tales observaciones ha sido la improbabilidad de la opinión de quienes pretenden que es el medio –o sea, el aire- el que mantiene y continúa semejantes movimientos; porque me parece que en este caso el aire debería tener un gran discernimiento, y al mismo tiempo muy poco que hacer, para gastar horas y horas de tiempo en empujar con tanta regularidad, hacia acá y hacía allá, un peso en suspensión.”15 Muchos, no solo Galileo, habrán contemplado, desde la antigüedad más remota, objetos colgados de una cuerda balanceándose en el aire. Pero, ¿qué era lo que ellos “veían”? Como observa Khun, el aristotélico –para quien la tendencia de los cuerpos pesados es bajar hasta alcanzar su reposo natural- veía en las oscilaciones un modo de caer, difícil debido al vínculo con la cuerda; por tanto, las características esenciales de esa suerte de movimiento serían probablemente el peso y tamaño del objeto, la altura desde la cual caía y el tiempo de caída; eventualmente, también la resistencia del medio ambiente. Por el contrario, Galileo vio en la lámpara oscilante al péndulo: un cuerpo que se guía repitiendo indefinidamente el vaivén, pero reduciendo siempre más amplitud; así que, para él, las características esenciales eran la longitud del hilo de suspensión y la amplitud de la oscilación.
En un principio, debió considerar también el peso del cuerpo oscilante; sin embargo, lo descartó pronto, al descubrir el isocronismo de las oscilaciones, o sea que estas, aun siendo de amplitud diferente, se realizan poco más o menos en el mismo tiempo. Halló una justificación de este hecho singular en las leyes de la caída de los graves; precisamente en el Teorema VI, que le aseguraba que las caídas por las cuerdas CB y EB de la figura 23 [ver II.1 Chorros] se llevaban a cabo en un mismo tiempo. Claro las cuerdas no son los arcos; entonces, acudió al experimento, donde comprobó que también los arcos “se recorren todos en tiempos iguales, pero más breves que los tiempos de trayecto por las cuerdas; hecho que parece maravilloso, ya que a primera vista se siente que debería suceder lo contrario”. Además, Galileo entendió el efecto del largo del hilo: “En cuanto a la proporción de los tiempos de las oscilaciones de móviles pendientes de hilos de longitud diferentes, esos tiempos están en la misma proporción que las raíces cuadradas de las longitudes de los hilos, o, si se prefiere, las longitudes están en proporción de la segunda potencia de los tiempos. De modo que, si se quiere, por ejemplo, que el tiempo de una oscilación de un péndulo seo doble del tiempo de oscilación de otro, es necesario que la longitud del hilo que aquel sea cuádruple de la longitud del hilo de este.”16
Pero el péndulo le permitió a Galileo llegar más allá. Hincando un clavo A en una pared vertical (fig. 99), le amarró un hilo muy delgado, del cual colgó luego una bola de plomo C. Trazada sobre la pared la horizontal CD, comprobó que, al soltar la bola en C, esta recorría el arco CBD, alcanzando casi el punto D. Después, fijando en la pared otro clavo E, sobre la vertical por A, al soltar nuevamente la bola en C pudo comprobar que, atorándose el hilo en E, aquella subía por el arco BG, alcanzando casi el punto G. Igualmente, si el segundo clavo se fijaba en F, la bola llegaba a I. Si por fin este clavo quedaba tan bajo que la bola no podía elevarse hasta el nivel DC, el hilo daba vueltas alrededor del clavo y se enroscaba en él. Galileo comenta: “Siendo los dos arcos CB, DB iguales, y ubicados de modo semejante, el momentum adquirido en la caída a través del arco CB es el mismo que el que se produce durante el descenso por el arco DB; pero el momentum adquirido en B a través del arco CB es capaz de elevar el mismo móvil por el arco BD; por consiguiente, también el momentum adquirido en la caída de DB es igual a aquel que eleva el mismo móvil por el mismo arco, de B hasta D. De manera que, en general, todo momentum adquirido por la caída a lo largo de un arco es igual a aquel que puede hacer que el mismo móvil vuelva a subir por el mismo arco. Aún más: todos los momenta que vuelven a elevar la bola por los arcos BD, BG, BI, son iguales, porque resultan del mismo idéntico momentum adquirido por la caída en CB, como muestra el experimento: por consiguiente, todos los momenta adquiridos por las caídas siguiendo los arcos DB, GB, DB, son iguales.”17
Evidentemente, el momentum (plural: momenta) que aquí menciona Galileo nada tiene que ver con el momento que cita en el Discorso interno alle cose che stanno in su l’acqua. A ese lo pudimos identificar con la actual cantidad de movimiento, producto de la masa por la velocidad: por el contrario, en el caso de la figura 99, como el tiempo requerido para recorrer cierto arco es proporcional a la raíz cuadrada de la longitud de hilo (o sea, de su radio) y la longitud del arco es proporcional al radio, la velocidad de la bola –razón entre el espacio y el tiempo- será también proporcional a la raíz del radio; por tanto, la bola, cuya masa no cambia, llegará con velocidades distintas, y luego con momentos distintos, a las posiciones D, G, I. Pero, afirma Galileo, sus momenta serán los mismos. ¿Qué representa entonces el momentum? Evidentemente, la energía, que, adquirida en la bajada, se gasta en la subida, permitiendo que el móvil vuelva a su nivel original.
Galileo tenía una concepción muy clara de esto. En una nota manuscrita que nos queda de él, leemos: “Me refiero a ese individuo que es tan cándido que quiere levantar por bombeo una cantidad de agua suficiente para que, al caer, ponga en movimiento un molino que, cuando se le aplicó [directamente] la fuerza que se emplea para elevar el agua, no pudo funcionar: ¿es posible que tú creas que el agua pueda devolverte más fuerza de la que le entregas? ¿Es posible que no entiendas que esa fuerza que le fue suficiente para levantar el agua bastará para mover la muela?”18
Los relojes que antes solo se instalaban en las torres –complicados armatostes con mecanismo de acero, accionados por enormes pesas- en el siglo XVI ya habían ingresado en las casas más pudientes. Sostenidos o colgados de la pared (por eso se le llamaba “linternas de ménsulas” o “jaulas de pájaro”) funcionaban también por pesas, o bien por resortes espirales. La carga, que consistía en levantar la pesa o apretar el resorte, había que dársela cada 12 ó –en los más perfeccionados- cada 24 horas. Tenían una sola manecilla; de hecho, su precisión no importaba mucho (hasta dos horas diarias de avance o retardo eran aceptables), porque el reloj de pared era entonces una pieza de lujo, admirada sobre todo por su valor ornamental y el prestigio que su presencia confería a la morada.
El descubrimiento de la ley del isocronismo sugería la conveniencia de utilizar el péndulo para medir exactamente el tiempo; pero a Galileo poco le interesaban los mecanismos. No sucedió lo mismo con Christian Huygens, que nació cuando Galileo tenía 65 años. Su padre, el gran amigo de Descartes, le había enseñado música, aritmética, geografía, y muy pronto le había familiarizado con las máquinas, las cuales encantaban al muchacho. Encerrado en el taller con su hermano mayor –que se llamaba Constantijn como el padre- componían engranes y resortes para producir mecanismos dotados de los movimientos más curiosos. Con el paso del tiempo, llegó a construir un autómata planetario, que reproducía todos los movimientos de los planetas y sus satélites. A un joven así no se le podía escapar la construcción del reloj de péndulo, y la realizó cuando aún no cumplía los 30 años, mucho antes de mudarse a París.
Pero la péndola de un reloj no puede consistir en un hilo y una bolita; para reducir la resistencia del aire, debe tener un disco bastante grande, colgando de una barra rígida. Esta sustitución del “péndulo simple” por un “péndulo compuesto” complicaba el cálculo de la frecuencia de su oscilación.
Después de resolver matemáticamente el problema al seguir el movimiento del centro de gravedad del cuerpo, a Huygens le quedó la curiosidad de profundizarlo más: suponiendo que lo que oscila sea el conjunto de una gran cantidad de cuerpos que bajen de algún modo, por su propio peso, todos juntos, y luego vuelvan a subir por separado, cada uno impulsado hacia arriba con la velocidad adquirida en el descenso, ¿qué ocurrirá con el centro de gravedad del sistema? Huygens, excelente matemático, hacía un planteamiento muy general del problema, porque al decir “de algún modo”, aceptaba la posibilidad de que los cuerpos al bajar chocaran unos con otros, o se empujaran, o actuaran mutuamente en cualquier otra forma.
Ahora, se sabe que la distancia recorrida en cierta dirección por el centro de gravedad de un sistema de cuerpos como el mencionado, se determina sumando los productos de la masa de cada cuerpo por la distancia que él recorre en la dirección mencionada, y dividiendo este resultado entre la suma de las masas. Por otro lado, de acuerdo con los teoremas de Galileo, el recorrido de cada cuerpo pesado en su subida es proporcional al cuadrado de la velocidad adquirida por él al caer libremente (principio del cual, como sabemos, salió el teorema de Torricelli). Por tanto, Huygens concluyó que las velocidades de los diferentes cuerpos del sistema tienen que ser tales, que la suma de los productos de sus cuadrados por las masas respectivas resulte siempre la misma en cada instante, ya que el conjunto baje o suba.
Este importante principio parecía inicialmente un simple teorema de mecánica. Pero luego, Leibniz vio una especie de fuerza en el producto del cuadrado de la velocidad por la masa, y la llamó “fuerza viva”, ya que acompaña al cuerpo en su movimiento (se consideraba “fuerza muerta” las presiones, que actúan sin que ningún movimiento se produzca); y Johann Bernoulli reinterpretó el resultado de Huygens como la ley general de la naturaleza, según la cual la suma de las fuerzas vivas de un conjunto de cuerpos se conserva siempre la misma, mientras dichos cuerpos actúen unos sobre otros por simples presiones; e igual a la que resulta de la acción de las fuerzas que mueven a los cuerpos mismos. Así nació el célebre principio de conservación de las fuerzas vivas.19
“Es increíble cuánta utilidad pude tener esta hipótesis en la filosofía mecánica”20, escribe Daniel Bernoulli, quien, como hemos visto, empleó mucho este principio. El prefería la interpretación original de Huygens, que con símbolos modernos podemos explicar así: sean mi (i=1,2,…n) las masas de los cuerpos, yi los recorridos respectivos, Vi sus velocidades. Por definición, el recorrido yo del centro de gravedad G es
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