Agua

Hidrostática

No existe tal vez rama de la ingeniería que posea una historia tan rica como la hidráulica. Precisión de disponer para satisfacer necesidades básicas corporales y domésticas; utilización de vías marítimas o fluviales para el transporte, y cruce de ellas; irrigación de cultivos; defensa contra las inundaciones; aprovechamiento de la energía de corrientes; todo esto ha forzado al hombre, desde los tiempos más antiguos, a vérselas con el agua. No ha sido un trato fácil. El habitante urbano que la observa a diario, dócil a sus necesidades, bajar mansa de la llave, no tiene de su idiosincrasia. No imagina con cuánta paciencia y astucia hay que manejar a esta nuestra amiga-enemiga; cuán a fondo hay que entender su índole altiva para poder someterla y doblegarla; cómo hay que “dorarle la píldora” para reducirla a nuestra voluntad, respetando –sin embargo- la suya. Por eso, el hidráulico ha de ser, ante todo. Algo así como un psicólogo del agua, conocedor profundo de su naturaleza.

En efecto, no es con violencia como se puede hurtar sus secretos, sino con amor; con esa comprensión que se deriva de una larga convivencia con ella, tan larga, que ni la vida de un individuo, ni la de muchas generaciones, es suficiente. Hay que atesorar todo lo que la humanidad ha venido aprendiendo, a veces a costa suyo, dejándose sorprender; otras al intentar precaverse, realizando observaciones, ensayos, cálculos. Estos es lo que tratan de hacer los libros de texto, en los que se refiere a esos aspectos de la hidráulica que se considera pueden requerirse en su práctica actual. Sin embargo, dichos libros, con todos sus méritos, adolecen por lo general de un defecto: crear la ilusión de de una ciencia demasiado madura y segura de sí misma; que, algo alejada – a veces – de fenómenos que pretende dominar, olvida las limitaciones de sus principios y adquisiciones y hace que parezcan duraderos muchos de los que algún día, tal vez muy cercano, podrían ser puestos en duda o refutados.

De aquí el interés de someter la hidráulica a un examen retrospectivo, para descubrir cómo su evolución paulatina pasó a través de perplejidades y tropiezos, errores y aciertos, disputas; propuestas, aceptaciones y rechazo de hipótesis: transitoriedad y permanencia de teorías; para verla crecer desarrollarse hasta adquirir casi las características de ciencia exacta, y llegar a ser lo que hoy en día; sin perder la noción de la distancia que media entre lo que son realmente los fenómenos que pretendemos dominar y la interpretación que de los modelos de que disponemos – ya sea matemáticos o físicos – permiten darles.

Una reseña de este tipo revela, en las teorías existentes actualmente, el resultado de un largo y cansado proceso de desarrollo, con repetidos intentos de explicar racionalmente lo que la naturaleza sugiere, corregidos y perfeccionados a través de observaciones y mediciones más o menos precisas. Descubre los retrasos que pueden ocasionar un sesgo mental, como la preeminencia que los griegos atribuían al pensamiento sobre la experimentación; o bien un mal entendimiento de la esencia de fuerza y energía. Manifiesta el hecho de que fenómenos que, a pesar de ser relativamente secundarios han alcanzado popularidad – como el desagüe por un orificio – pueden acaparar, durante siglos, dedicación y esfuerzo de los mejores investigadores; mientras que otros mucho más importantes – por ejemplo, el efecto de la rugosidad del conducto sobre el escurrimiento – se dejan a un lado, pues se carece de una técnica de ataque adecuada. Delata casos donde se aceptan con toda buena fe principios que contradicen al sentido común más elemental – por ejemplo, la distribución parabólica invertida de las velocidades en un canal -, tan solo por una interpretación discutible de lo expuesto en un tratado famoso; y cómo conceptos erróneos así originados pueden transmitirse de un autor a otro, durante largo tiempo. Por encima de todo, entender la hidráulica a través de su evolución ayuda a apreciar debidamente lo que hoy tenemos, y vislumbrar cuánto falta por hacer todavía.

El mayor enemigo del hombre actual parece ser no la bomba atómica, sino la ignorancia. No me refiero a la de los analfabetos, quienes más bien, por no saber leer, quedan inmunes a cierto tipo de propaganda y, por consiguiente, mejor capacitados para pensar y sentir en forma autónoma; aludo a la ignorancia de quienes hemos estudiado y creemos saber. Se trata de una ignorancia curiosa, fruto quizás de exceso de información. Nunca hemos tenido a nuestro alcance tantos conocimientos como hoy en día; pero son conocimientos prefabricados, que se ofrecen reunidos y sintetizados en enciclopedias, audiovisuales, programas de cómputo; que se tragan como píldoras, sin valuar cuánto de cierto o dudoso, efímero o permanente, hay en ellos. Mirar al presente olvidando el pasado nos vuelve demasiado seguros de nosotros mismos y, por tanto, inermes frente a un posible fracaso.

Un vistazo hacia atrás es refrescante y provechoso. Resulta cautivador seguir la actividad de la mente de un investigador genial cuando se enfrenta con los desafíos del mundo que le rodea. Descubrimientos e invenciones se manifiestan más vivos e inteligibles en boca de su creador que en cien libros de texto. A los grandes, hay que escucharlos: “Llegada la noche –confesaba Maquiavelo a Francesco Vettori- regreso a casa y entro en mi estudio; y en la puerta me despojo de ese traje cotidiano, lleno de cieno y lodo, y me pongo paños reales y curiales; y, vestido convenientemente, ingreso en las antiguas cortes de los hombres antiguos, donde, recibidos amorosamente por ellos, pazco ese alimento que solo es mío, y yo nací para el donde me avergüenzo de hablar de ellos y preguntarles la razón de sus acciones; y aquellos, por su humanidad me contestan; y, en cuatro horas de tiempo, no siento aburrimiento, olvido todo afán, no me asusta la muerte: todo me transfiero en ellos.”

Por eso me he propuesto seguir la evolución de la hidráulica en sus vicisitudes, interrogando a quienes, fascinados por ella, se hicieron sus esclavos: filósofos y matemáticos, médicos e ingenieros; algunos atraídos por mero interés científico, otros para servir a sus semejantes. Sus hallazgos estuvieron ligados con la herencia recibida y las condiciones de su tiempo, medio ambiente y preparación, que he intentado –en lo posible- reconstruir. No pretendo haber agotado el tema, ni he sido del todo imparcial: los tópicos escogidos son aquellos que la experiencia y la afición me han sugerido; los autores, aquellos a los que he tenido acceso. El lector descubrirá fácilmente mi predilección por ciertos personajes, en primer lugar Galileo, de cuy pensamiento y escuela nació lo que puede considerarse una hidráulica racional, digna del nombre de ciencia; y me perdonará cuando, al encontrarme con uno de mis héroes, me detengo, callo, e invito a que se le escuche.

Quisiera que quien lee vuelva a vivir conmigo esa empresa ciclópea que ha sido llevar la hidráulica al estado en que hoy se encuentra, aprecie sus logros y, -al mismo tiempo- reconozca el camino que falta por andar. Me agradaría que el estudiante note lo jóvenes de poco más de veinte años –Newton, Bernoulli, Lagrange- fueron capaces de realizar, a veces en condiciones más adversas que las que nos rodean; que el ingeniero valore mayormente la ciencia de que dispone; que el investigador penetre el pensamiento de los colegas que lo precedieron, sus dudas y certezas, éxitos, y –sobretodo- esos fracasos que hoy se prefieren callar, pero los cuales tanto se aprende; que el lector que no es ni estudiante, ni ingeniero, ni investigador, sino que tiene alguna afición por lo que el agua representa para la humanidad y los problemas que le plantea, se dé cuenta de lo que la hidráulica es y nos ha costado. En general, he evitado expresar mi juicio acerca de las posibles causas de resultados dudosos o falsos, ya sean teóricos o experimentales, obtenidos por ciertos investigadores; pero he presentado toda la información que he podido hallar acerca de las hipótesis en que se han apoyado los primeros, y de las condiciones en que los segundos fueron realizados. Invito a los jóvenes a que intenten explicar ellos mismos las razones de las dificultades encontradas y dirimir las controversias, repitiendo –si es necesario- los experimentos descritos.

En la bibliografía, al final del libro, no aparece citada una obra, la cual, aun no correspondiéndole referencia explicitas, merece una mención muy especial: la History of hydraulics, de Hunter Rouse y Simon Ince; obra sumamente valiosa, cuya ayuda ha facilitado mucho mi trabajo.

Agradezco al Instituto de Ingeniería de la UNAM el patrocinio; al Instituto de Hidráulica del Politécnico de Milán –en particular, a su director Duilio Citrini- las facilidades que se me otorgaron para la consulta y reproducción de valiosas pertenencias de su biblioteca; a Patricia Peña la obtención de copias de otros documentos antiguos; finalmente, a Alfonso Gutiérrez, Pedro Saucedo y René Olvera su ayuda en la preparación de las figuras, a Margarita López Herranz la revisión de estilo, y a Rosario Enciso la transcripción mecanográfica –labores realizadas por todos ellos con interés, dedicación y cariño.

México, D.F., diciembre 1985

Enzo Levi

El matemático

Siracusa, perla de Sicilia. Si, cruzada la esplendida bahía toda luz y azul y desembarcando en el puerto, penetramos por las calles angostas y tortuosas a la ciudad vieja, nos encontramos con el templo de Atenea, que todavía asoma sus poderosas columnas dóricas entre las paredes externas de la catedral; y si subimos un poco más llegamos a la plaza a la plaza principal, irregular y toda en pendiente, encerrada por antiguas casas altas, con una fuente en medio. Es el corazón del centro histórico, allí donde los ancianos se reúnen a cometer los sucesos del día; su nombre, Plaza Arquímedes, recuerda al hijo más ilustre de la ciudad.
Porque Arquímedes nació en Siracusa, en el año 287 a C. Esta era entonces una ciudad libre, a cuatro siglos y medio de haber sido fundada por conquistadores llegados de Corinto, en la angosta isla de Ortigia que cierra al norte la bahía; bahía que los aborígenes poco apreciaban, mientras que para los corintos, navegantes expertos, resultaba de inestimable valor como abrigo de sus barcos y base para sus comercios. Es interesante notar que el tiempo que había transcurrido entonces desde la conquista corintia equivale al que media entre nosotros y el desembarco de Hernán Cortés; y como a nosotros nos separa algo así como siglo y medio de la independencia, un lapso de tiempo equiparable era el que había pasado desde la sonada derrota que Siracusa había infligido a Atenas, acabando con sus pretensiones coloniales. Como a México de España, a Siracusa le quedaban de Grecia religión e idioma; pero afirmar, como muchos hacen, que Arquímedes era griego sería igual que pretender que un mexicano sea español.
Lo mismo que a Leonardo da Vinci, otro inventor extraordinario, a Arquímedes se le recuerda como hombre anciano: Leonardo, por el célebre autorretrato que así lo representa; Arquímedes, por haber dirigido a los 75 años de edad la defensa de su ciudad en contra de los romanos. Ninguna noticia nos ha llegado acerca de su juventud. Sin embargo, considerando la costumbre griega de expresar en el nombre del recién nacido lo que se desea de o para él, intentaremos sacar alguna información del nombre que este personaje recibió: Arquímedes (o mejor Arquimedes, con el acento sobre la e, como se pronuncia en griego) parece provenir del verbo épico “medomai”, que significa meditar, combinado con el prefijo “arqui” (archi en castellano), que denota preeminencia o superioridad; por tanto, expresaría el anhelo de ver en el hijo a un gran hombre de ciencia, lo cual resulta plausible si se considera que Fidias, su padre, era astrónomo. Es, pues, factible creer que Fideas debió concentrar todos sus esfuerzos en la educación de un hijo con un nombre así, haciéndole presenciar sus observaciones del cielo, enseñándole las matemáticas que conocía y llevándolo a debates con colegas y discípulos.
Me agrada imaginar Arquímedes joven, cerca de la fuente de Aretusa que, entonces como hoy, brotaba entre papiros con incesante murmullo, dando la espalda al templo de Atenea, a la sazón abierto a la vista de los marineros que se acercaban a la ciudad, y contemplando pensativo el movimiento incesante del mar. Lo concibo observando los barcos allí atracados que, con sus velas recogidas, se mecían por el suave oleaje, y preguntándose acerca del maravilloso fenómeno de flotación. Debía de haber navíos cartagineses, haciendo escala en su periplo comercial alrededor del Mediterráneo, y leños multicolores llegados del puerto de Alejandría, frente al cual, en la isla de Faro, se había concluido recientemente la construcción de la célebre torre, guía de la navegación, tan elevada y resplandeciente que en las noches su luz se alcanzaba a ver desde veintiocho millas de distancia.
¡Cuánto debía desear el joven Arquímedes subir a uno de esos barcos para ir a dicha ciudad, a reunirse con los discípulos de Euclides!
En efecto, en ese entonces Alejandría era el más grande centro científico del mundo; poseía una Biblioteca, con más de trescientos mil volúmenes, y un “Museo” –centro llamado así por estar dedicado a las Musas – donde sabios de todas partes, contratadas por el gobierno egipcio, se dedicaban a la investigación y a la enseñanza. Allí estaba justamente Euclides, el maestro de maestros, cuyos célebres Elementos reunían en orden lógico todo el saber de los griegos acerca de las figuras y demostraciones que se efectúan con regla y compás.
Arquímedes consiguió realizar su sueño. A su llegada, el viejo Euclides había fallecido; pero su escuela continuaba activa con Cánon de Samos, que se murió prematuramente y a quien Arquímedes estimo sobremanera, y luego con Dositeo y Erastóstenes, Con estos dos compañeros suyos trabó una estrecha amistad y, ya de regreso a Siracusa, mantuvo correspondencia, comunicándoles los resultados de sus investigaciones matemáticas. A Dositeo dedicó los libros en que determinaba el área del segmento paraboloide de revolución; también, aquel en que analizaba las propiedades de esa espiral que lleva su nombre. A Eratóstenes ofreció el pequeña tratado Del método, en el cual revela un artificio mecánico que utilizaba para un primer acercamiento a la resolución de problemas de áreas y volúmenes de nuevas figuras geométricas y para determinar sus centros de gravedad. El artificio consistía en equilibrar en una báscula imaginaria la figura de características desconocidas con una conocida, pero dividiendo la primea en tajadas infinitesimales y sobreponiéndolas todas, a modo de no tener dudas acerca de la posición del centro de gravedad correspondiente. Esto, que podría parecernos perfectamente valido hoy en día, Arquímedes lo consideraba un ardid: “Algunas cosas” reconocía “primero se me aclararon gracias a un método mecánico, aunque luego tuve que comprobarlas geométricamente, en cuanto su investigación por dicho método no proveyó ninguna demostración efectiva.”1
Durante más de mil años, se sospechó la existencia de estos procedimientos heurísticos, sin poderla comprobar, aunque aun sabiendo que el Método había sido escrito, se creía, como otras obras, irremediablemente perdido. En 1906 Heigerg, filósofo danés, fue a Estambul para estudiar un pergamino del cual había leído una breve descripción en una relación sobre libros provenientes de la biblioteca del monasterio del Santo Sepulcro de Jerusalén, descripción que lo inducía a suponer que ese pergamino contendría obras de Arquímedes. De hecho se trataba de un palimpsesto, o sea, un manuscrito antiguo que había sido borrado, sobre el cual se había escrito luego un devocionario. Felizmente, solo se había conseguido una obliteración perfecta en una decena de hojas. Con cierto esfuerzo y con auxilio de de una buena lupa, se descubrió allí el Método, así como el original griego de buena parte de la obra De los cuerpos flotantes, de la que únicamente se concia una traducción latina; escritos que a los buenos monjes no les interesaban, pero que son fundamentales para nosotros.
A veces, Arquímedes comunicaba sus Teoremas a sus amigos omitiendo la demostración, para proporcionarles el placer de descubrirla, porque la demostración correcta y rigurosa era, y es todavía, el orgullo del matemático. Al respecto, Arquímedes no consideraba a nadie más reprobable que aquel que “pretende haber descubierto todo, pero no ofrece demostraciones”.2 Intransigente en esto hasta el punto de gastar la broma de comunicar proposiciones falsas para ver quién caía en la trampa de aceptarlas como válidas, Arquímedes era por otro lado sencillo y modesto, siempre dispuesto a enseñar a los demás, descubriéndoles sus técnicas y métodos; sus escritos, en el dialogo dórico de los conquistadores, eran llanos y sin pretensiones.
Sin embargo, sus investigaciones matemáticas constituyeron por lo general una novedad absoluta: Arquímedes cerraba la época de la regla y el compás, que Pitágoras había señalado como pautas de la geometría, y abría, él solo, la era de la computación digital, el álgebra y el cálculo integral. Determinó, con excelente aproximación, que Π está entre 317 y 31071 , y, con objeto de demostrar que el número de granos de arena no es infinito, calculó cuantos podrían caber en todo el universo, considerando como la esfera en la cual Aristarco supone que están engastadas las estrellas; halló que, para llenarlo, bastarían menos de 1063 granos.
Sin precursores, las obras matemáticas de Arquímedes tampoco tuvieron sucesores, hasta Torricelli Y Fermat. Su estilo es insuperable. “La revelación gradual del plano de ataque –escribe Heath3- la ordenación magistral de las proposiciones, la eliminación sistemática de todo lo que no es de utilidad inmediata para el objetivo, el acabado de todo el conjunto, son tan impresionantes en su perfección que crean una sensación como de reverencia en la mente del lector.”

Aristarco de Samo y ángulo entre el sol y la luna; tomado de WIKIPEDIALa enciclopedia libre

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La corona adulterada

Vitruvio, arquitecto romano de la época de Augusto, dejó escrito el relato de la corona de Hierón II, rey de Siracusa. Habiéndose este príncipe propuesto, para agradecer a los dioses, ofrecerles una corona, la encargó a cierto artesano, proveyéndole del oro necesario. Este, en la fecha convenida, entregó la corona perfectamente ejecutada. Llegaron, sin embargo, al rey unos chismes de que el artífice se había quedado con parte del oro, remplazándolo, el interior de la pieza, por un peso igual de plata. Como no sabía la manera de comprobar el fraude sin dañar la obra, el rey llamó al archi-meditador y le pidió que resolviera el problema; este se fue pensativo y durante varios días estuvo dando vueltas al asunto en su cabeza.
La gente del pueblo, fascinada por la personalidad de los matemáticos, cuyo raciocinio no puede entender, suele transmitir de generación en generación anécdotas acerca de sus distracciones. Así, de Newton se cuenta que, al querer cocer un huevo controlando el tiempo, echó al agua hirviendo su reloj y esperó con el huevo en la mano. En otra ocasión, se dice, había invitado a un amigo a comer, pero se olvidó del asunto; el amigo, que halló la mesa preparada, luego de una larga espera comió su porción y se fue; al llegar Newton más tarde, viendo el almuerzo parcialmente consumido, comentó: “que raro, no recordaba haber ya almorzado”, y se regresó a su trabajo.4
En nuestro caso, la tradición sostiene que Arquímedes, estando en un baño público, encontró la solución al problema del rey y que luego, igualmente distraído, se lanzó desnudo a la calle y corriendo hacia su casa, gritando “eureka, eureka”, o sea “lo he hallado, lo he hallado”.
Vitruvio afirma que la inspiración le vino al considerar cómo, a medida que él se sumergía en la pila, un volumen igual de agua se desbordaba; de lo cual infiere que Arquímedes habría utilizado el agua desalojada para medir volúmenes, y que, medidos así los de la corona y de dos masas de oro y de plata respectivamente, del mismo peso que la primera, habría determinado por proporciones volumétricas cuánto oro y plata contenía la joya. 5 Pero eso de medir el agua desbordada no es fácil ni elegante; por ello, es muy probable que una mente tan aguda haya llegado mucho más allá. Su descubrimiento de entonces podría ser el mismísimo principio que todos conocen bajo su nombre, o sea, que el peso de un cuerpo metido dentro de un fluido disminuye en una cantidad igual al peso del fluido desplazado.
En efecto, existe un poema titulado De ponderibus et mensuribus (De los pesos y las medidas), escrito por allá del año 500 de nuestra era, que sugiere la solución siguiente 6. Sea P el peso de la corona, P0 el de su parte en oro, Pp el de su parte en plata, si la hay. Entonces

P = P 0 + P p   

Tómese ahora una masa de oro y otra de plata, cuyos pesos sean iguales a P, y pésense manteniéndolas sumergidas en agua. Se obtendrán los pesos reducidos P-F0 , P-Fp, respectivamente; de donde se desprende que el peso de agua desplazado por la porción de oro de la corona será (P0/P)F0, el desplazado por la de plata será (Pp/P)Fp, siendo la suma de ellos el peso F del agua desplazada por toda la corona. Teniendo en cuenta la ecuación 1, resulta que


Y, dividiendo todo entre Pp y despejando,


Por tanto bastaría con haber pesado las masas de oro y plata y la corona dentro del agua y determinar por diferencia con P las respectivas variaciones de peso F, F0 , Fp, para poder deducir por medio de la ecuación 2 qué proporción de oro hay en la corona.

Diccionario Histórico, donde se encuentra De ponderibus et mensuribus; obtenido de http://books.google.com.mx/


Nace la Hidrostática

¿Por qué ciertos cuerpos flotan y otros se hunden?. Para contestar a esta pregunta, Arquímedes creó la hidrostática. Se trata de un invento exclusivamente suyo, que salio de su cerebro hecho y derecho, como Palas Atenea de la cabeza de Zeus, y que está expuesto en el pequeño tratado perioconmenwn (De los cuerpos flotantes), conjunto de dos libros en los que la materia se presenta con lógica impecable, como si fuese geometría.7
Dándose cuenta de que la característica física fundamental de los fluidos, por lo que a su estática se refiere, es la presión, empieza el primer libro postulando, o sea admitiendo sin demostrar, dos propiedades de ella: siempre que el fluido sea continuo y uniforme, a) si hay diferencia de presiones entre dos partes contiguas, la de mayor presión empuja hacia delante a la de menor y b) cada una de las partes está sujeta a la presión del fluido que está encima (en dirección vertical). Luego establece como base de toda su teoría una proposición genial: que la superficie libre de todo fluido en reposo es una esfera cuyo centro es el centro de la tierra.

Para demostrarlo, después de haber comprobado que la superficie que todo plano que pasa por un punto dado corta en una circunferencia es necesariamente una esfera con centro en dicho punto, acepta, por reducción al absurdo, que hay un plano que pasa por el centro O de la tierra que corta la superficie libre del fluido según una curva ABCD que no sea una circunferencia, es decir que tenga puntos que disten más que otros del punto O (fig. 1). Por tanto, una circunferencia EBCF cuyo radio OB sea de una longitud intermedia dejará parte del fluido dentro y parte afuera. Trácese el radio OG de modo tal que el ángulo BOG sea igual al EOB y sea H su intersección con la superficie fluida. Descrito un arco PQR con centro en O, que quede todo dentro del fluido, siendo que sobre PQ hay más altura de fluido que sobre QR (con lo cual por la parte b) del postulado, PQ recibe más presión que QR, según la parte a), PQ debe poner en movimiento a QR. Luego no puede haber reposo, contrariamente a lo supuesto. Esta demostración, valida para todo plano que, pasando por O, corte la superficie libre, comprueba que todas las intersecciones resultantes han de ser circunferencias; por tanto, dicha superficie es esférica y tiene el mismo centro que la tierra.


Arquímedes pasa luego a3 demostrar que un sólido cuya densidad sea la misma que la de cierto fluido en reposo, si se coloca dentro de este, queda inmóvil. Primero comprueba que el sólido no va a sobresalir de la superficie de la superficie del fluido. Con referencia a la fig. 2, supóngase en efecto, por reducción al absurdo, que el cuerpo EFGH se eleve hasta sobresalir, con su parte EFCB por encima de la superficie libre esférica ABCD. Sea LOM un cono que encierra al sólido, y MON otro contiguo igual. Delimitemos dentro de este último el volumen STVU, igual e igualmente ubicado que la parte sumergida BCHG del sólido, siendo las mismas por hipótesis también sus densidades. Trazada más abajo una superficie esférica PQR con centro en O, PQ recibirá una presión mayor que la que recibe QR, y tendrá por tanto que poner en movimiento a QR, contrariamente a la hipótesis de que el fluido está en reposo. Con esto se comprueba que el sólido no va a emerger. De hecho tampoco podrá hundirse más porque, al no cambiar su presencia la distribución estática de presiones, no puede crearse movimiento en el fluido.

Considerando después un sólido más ligero que el fluido, Arquímedes demuestra que no puede sumergirse completamente, pues debe sobresalir de tal forma que el peso del fluido que resulte desplazado sea igual al peso de todo el sólido. La emersión resulta del hecho de que (fig. 3), si S es el sólido sumergido y K un volumen igual y simétricamente colocado de fluido, la presión sobre PQ sería menor que la que se ejerce sobre QR, con la consiguiente inestabilidad. Considerando luego nuevamente la fig. 2, si STUV es un volumen de fluido igual y simétrico a la parte sumergida BCHG del sólido, debiendo ser iguales las presiones sobre PQ y QR, el peso de STUV tiene que ser igual al de EFHG o sea al que corresponde a todo el sólido.

El siguiente paso consiste en comprobar que si un sólido más ligero que el fluido se sujeta manteniéndolo sumergido, resulta un empuje hacia arriba igual a la diferencia entre el peso del fluido desplazado y el del sólido mismo. En efecto, sean (fig. 4) A el sólido, BC la superficie del fluido y D otro cuerpo que, sobrepuesto a A, lo mantenga sumergido. Sean G y H, respectivamente los pesos de A y D. Por la proposición anterior, el peso del fluido desplazado por A debe ser G + H, mientras que el empuje hacia arriba experimentado por I es igual al peso de H de D, o sea a (G + H) – G, es decir, al peso del fluido desplazado menos el de A.

Finalmente, un sólido más pesado que el fluido se sumerge en él hasta alcanzar el fondo, mientras el fluido que se halla por debajo está sujeto a una presión mayor que el resto; por tanto, tiene que ir desplazando las partes laterales y abrir así paso al sólido hasta que descanse en el fondo. Por otro lado, si dicho sólido se pesa manteniéndolo sumergido, su peso resultará reducido en una cantidad igual al peso del fluido desplazado. Esta última proposición, que es justamente lo que llamamos principio de Arquímedes, se demuestra con base en la idea siguiente. Sean A y B dos cuerpos, el primero más pesado y el segundo menos pesado que el fluido, tales que el peso total de A sea igual al del fluido desplazado por B, y viceversa. Si los unimos y así unidos los sumergimos, el cuerpo resultante quedará estacionario, lo que implica que la fuerza que tiende a sumergir A será igual a la que tiende a elevar B. Ahora sea G el peso de A, así como del fluido desplazado por B, y H el peso de B y también del fluido desplazado por A. La fuerza que tiende a levantar B será, por la proposición anterior, GH; por tanto, también la fuerza que tiende a sumergir A será GH, o sea, el peso del cuerpo A menos el del fluido desplazado por él.

El barco de Arquímides


Plutarco había comentado, hablando de los escritos de Arquímedes, que no es posible hallar en geometría cuestiones más difíciles y enredadas, ni explicaciones más sencillas y claras. Lo que acabamos de sintetizar ofrece una muestra de ello, sobre todo si lo comparamos con la presentación de los mismos temas, conceptualmente bastante más complicada, que suelen ofrecer nuestros textos de física.
Pero Arquímedes no solo era el más grande matemático de la antigüedad; era también un ingeniero extraordinario, aunque, con mentalidad típicamente griega, no creía decoroso escribir acerca de inventos mecánicos. Esto, sin embargo, fueron los que más fama le dieron en su tiempo y, gracias a las narraciones de los historiadores, también ante la posteridad. En ocasión del sitio que los romanos establecieron alrededor de Siracusa, Arquímedes, ya anciano, idearía tantos y tan espantosos artefactos que, según recuerda Plutarco al relatar la vida de Marcelo (el general enemigo), los soldados romanos habían llegado a tal grado de nerviosismo que “si tan solo veían un pedazo de cuerda o de madera salir por encima de la muralla (de la ciudad), comenzaban a gritar: ¡helo de nuevo aquí!, y creyendo que Arquímedes estaba poniendo en movimiento algún nuevo mecanismo bélico, daban media vuelta y huían; así que Marcelo desistió de todo asalto o combate, confiando toda su esperanza en un sitio prolongado”.
Mucho antes de estos acontecimientos, se le ocurrió al rey Hierón construirse un barco de recreo que debía poseer todos los últimos adelantos de la ciencia náutica. Tenía medio estadio (o sea 122 metros) de eslora, pesaba mil toneladas y podía cargar cerca de cuatro mil. Iba tripulado por seiscientos remeros, divididos en veinte grupos, y podía llevar otras trescientas personas más. Poseía gimnasio, alberca, jardín y sesenta camarotes, todo decorado con mármol, mosaicos, marfil y maderas preciosas. Además el navío tenía que protegerse de ataques enemigos, por lo que debía contar con artefactos capaces de arrojar grandes piedras 8; para esto, el rey acudió como siempre a Arquímedes, quien no solo afrontó la dificultad de diseñarlos, sino también de asegurarse que, siendo muy pesados y debiendo colocarse sobre cubierta, no fueran a desequilibrar el barco.
Ya al final del primer libro De los cuerpos flotantes, Arquímedes se preocupa por un problema de equilibrio naval. Una esfera flotante está en equilibrio cualquiera que sea su posición; pero no será lo mismo para un segmento esférico (es decir, una esfera de la cual se haya cortado una rebanada). Sea pues (fig. 5) ABD el segmento esfera flotante. Teniendo en cuenta que su centro de gravedad C –siendo el cuerpo homogéneo – ha de estar sobre el eje de simetría DE, Arquímedes demuestra que, para alcanzar el equilibrio, el segmento de esfera tiene que girar hasta que DE se disponga según la dirección vertical OF. Comprueba que este resultado vale para ya sea que la base AB del segmento esté afuera o adentro del fluido.

En el segundo libro, Arquímedes escoge una figura geométrica cuya forma se parezca más a la del barco: un segmento recto de paraboloide de revolución (fig. 6). Si una parábola tiene por ecuación x2 = p * y, p se llama parámetro de la parábola misma y mide el cuádruple de la distancia del vértice al foco. Arquímedes halla que la relación entre la longitud h del eje ED del segmento de paraboloide y el parámetro p es esencial para establecer la condición de equilibrio. Con una serie de diez proposiciones cuyas demostraciones, sumamente elegantes, no son difíciles de seguir para quien tenga familiaridad con las propiedades elementales de la parábola, sus subtangentes y subnormales y de sus diámetros, Arquímedes analiza catorce casos distintos. El primero, representado en la fig. 6, supone la base AB fuera del agua y h/p ≤ ¾; lo cual, siendo que el centro de gravedad del segmento de paraboloide está ubicado sobre el eje DE en el punto tal que DC = 2h/3, implica que DC ≤ p/2. A partir de allí y realizando varias construcciones geométricas, Arquímedes deduce finalmente que es condición para el equilibrio que el eje se ponga vertical. Lo mismo resulta para el caso donde el mencionado paraboloide tenga la base sumergida. La mayoría de los otros casos, correspondientes a otras limitaciones para h/p, se complica por que hay que tener en cuenta también la razón entre las densidades del sólido y del fluido. Aquí aparecen también otras condiciones de equilibrio, como que el eje tenga cierta inclinación, o condiciones de desequilibrio, por ejemplo: que la base tenga contacto en un punto con la superficie libre del fluido. Discusión minuciosa y exhaustiva, verdadera obra de arte de análisis geométrico.

La intención de Hierión al construir el barco había sido dedicarlo a realizar un servicio regular entre Siracusa y Alejandría. Pero, como resultó demasiado grande para los muelles siracusanos y su costo de manutención era exagerado, finalmente lo llenó de trigo y pescado, y lo envío como regalo a Ptolomeo Filadelfo, rey de Egipto, en un momento en que dicho país, afligido por una de sus periódicas sequías, tenía escasez de alimentos.9
Cerca de 1850 median entre Arquímedes y la época de Galileo. En el transcurso de estos, las matemáticas solo tuvieron alguna evolución con el álgebra; y, si exceptuamos las observaciones y experimentos de otro genio solitario, Leonardo da Vinci, se puede decir que la hidráulica no avanzó nada. Curiosamente el primer progreso en esta ciencia lo realizó Evangelista Torricelli, considerado en su tiempo como matemático sobresaliente por haber conseguido continuar y perfeccionar la obra geométrica de Arquímedes; pero cuya fama también sobrevive esencialmente gracias a su interpretación genial del movimiento de los chorros líquidos, misma que en la edición completa de sus obras publicadas en Faenza –su ciudad natal- en 1919 ocupa apenas 13 páginas,10 contra las 821 que llenan sus trabajos de geometría.



EVANGELISTA TORRICELLI.


Italia Faenza

imagenes obtenidad de http://en.wikipedia.org/wikiFaenza

La paradoja de las láminas flotantes

En 1609 moría Ferdinando de Médicis, gran duque de Toscaza, y le sucedía a los 19 años de edad, su apuesto hijo Cósimo II. Era esa una época de intensa actividad científica, y Cósimo, acostumbrado a reunirse con filósofos y matemáticos y participar en sus discusiones, decidió que su primer logro sería conseguir que Galileo, a la sazón profesor en la Universidad de Papua, donde Cósimo había sido su alumno, regresara a su patria, Con cuánto orgullo había dicho allá a sus compañeros provenientes de toda Europa: ¡El Maestro es también toscazo, como yo!

Galileo podría hacer de Florencia, que había sido reino de las artes, la soberana de las ciencias. El 5 de junio Belisario Vinta, secretario particular del gran duque, escribía a Galileo, comunicándole que Cósimo había resuelto designarlo “Matemático primario del Estudio de Pisa y Filósofo del Serenísimo Gran Duque, sin obligación de dar clases ni de residir en el Estudio o la ciudad de Pisa, y con el sueldo de mil escudos, moneda florentina, por año”11. Para entender estas cláusulas, conviene saber que, así como en Venecia no había universidad, tampoco Florencia –también ciudad comerciante- la tenía; en la república véneta la universidad era el “Estudio” de Papua; en Toscaza, el de Pisa. En esta última institución Galileo, pisano por nacimiento, había estudiado medicina, cumpliendo con el deseo de su padre, pero con poco entusiasmo. Durante unas vacaciones un amigo de la familia, Ostilio Ricci, que había sido discípulo de Tartaglia, famoso algebrista y traductor de Arquímedes, comenzó a enseñarle estas doctrinas; y Galileo se apasionó tanto que se entregó definitivamente a tales estudios, renunciando al título de médico. Luego, durante tres años enseñó matemáticas en Pisa; fue adorado por los alumnos pero se creó muchos enemigos entre los maestros peripatéticos (o sea aristotélicos), de cuyo engreimiento se burlaba a menudo; finalmente tuvo que mudarse a Papua. Así que regresar a Pisa no era deseo de Galileo, ni interés del gran duque, que lo quería a su lado.

Los salarios de los maestros universitarios no eran uniformes: un profesor de matemáticas como Galileo percibía solo una pequeña fracción de lo que ganaba uno de medicina. A pesar de un sustancial aumento de sueldo conseguido en ocasión de su descubrimiento de las manchas solares, Galileo, que además de su familia tenía que mantener también a muchos hermanos menores, siempre enfrentaba dificultades económicas. Esta fue la razón principal que le hizo aceptar el generoso ofrecimiento de Cósimo II; así que en septiembre de 1610, a los 46 años de edad, se mudó a Florencia. A principios de 1611 realizó un triunfal viaje a Roma, donde fue recibido por varios cardenales y luego por el mismísimo papa Paulo V, quien con suma benevolencia no le permitió quedar arrodillado durante la visita, como exigía el ceremonial. Allí el príncipe Cesi, uno de los personajes más influyentes del mundo científico romano, fundador en 1603 de la Academia de los Linceos, quiso inscribirlo enseguida como miembro distinguido de la misma; y los padres jesuitas, que habían repetido con éxito sus observaciones sobre los satélites de Júpiter (que él llamó “Medíceos” para gloria de la familia de los Medicis), lo acogieron muy cordialmente.

De regreso a Florencia, en septiembre del mismo año, Galileo participó en una reunión de filósofos y científicos en el suntuoso palacio del gran duque, quien siempre deseaba ser informado de los avances de la ciencia y proponía a veces nuevos temas de discusión. En la plática se discutió sobre la flotación: Galileo defendió la teoría de Arquímedes y otros la de Aristóteles; teoría que, como enseguida explicaremos, difieren notablemente. Dos cardenales, Maffeo Barberini y Ferdinando Gonzaga, de viaje hacia Roma, se hallaban de paso por Florencia en esos días. El gran duque, que creía poder honrar mayormente a los huéspedes ilustres de su ciudad haciéndoles presenciar reuniones de sus sabios, los invitó a una comida cuya máxima atracción fue la asistencia de Galileo, quien expuso la controversia mencionada. Los prelados discrepan entre sí: Barberini se declaró a favor de Galileo, Gonzaga apoyó a los contrarios. Fue entonces que Cósimo ordenó a su Matemático redactar una relación al respecto, misma que apareció en 1612 bajo el título Discorso intorno alle cose che stanno in su l’acqua o che in quella si muoveno (Discurso acerca de los cuerpos que se sostienen sobre el agua o se mueven dentro de ella)12. Esta obra nos ofrece una información detallada sobre el origen de la controversia.


Todo había empezado con una discusión acerca de la condensación y rarefacción, comentándose que la primera resulta del frío y la segunda del calor. No faltó quien sacara como ejemplo el hielo, a lo cual contestó Galileo explicando que le hielo, a pesar de su baja temperatura, tiene que ser más bien agua enrarecida que agua condensada, ya que el hielo flota sobre el agua y, por tanto, debe tener un peso específico menor. Se le replicó que esa flotación no se debe a liviandad, sino a la configuración ancha y llana del hielo; afirmación explicable, tratándose de gente que solo conocía al hielo en las costras que en invierno se forma sobre charcos y riachuelos, costras que luego se despedazan y van flotando13.

La objeción provenía del grupo de los seguidores de Aristóteles, que recordaban cómo este, refiriéndose en su tratado Del Cielo al hecho de que “un pedazo de hierro o plomo que sea plano flota sobre el agua, mientras que objetos más pequeños, pero redondos y alargados, como por ejemplo una aguja, se hunden”14, había intentado justificar el fenómeno sosteniendo que un cuerpo para sumirse tiene que hender la superficie del agua y que una superficie grande es más difícil de abrir que una pequeña. “Hay dos factores: -escribía él15- la fuerza responsable del movimiento hacia abajo del cuerpo pesado y la fuerza que se opone al hendimiento de la superficie continua; y por tanto debe haber una relación entre las dos. Porque cuanto más la fuerza que ejerce el objeto pesado para hender y dividir excede a la que reside en el medio continuo, tanto más el primero logrará hundirse; si por el contrario la fuerza del objeto pesado es menor, este flotará sobre la superficie”. Teoría que contrasta claramente, como no dejó de observar Galileo, con lo que un siglo más tarde sostendría Arquímedes.

Galileo no soportaba a los peripatéticos, sus “adversarios” tradicionales, no tanto por las doctrinas de Aristóteles, una de las inteligencias más universales que haya producido la humanidad, autor de obras enciclopédicas que contienen planteamientos profundos y originales, sino por la fe ciega que ellos le tenían. Aristóteles había sido el oráculo de filósofos y teólogos escolásticos durante la Edad Media: “ipse dixit” –él lo dijo- sentenciaban ellos, y con esto se cerraba la puerta a toda discusión. Muchos maestros del Estudio de Pisa eran todavía así: Galileo mencionó por ejemplo a cierto Buonamico, autor de un voluminoso tratado sobre el movimiento, que sostenía precisamente que la teoría de flotación de Arquímedes debería de abandonarse por no concordar con la de Aristóteles; y como prueba aducía el hecho de ser –según él- la doctrina arquimediana incapaz de explicar por qué un vaso o un barco que flotan vacíos se hunden al llenarse de agua16.

En su disputa con Galileo, los adversarios fueron a traer una tablita de ébano y una pelota de la misma madera. La tablita, apoyada suavemente sobre la superficie del agua, quedaba flotando, mientras que la pelota bajaba inmediatamente hasta el fondo; de lo que se infería, de acuerdo con Aristóteles, que la diferente forma que un sólido posee, independientemente de su peso específico, hace que este flote o bien se suma” 17. Galileo, quien señala, de acuerdo con Arquímedes, que la figura no determina que el cuerpo flote o se hunda sino solo la velocidad con que se hunde, siempre que el material con que está hecho sea por su peso específico apto “para vencer la resistencia de la viscosidad del agua” 18, se veía obligado a hallar una razón para justificar la flotación de las láminas y no solo de ébano, sino hasta de oro, que supera al agua “en gravedad casi 20 veces;...y sin embargo una delgada hoja de oro flota sin hundirse” 19.


Este es su razonamiento: “Así como causa del hundirse de la tablita de ébano y de la hojita de oro, cuando se sumen, es su gravedad, mayor que la del agua, así es necesario que causa de su flotación, cuando ellas se sostienen, sea su liviandad; la que en tal caso, por algún accidente tal vez no observado hasta ahora, se asocie con la tablita misma, haciéndola ya no como antes mientras se sumía, es decir más pesada que el agua, sino menos pesada. Pero esa nueva liviandad no puede provenir de la figura, sea porque la configuración no añade ni quita peso, sea porque la tablita, cuando se hunde, conserva la misma figura que cuando flota” 20. Luego vuelve a considerar una lámina flotante ABCD; observándola descubre que, si bien es cierto que se mantiene sobre el agua, una parte de ella se sume, quedando a un nivel más bajo que la superficie libre, rodeada por un pequeño borde HACL, MBDN (fig. 7).

Es cierto pues, concluye Galileo, que de acuerdo con Aristóteles la lámina no se hunde por ser de forma impropia para hender la masa de agua; pero tampoco queda al nivel de la superficie libre. Y con su estilo característico prosigue: “Si se considera cuidadosamente cuál y cuánto se el cuerpo que en esta experiencia entra al agua y contrarresta con la gravedad de ella, se notará que es todo lo que se encuentra por debajo (del nivel) de la superficie del agua; lo que consiste en el conjunto de una tablita de ébano y un volumen casi igual de aire, o bien de una lámina de plomo y diez o doce veces más de aire. Pero, señores adversarios, en nuestro asunto se trata de conservar la materia y alterar tan solo la figura; por tanto removed ese aire que, agregado a la tablita, la vuelve un cuerpo menos pesado que el agua, y colocad en el agua el simple ébano: así sin duda veréis la tablita bajar hasta el fondo, y si esto no sucede, habréis ganado el pleito”21. Pero ¡cómo quitar el aire? Muy simple, dice Galileo: basta mojar ligeramente la superficie superior de la tablita e inmediatamente el agua que se detiene en el borde escurrirá, cubrirá todo el ébano y este se hundirá.

El Discurso, que contiene muchas cosas más y al cual tendremos que referirnos luego por otras razones apareció a fines de mayo de 1612, y tuvo tanto éxito y tanto fue el alboroto que levantó, que antes de que terminara el año salio una segunda edición, en la cual el autor agregó aclaracione y complementos. Muchos fueron los que impugnaron por escrito las ideas galileianas. En Pisa, Arturo d’Elci y Giorgio Coresio salieron a defender las ideas peripatéticas; a favor de Galileo apareció Tolomeo Nozzolini, quien, con referencia al pequeño borde de agua, hizo reflexiones que paresen abrir camino a la consideración de la tensión superficial. Luego, Ludovico delle Colombe y Vincenzio di Gazia publiucaron nuevos opúsculos atacando violentamente a Galileo. Este, buen peleador por naturaleza, se dispuso a contestar; pero sus amigos le convencieron de que no les diera tanta importancia y dejara que uno de sus discípulos se ocupase del asunto. Fue así como Galileo encargó la respuesta al predilecto, Benedetto Castelli, fraile benedictino de unos 35 años de edad. Castelli replicó, pero para hacerlo debió acercarse más y más a la hidráulica; tanto que luego, como veremos, se volvió el experto número uno en la materia.



Balanza hidrostática


Benedetto Castelli

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La hidrostática de Galileo

Uno de los aspectos más interesante del Discurso mencionado anteriormente [ver “La paradoja de las láminas flotantes”] es el tratamiento novedoso que Galileo le da a la teoría de la flotación. Su idea básica es considerar que el cuerpo, sea más ligero o más pesado que el agua, se encuentra en movimiento real o virtual, hacia arriba o bien hacia abajo. O sea, analizar el estado de reposo a través del movimiento. Para ello, Galileo empieza por definir la cantidad de movimiento, para lo cual utiliza el termino “momento”. Es muy curioso el hecho de que este término persiste en el idioma inglés como momentum, mientras que la expresión “cantidad de movimiento” que utilizan las lenguas neolatinas nació justamente en inglés, en la quantity of motion usada por Andrew Motte en su traducción inglesa (1729) de los Philosophiae naturales principia matemática (Principios matemáticos de la filosofía natural) de Newton.

La definición que Galileo da es la siguiente: “Para los mecánicos ‘momento’ significa esa virtud, esa fuerza, esa eficacia con la cual el motor se mueve y el móvil resiste; la cual virtud depende no solo de la simple gravedad, sino también de la velocidad del movimiento”22. He querido reproducir tal cual esta definición para que se note cuán difícil era expresarse cuando no se disponía todavía de una terminología mecánica aceptada universalmente, como la tenemos hoy en día. La definición se aclara un poco más abajo, donde leemos: pesos desiguales se equilibran y sus momentos se igualan cada vez que sus gravedades responden con proporción contraria a las velocidades de sus movimientos” 23; de donde se deduce que, siendo “gravedad” el peso del cuerpo o algo proporcional a él, el “momento” resulta proporcional al producto de la masa por la velocidad.

El problema de saber cuáles sólidos se hunden y cuáles flotan conduce así a buscar un equilibrio entre la cantidad de movimiento del cuerpo, empujado a la fuerza debajo del agua, y la del agua levantada por el cuerpo mismo, “a cuyo levantamiento ella, como cuerpo pesado, resiste por su naturaleza”. “Hay que comparar –dice Galileo- los momentos de la resistencia del agua a ser levantada con los de gravedad que hunde al sólido; en cuanto los momentos de la resistencia del agua lleguen a igualar los momentos del sólido antes de su inmersión total, se hará el equilibrio y el sólido no se sumirá mayormente; pero si el momento del sólido supera siempre los momentos con los cuales el agua desalojada resiste, ese no solo se sumirá del todo, sino que se hundirá hasta el fondo; y si finalmente en el punto de inmersión total se igualaran los momentos del sólido impelido y del agua resistente, entonces se hará el reposo, y el sólido podrá descansar indiferentemente en cualquier punto del agua” 24.

Galileo supone algo así como un principio de conservación de la cantidad de movimiento, principio que, aceptado por Descartes y sus seguidores, influirá –como veremos más adelante- en los primeros intentos de analizar teóricamente el movimiento de los fluidos. A continuación examina los posibles movimientos de sólidos colocados en agua quieta. Primero comprueba que “si levantamos un prisma sólido parcialmente sumergido, la bajada del agua tendrá {con respecto} al levantamiento del prisma la proporción que la base del prisma a la superficie libre del agua que lo rodea” 25.


La demostración puede sintetizarse así: sean AB la primera posición del prisma, CD la segunda; AE la primera posición de la superficie libre del agua, GF la segunda (fig. 8). Evidentemente, debe realizarse la igualdad de volúmenes


(seguimos aquí la funcional costumbre de la época de indicar volúmenes y áreas por los vértices de una diagonal). La igualdad 1 puede escribirse


De donde resulta que bajada agua:

subida prisma = AG : AC = HA : AE (2)

que es lo que se quería demostrar.


De lo anterior, y teniendo en cuenta el principio de conservación de la cantidad de movimiento, se puede comprobar que “un prisma de materia más ligera que el agua, rodeado por agua en toda su altura, tendrá que levantarse”26.

En efecto, sean AF el prisma, CE el agua (fig. 9). Se tiene que peso CE : peso AF > volumen CE : volumen AF = AC : AB, Y por el teorema anterior, peso CE : peso AF > elevación de prisma : bajada agua, y, por tanto,

“momento” agua > “momento” prisma,

De lo que se concluye que el prisma deberá levantarse.

Cuando Arquímedes hablaba de cuerpos más pesados o más ligeros que el fluido, se refería evidentemente a su peso específico: pero no tenía un vocabulario para definirlo. El término lo introduciría Giambattista Benedetti, en su obra Diversarum speculationum mathematicarum et phiysicarum liber (Libro acerca de varias especulaciones matemáticas y físicas), publicado en Turín en 1585, al hablar de “gravedad absoluta” o peso y de “gravedad en especie” o peso específico. Esta diferencia la adopta Galileo –quien conocía muy bien el tratado de Benedetti- en la proposición siguiente: “Un prisma de materia más ligera que el agua, que descanse en un recipiente en el cual se vaya echando agua, se levantará sólo en cuanto el agua sobrepase una elevación tal que su proporción a la altura del prisma sea igual a la que subsiste entre los dos pesos específicos, del sólido y del agua” 27.


Para comprobarlo, llamemos Y o al peso específico del agua, Y al del prisma. Supongamos que sea (fig. 10)



Supongamos ahora que el prisma ED intente levantarse. Por la proporción 2 tendríamos que


Igualando con la proporción 4, resulta finalmente que

“momento” agua =”momento” prisma

Siendo iguales dichos momentos, hay equilibrio entre agua y sólido. Bastaría agregar un poco más de agua para que el peso (y luego el momento) del agua aumente; de modo que el prisma se levantará hasta que solo su parte EB quede sumergida.

De lo anterior, Galileo infiere que “sólidos de peso específico menor que el del agua se sumergen tanto hasta que un volumen de agua igual al de la parte sumergida pese igual que todo el sólido” 28. En efecto, de la proporción 3 resulta la igualdad de pesos


Insiste luego en el hecho de que el volumen de sólido que quede sumergido nada tiene que ver con el volumen mayor o menor de agua que lo rodea; y concluye: “Acábese por tanto la falsa opinión de aquellos que estimaban que un navío podrá sostenerse mejor y más fácilmente en grandísima abundancia de agua que en cantidad pequeña (lo que creyó Aristóteles en los Problems, Sección 23, Problema 2), siendo por lo contrario verdad que un barco flota igualmente bien en diez barriles de agua que en el océano”29.

“Con esto –concluye Galileo- me parece haber suficientemente aclarado y abierto el camino a la contemplación verdadera, intrínseca y adecuada causa de los diferentes movimientos y del reposo de distintos cuerpos sólidos en diversos medios fluidos, en particular, en el agua, mostrando cómo de hecho todo depende de los intercambiables excesos de peso de los móviles y de los medios”30.

Paradojas hidrostáticas

Casi un siglo después de Arquímedes, vivía en Alejandría un ingeniero llamado Herón, cuyo gran interés en la mecánica de los fluidos lo llevó a recopilar en un tratado, la Nemática, varios dispositivos que utilizan la energía del agua o del vapor. ¿les gustaría poseer un vaso que quede siempre lleno, no importa lo que Uds tomen, u otro del cual no se pueda beber sin haber introducido una moneda? ¿O bien un par de vasos del cual, al echar agua en uno, del otro salga vino? En el libro de Herón hallaran las instrucciones necesarias para fabricarlos. Allí encontrarán también entre otras curiosidades cómo, abriendo la llave del agua, se puede hacer que una trompeta suene, un pájaro cante continua o intermitentemente, o que varios pájaros canten uno después de otro. Hallarán un autómata que toma cualquier cantidad de líquido se le ofrezca, y otro que a veces toma y otras no; una rueda que al girar hace que salga agua bendita; un fuego que al prenderse hace que se abran las puertas del templo, o bien que se viertan libaciones sobre el altar. Verán cómo, con solo levantar una manzana, se puede hacer que Hércules dispare contra un dragón y este, herido, se queje gimiendo.


En la introducción, donde menciona los principios utilizados en sus mecanismos, Herón se refiere a la presión hidrostática. ¿Existe o no tal presión? ¿Por qué será, se pregunta, que los nadadores que bucean muy hondo, soportando en sus espaldas un peso enorme de agua, no resultan aplastados? Hay quien afirma que se debe a que el agua es de peso uniforme; pero esto no explica nada, dice Herón; he aquí la verdadera causa: Supongamos que la columna líquida que e halla directamente encima del objeto sumergido se transforma en un cuerpo sólido (A en la fig. 11) de la misma densidad del agua, que alcanza la superficie libre por el lado superior, y por el inferior está en contacto inmediato con el objeto mismo. Este cuerpo equivalente ni sobresale del líquido en que está, ni se hunde en él, según lo demostrado por Arquímedes; por tanto, no teniendo ninguna tendencia hacia abajo, no ejercerá ninguna presión sobre el objeto adyacente 31.

Este razonamiento llevaría a concluir que no hay presión hidrostática en el seno de un fluido; pero si el objeto sobre el cual este se apoya es el fondo o la pared de un depósito, dicha presión si se nota. Bien lo saben quienes deben de contener el empuje del agua con terraplenes o compuertas; y lo sabían los holandeses cuando, en la segunda mitad del siglo XVI, confiaron a un renombrado matemático, Simón Stevin, la defensa de sus tierras bajas contra las inundaciones marinas, capaces, por su salinidad, de volver estériles las mejores tierras de cultivo.

Se sabía que cuanto más profunda queda una compuerta, tanto más se debe reforzar y más difícil resulta maniobrarla. ¿No se podría abaratar su construcción –preguntaban algunos- reduciendo la cantidad de agua que la compuerta tiene encima? Supongamos por sencillez, como muestra la fig. 12, que la compuerta AB sea horizontal, ubicada en el fondo HK de un depósito, y que sea GL la superficie libre. Si angostamos el acceso del agua dejando para su paso solo la sección MEABFN y rellenamos todo lo demás, ¿no quedaría la compuerta menos cargada? ¿Y no podría ser –decían otros- que inclinando, como en la figura, el conducto, la pared ME soporte la carga de la porción superior del agua, descansando sobre la compuerta solo la porción inferior? Stevin, como buen matemático, meditó acerca del problema y sacó conclusiones muy distintas.


Primero consideró que si el agua queda limitada por el v aso CABD, o sea, se reduce a la columna vertical que está encima de la compuerta, evidentemente esta última debe soportar todo su peso. Ahora, si sumergimos en el agua un sólido de forma cualquiera, pero de la misma densidad de aquella, la presión no podrá alterarse. Además, si se le da al sólido sumergido una figura tal que no deje libre sino un canal de forma arbitraria, tampoco cambiará la presión total sobre la compuerta. Finalmente supongamos que se fije el sólido al fondo, formando el conjunto rígido GMEAH-LNFBK: la situación no cambiara, cualquiera que sea ahora el peso específico del sólido mismo. Concluyendo, la presión sobre la compuerta o en general sobre el fondo, será siempre igual al peso de la columna vertical de agua sobrepuesta, sea cual sea la geometría del vaso32.

Esto publico Stevin en su librito sobre hidrostática aparecido en 1586. Pero, por estar escrito en idioma flamenco, muy pocos lo leyeron; y sus resultados no se difundieron hasta que, en 1608, el trabajo se tradujo al latín, idioma científico universal de la época.


Naturalmente, el contenido de la obra no se limita a lo anterior. La carga del agua sobre fondos horizontales rara vez crea problemas al ingeniero. Estos aparecen cuando el agua descansa en paredes verticales o inclinadas, empujándolas y amenazando su estabilidad. Para analizar este caso, Stevin utilizó el método ideado por Arquímedes para la rectificación de curvas y la cuadratura de áreas. Por medio de líneas horizontales, como AC, BD (fig. 13), subdividió la superficie MN de la pared en pequeñas secciones (como AB) y comprobó que la presión que cada sección soporta es mayor que la que soportaría si fuese horizontal al nivel superior (AC) y menor que si lo fuese al nivel inferior (BD). De donde, disminuyendo siempre más las anchuras AB hasta aumentar al infinito su número, llegó a la conclusión de que el empuje sobre la pared es igual al peso del volumen de agua que se constituiría aplicando perpendicularmente a la superficie en cada uno de los puntos una columna elemental infinitamente delgada (HABK), de altura igual a la profundidad de ese punto con respecto a la superficie libre.

Este resultado, valido para cualquier pared curva, implica que, en el caso de un talud vertical o inclinado rectilíneo, el empuje es igual al peso de la columna de agua que tiene la superficie mojada por base y como altura la mitad de la del tirante de agua sobre el pie de la pared32.


El problema de la presión en el seno del fluido, que vimos planteado por Herón, lo vuelve a analizar Galileo “para abrir los ojos a ciertos mecánicos prácticos que sobre un fundamento falso intentan a veces empresas imposibles”. Considera el vaso ancho GIDH, conectado con el caño angosto ICAB, donde el agua alcanza el nivel LMGH (fig. 14). No faltará quién se asombre, dice Galileo, del hecho de que la grave carga de toda la masa no levante y expulse la pequeña cantidad de agua contenida en el caño CL que, aun siendo tan reducida, le impide bajar. Sin embargo toda se explica, según él, considerando que si el nivel GH bajara poquito, hasta OQ, el nivel LM subirá mucho, hasta AB, estando la subida LA con respecto a la bajada GO en proporción inversa a las secciones LM y GH de los dos conductos, y, por tanto, en proporción directa a las velocidades con que se desplazan las columnas respectivas. Los “momentos” de ambos brazos (masas desplazadas por velocidades relativas) resultarán luego iguales, cumpliéndose la ley de igualdad de cantidades de movimiento. “Siendo que el momento de la velocidad del movimiento de un móvil compensa el de la gravedad de otro, ¿porqué habrá que admirarse de que la velocísima subida de la poco agua CL equilibre la tardadísima bajada de la mucho agua GD? 33.




{Se encontró dos páginas que hablan del libro “Pneumática” de Herón, cuyas ligas son: http://www.egiptomania.com/ciencia/pneumatica.html y http://www.history.rochester.edu/steam/hero/ , la primera en español}




Una máquina para multiplicar fuerzas

El efecto señalado por Galileo {ver al final de “Paradojas Hidrostáticas”}, puede interpretarse de otro modo. Sean don columnas AGHB y CKLD (fig. 15), interconectadas por un conducto inferior. Si los pesos de las columnas, en vez de multiplicarse por las velocidades de sus desplazamientos virtuales, se dividen entre las áreas de las bases GH y KL relativas, también se encuentran iguales resultados. Ahora, este cociente, que es una fuerza por unidad de superficie, es justamente lo que nosotros llamamos “presión”; y el equilibrio implica la igualdad de las presiones ejercidas por las dos columnas sobre el líquido a nivel GL.


Blaise Pascal era un inventor. En 1642, a los diecinueve años de edad, decidió ayudar a su padre, Etienne, comisario delegado por el rey en Normandía para la recolección y repartición de impuestos, obligando a dedicarse todo el día a hacer sumas y restas, multiplicaciones y divisiones, localizar errores en las cuentas y volverlas a repetir. Padre e hijo aborrecían semejante ocupación; así que a éste se le ocurrió construir, con base a “los conocimientos de la geometría, la física y la mecánica” que como niño prodigio antes y luego como adolescente genial había adquirido, una máquina calculadora, la “Pascaline”, que permitía realizar con seguridad infalible, y sin pluma ni fichas, todo tipo de operaciones aritméticas.

Blaise no había nacido con simpatía por el agua. Dos eran las cosas que no podía soportar a la edad de un año: ver agua y descubrir a su padre y a su madre uno cerca de la otra. En ambos casos el bebé empezaba a menearse y chillar desesperadamente, y no había modo de apaciguarlo. Se enfermó y durante más de un año su padecimiento fue agravándose, hasta llegar el momento en que todos creían a punto de morir. Una hechicera, a la cual la joven mamá, a pesar de las advertencias de sus amigas, había seguido regalando, como a muchas otras mujeres pobres, una suma mensual, le preparó una cataplasma con nueve hojas, tres de cada uno de tres tipos hierbas, recogidas por una niña de siete años. El papá hizo colocar la cataplasma sobre el vientre de Blaise y salió para cumplir con sus funciones oficiales. Al regresar a medio día, halla a la mamá llorando: el pequeño parece muerto; sin pulso ni voz ni sentidos, se va poniendo cada vez más frío. Sale el padre, se encuentra con la hechicera y le da una bofetada que le hace volar del escalón. La buena mujer se levanta y le pide disculpas: había olvidado avisarle que el pequeño parecería muerto hasta medio noche y luego se pondría bien. Y he aquí a los padres sentados al lado de la cuna, oyendo sonar el reloj de la torre: las dos, las tres, las cuatro… las horas se hacen eternas; el tiempo pasa y el niño no da señas de vida. Aparece la nodriza y él, siempre sin abrir los ojos, mama hasta las seis de la mañana; entonces los abre y chilla: papá y mamá están sentados juntos. Pasan los días; a la semana , cuando el padre regresa solo de la misa, porque la madre ha quedado cuidando al pequeño, lo encuentra en los brazos maternos, con un vaso en cada mano, divirtiéndose en traspasar agua del uno al otro 34.

Es así como el niño y el agua se hacen amigos. Blaise empieza a observarla y realiza experimentos; un día lleva a cabo el de la fig. 15. En lo que otros habían visto simplemente una manifestación de equilibrio, él descubre un sistema para multiplicar fuerzas: “si un recipiente lleno de agua y cerrado por todas partes tiene dos aberturas, una céntupla de la otra, colocando en cada una un pistón que se ajuste (P y Q, en la figura), un hombre, empujando el pisotoncito pequeño, igualará la fuerza de cien hombres que empujen aquel que es cien veces más grande… De donde parece que un recipiente lleno de agua es … una nueva máquina para multiplicar las fuerzas tonto como se quiera, porque un hombre por este medio podrá levantar cualquier carga que se ofrezca”. Esto hallamos escrito en 3 Traité de l’équilibre des liqueurs(Tratado acerca del equilibrio de los líquidos) publicado en 1663, un año después de haber muerto Pascal a la edad de 39. Y más adelante dice: “Es claro que, cuando el pistón se ha desplazado una pulgada, el agua impulsada por él, al empujar el otro pistón, hallando una abertura cine veces mayor, no ocupará sino la centésima parte de la altura: de modo que los desplazamientos están entre sí como las fuerzas. Lo que puede tomarse como la verdadera causa de este efecto; por ser evidente que es lo mismo hacer que cien libras de agua recorran el camino de una pulgada que hacer que una libra recorra cien pulgadas” 34. He aquí pues una nueva interpretación del fenómeno: ya no igualdad de cantidades de movimiento, ni de presiones, sino de trabajo. La aportación del genio es frecuentemente descubrir algo nuevo y diferente en aquello que los demás ven durante toda su vida solo de cierta manera: la que les fue enseñada por sus maestros y que aceptan por inercia.



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Un sifon mal logrado

El discurso de Galileo acerca de las cosas que están sobre el agua y su secuela de debates y polémicas habían conmovido a los círculos cultos de Italia y Europa. A fines de de diciembre de 1613 Filippo Salviati, devoto amigo de Galileo, al que solía ofrecer en su “Villa delle Selve” cerca de Florencia la tranquilidad necesaria para redactar sus escritos, hallándose de paso por Génova, se encontró con Giovanni Battista Baliani, patricio de esa ciudad. La plática recayó naturalmente sobre el Maestro, a quien Baliani recordaba pues había viajado hasta Venecia a propósito para poderlo escuchar. “Hallé aquí un filósofo a nuestra manera, muy amable y gentil hombre –escribe Salviati a Galileo-. El filosofa sobre la naturaleza y se burla de Aristóteles y de sus peripatéticos… Se ríe de quienes han escrito en contra del opúsculo de Ud, aunque me dijo haber notado en él algunas cosas que no le gustan. Le rogué que me las muestre, lo que prometió hacer, pues dice que el libro lo tiene en su villa… Es el mejor hombre que nunca me haya encontrado, aunque un poco aferrado a su opinión; por lo demás amabilísimo, y (un tipo) que le gustaría a Ud “36.

Salviati se dirigía a España. Miembro de una ilustre familia florentina, se había molestado por haber tenido que ceder en una cuestión de precedencia ante Bernardetto de Médici, sobrino del papa León XI; y así había decidido salir de viaje. Pero en mayo del año siguiente, a la edad de 32 años, moriría en Barcelona. Por lo contrario Baliani, coetáneo suyo, alcanzó los 84 años, luego de haber sido elegido como uno de los doce Padres del Senado Genovés, máxima autoridad civil de esa república.

Ocupado toda su vida en la administración pública, Baliani empezó a comunicarse con Galileo para consultarle acerca de dudas que se le presentaban e ideas que se le ocurrían. Galileo, siempre solícito en mantener la correspondencia, le contestaba de inmediato. Varias cartas celosamente conservadas por ambos han llegado hasta nosotros. En la Biblioteca Nacional de Florencia hallamos una de Baliani a Galileo, de julio de 1630, donde le expone un grave problema hidráulico. “Necesitamos lograr que una corriente de cerca de dos onzas (6.9 cm) de diámetro cruce un cerro, y para eso conviene que el agua suba verticalmente… cerca de 70 pies geométricos. Con tal objeto construimos un sifón de cobre de acuerdo con el dibujo anexo (fig. 16), donde CA es la horizontal por (el punto) A en que se toma el agua, B (es el punto) donde esta tiene que salir, D el embudo a través del cual se llena el sifón y DE la altura vertical que el agua tiene que subir. Pero este sifón no produce el efecto deseado. Más bien si, luego de obturarlo por arriba, se abre, el agua sale por ambas partes; y si se mantiene cerrado por un lado y se abre por el otro, de este último sale agua de todos modos. No puedo admitir que en esta ocasión el agua haya querido apartarse de sus propiedades naturales; por tanto es forzoso que, al salir el agua, se mete aire en la parte superior pero no veo por dónde. Ocurre además otra cosa que me deja pasmado; a saber que, si se abre la boca A, el agua sale hasta que haya bajado desde D hasta aproximadamente la mitad, o sea hasta F, y luego se para… Quiero relatarle todo, para que Ud con más facilidad pueda descubrir en que consiste mi error y haga el favor de avisarme”37.



El 6 de agosto Galileo contesta: “Siento de veras que Ud no haya solicitado mi parecer acerca del resultado del sifón antes de que se hiciese el gasto, porque podría habría podio ahorrárselo con señalar –salvo errores- la imposibilidad del asunto: la que resulta de un problema mío, analizado hace tiempo y que de veras tiene mucho de admirable. Puede hacerse subir agua por un caño o sifón, por succión o por impulso. Por succión entiendo cuando el mecanismo que trabaja –cualquiera que sea- se coloca en la parte superior A del caño AB; por impulso, si se hace que el agua suba, siempre que el mecanismo impelente se acomode por abajo en B (fig. 17). Cuando el agua se tenga que sacar por impulso, se podrá levantar y empujar a una altura cualquiera, hasta 1000 codos, con tal que el caño sea firme y robusto, para que no reviente; pero si se le levanta por succión, existe una determinada altura y longitud del caño más allá de la cual es imposible hacer subir el agua ni un dedo; más bien ni un pelo; y tal altura me parece sea poco más o menos 40 pies, y tal vez hasta menos. La causa de me atormentó mucho antes de investigarla; pero finalmente me di cuenta de que no debía de ser tan recóndita, más bien muy manifiesta; ya que así acontece con las causas verdaderas, una vez descubiertas”.


“Yo se bien que Ud no duda que, de ser AB un cable de un navío fijado en A, es posible colgarle en B una carga tan pesada que logre finalmente reventarlo… Entonces, si se rompen cuerdas de cáñamo y (hasta) de acero cuando tienen que aguantar un peso excesivo, ¿qué duda debe quedarnos de que también una cuerda (hecha) de agua tenga que reventarse? Más bien, esta se romperá con tanto más facilidad en cuanto las partes del agua, para separarse la una de la otra, no tienen que vencer otra fuerza sino la del vació que resulta luego de la partición38.



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La fuerza del vacío

Al hablar de fuerza del vacío, Galileo habría tocado un tema candente. Para Aristóteles, y por tanto para todos los peripatéticos, un vacío aislado y continuo no puede existir, y esto por razones meramente lógicas. “Si el vacío es algo así como un lugar sin cuerpo –escribe Aristóteles- ¿si hubiera vacío, a donde iría un cuerpo colocado en su interior?... ningún objeto puede moverse si hay vacío;… en el vacío los objetos tienen que quedarse en reposo porque no hay ningún lugar al cual ellos puedan ir mejor que otro, en cuanto el vacío no admite diferencias… Porque… lo arriba no difiere de lo abajo; porque no habiendo diferencias en lo que no es nada, no hay ninguna en el vacío que es algo que no existe, una privación de existencia”39.

En el vacío, según Aristóteles, no habría movimiento. En efecto, se consideraba entonces que el movimiento implica el remplazo de un medio, el aire, por otro, el cuerpo, y que, luego que este ha sido arrojado, el aire desplazado lo retroimpulsa, lo cual no podría ocurrir en el vacío. Además, el cuerpo avanza venciendo la resistencia del medio ambiente, con movimiento tanto más rápido cuanto más enrarecido está aquel; por ello, en el vacío la velocidad debiera de ser enormemente grande. Finalmente, un sólido introducido en agua desplaza un volumen de agua igual al suyo; colocado en el vacío, ¿qué desplazará? ¿A dónde irá a dar el vacío desplazado? ¿Penetrará en el cuerpo? Todo esto es imposible40.

Nótese que lo que Aristóteles excluía era un vacío aislado y continuo, mientras que sí admitía la presencia de pequeñísimos vacíos distribuidos en medios rarefactos. Consideraba que esta es la razón por la cual entre más rarefacta esté una sustancia, más rápidamente se mueve hacia arriba; por eso se dirigirían siempre hacia arriba el aire, medio rarefacto, y el fuego, más rarefacto todavía. Por eso mismo, de existir un volumen vacío este se elevaría inmediatamente con máxima velocidad. “Pero –concluía Aristóteles- tal vez es absolutamente imposible que el vacío se mueva: en efecto, el mismo razonamiento que mostró que ningún objeto es capaz de moverse en el vacío comprueba que tampoco el vacío puede hacerlo” 41.

El argumento más común acerca del horror al vacío lo expresa Galileo mismo en su libro Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scienze attenenti alla meccanica e i movimenti continui (Discurso y demostración matemática acerca de dos nuevas ciencias referentes a la mecánica y a los movimientos continuos) por boca de Salviati, uno de los imaginarios interlocutores: “Sean dos placas de mármol, metal o vidrio perfectamente planas, pulidas y bruñidas. Si las colocamos horizontalmente una sobre otra, conseguiremos con toda facilidad que la superior resbale… Pero intentemos separarlas manteniéndolas paralelas: hallaremos tal repugnancia a la separación que la superior se levantará y arrastrará consigo la otra, por grave y pesada que sea, manteniéndola levantada indefinidamente. Esto comprueba de modo evidente el horror de la naturaleza a tener que admitir, aun por un brevísimo tiempo, el espacio vacío que quedaría entre ambas láminas antes de que la afluencia del aire lo ocupe42.


La carta de Galileo del 6 de agosto no llego a Baliani sino hasta el 23 de octubre: en esos meses hubo una epidemia de peste que pudo ocasionar la demora en el correo. Al día siguiente, Baliani contestó con una larga misiva en la que explicaba que, si bien no le convencía del todo la idea de que la columna de agua llegue a romperse por efecto de su propio peso como un cable, de todos modos compartía la idea de que pudiera crearse un vacío, aun dudando de que “pueda producirse en tanta cantidad y tan fácilmente”; pues su sentir era que el vacío “no puede crearse sin gran violencia, y que debe de poderse hallar qué tan grande tiene que ser esta violencia que se requiere para que el vacío se produzca” 43.

Ahora bien, razona Baliani, olvidemos por un momento el vacío y pensemos en la fuerza que se requeriría para partir una columna de agua sujeta a gran presión, con objeto de permitir la entrada de aire. “Yo imagino hallarme en el fondo del mar, donde el agua tenga diez mil pies de profundidad; y, de no ser por la necesidad de respirar, creo que podría sostenerme, aun sintiéndome más comprimido y apretado por todos lados de lo que estoy ahora… ; pero, prescindiendo de dicha compresión, no sentiría otra molestia, ni experimentaría el peso del agua mayormente que cuando, sumergiéndome en verano por debajo del agua para bañarme en la mar, tengo diez pies de agua sobre mi cabeza sin que note su peso. Pero si yo no estuviese dentro del agua, que me presiona de todos lados, si no me hallase no digo en el vacío sino en el aire, y que hubiese agua de mi cabeza hacia arriba, entonces sí acusaría su peso, y no podría aguantarlo a menos que tuviera una fuerza adecuada. De modo que, aunque al separar violentamente las partes superiores del agua de las inferiores no quedaría vacío, sino que penetrara aire, de todos modos se requeriría para la separación una fuerza no infinita, sino determinada, y siempre más grande a medida que aumente la profundidad del agua que tengo encima. Así no hay duda de quien se hallara, como se dijo antes, debajo de diez mil pies de agua, estimaría imposible realizar esa separación con cualquier fuerza, de modo de que nunca intentaría hacerlo; sin embargo se ve que no es cierto que sea imposible, sino que el impedimento resulta de que él no disponga de fuerza suficiente”44. Y luego de otro razonamiento muy interesante que aquí no viene al caso, pero que referiremos más adelante, regresa a su sifón concluyendo: “Sea como sea,… yo creía que para crear el vacío se requiriese más violencia que la que puede producir el agua en un canal no más largo de 80 pies”.

En efecto, el concepto de Galileo de que una columna de agua pueda romperse en condiciones tan ordinarias era difícilmente admisible por parte de sus contemporáneos. Galileo había repetido en sus Nuevas ciencias el razonamiento, poniéndolo en boca del veneciano Giovanfrancesco Sagrado, otro queridísimo amigo ya difunto que en el diálogo representa al filósofo sensato, a propósito de la máxima altura de succión de una bomba aspirante. Un ejemplar del libro, publicado en 1638, fue enviado desde París por Marin Mersenne a Rene Descartes, que se hallaba en Flandes; y Descartes contestó con una extensa carta, criticando una serie de puntos que no le convencían. Una de sus objeciones era la siguiente: “La observación de que las bombas no aspiran el agua a más de dieciocho codos de altura no debe atribuirse al vacío, sino al material de las bombas, o bien al agua misma que escurre entre la bomba y la tubería en vez de elevarse más arriba” 45. Si esa era la opinión de uno de los más grandes científicos de la época, ¿qué podía esperarse de los demás?

Un detalle interesante de la carta de Baliani es el que se refiere a la presión del agua sobre el nadador. Comparando su opinión con la de Herón {ver Paradojas hidrostáticas}, vemos claramente la ventaja del científico que sabía bucear sobre uno que no sabía. Herón tomaba en cuenta tan solo la carga de agua que está encima (fig. 11), olvidando la de abajo y de los costados; mientras que Baliani considera todo.

La cuestión la resolvió definitivamente Pascal en su Traité de l’équilibre des liqueurs (Tratado sobre el equilibrio de los líquidos), publicado póstumamente en 1663; y lo hizo con una sencillez y claridad que le eran típicas, que le permitieron volver diáfana incluso la teología. “El agua empuja hacia arriba a los cuerpos que toca por abajo, hacia abajo a los que toca por arriba y hacia un lado a los que toca del lado opuesto; de donde se concluye fácilmente que cuando un cuerpo está todo sumergido, como el agua lo toca por debajo, por arriba y por todos lados, ella se esfuerza para empujarlo hacia arriba, hacia abajo y hacia todos lados. Pero como su altura es la medida de la fuerza que ella posee en todas estas impulsiones, es muy fácil ver cuál tiene que prevalecer. Porque primero se nota que, teniendo el agua los mismos niveles sobre las caras laterales, las empuja por igual, y por tanto el cuerpo no recibe impulsos hacia ningún lado, como veleta entre dos vientos iguales. Pero como el agua tiene más altura sobre la cara inferior que sobre la superior, claro está que lo empujará más hacia arriba que hacia abajo; y como la diferencia entre dichas alturas de agua es el alto del cuerpo mismo, es fácil entender que ella lo empujará hacia arriba con una fuerza igual al peso de un volumen de agua equivalente” 46.

La famosa “ley de Pascal” que aparece en los tratados de física, ley que afirma la isotropía del estado del estado de presiones engendrado en todo punto de un líquido en reposo por efecto de la gravedad, no es otra cosa sino un corolario de la proposición anterior, cuando se suponga encoger al cuerpo sumergido siempre más hasta reducirlo a un punto.




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La condena de Galileo

En los cánones promulgados a fines de 1563 por Concilio de Trento, luego de haber sido expuestos todos los decretos aprobados por el sínodo, se declaraba: “y los que cuidan las universidades y los ‘estudios’ generales, hagan de modo que estos acepten los decretos mismos, y que los doctores enseñen la fe católica de acuerdo a ellos; y que de esto hagan juramento solemne a principio de cada año” 47. Ahora resulta que el 24 de febrero de 1616, los teólogos del Santo Oficio habían condenado la hipótesis de Copernico de que la tierra gira, juntamente con los demás planetas, alrededor del sol. De acuerdo con las normas mencionadas Galileo, que apoyaba en la teoría copernica la interpretación de sus descubrimientos astronómicos, se veía impedido para seguirla aceptando en su enseñanza y en sus escritos.

Galileo, hombre sencillo pero apasionado y batallador, profundamente convencido por sus observaciones acerca de la validez de dicha teoría, no quiso rendirse y siguió aferrado a sus ideas. De haber quedado en Papua, con toda probabilidad se habría salvado gracias a la protección de la republica de Venecia, interesada en eludir entre otros el problema de la profesión de fe que el candidato al doctorado tenía que pronunciar, con el objeto de no excluir a estudiantes protestantes. En efecto, otro catedrático de esa Universidad, Césare Cremonini –buen amigo de Galileo, aun siendo aristotélico- acusado de ateísmo y herejía, logrará quedar libre y proseguir con sus clases e investigaciones.

En 1632 Galileo había publicado su Dialogo sopra i due massimi sistema del mondo, tolemaico e copernicano (Dialogo acerca de los dos máximos sistemas del mundo, tolemaico y copernicano) en el cual, con el artificio de introducir tres interlocutores –además de Salviati y Sagrado, también a Simplicio, personificación del peripatético- planteaba todos los puntos de vista posibles, esperando así no aparecer comprometido. Pero, a pesar de eso y de ser papa Urbano VIII, ese mismo Maffeo Barberini que había demostrado simpatía hacia sus ideas, la situación se precipitó. Como conclusión de un proceso en Roma, en junio de 1633 el Santo Oficio condenó a Galileo a la carcel, condena que luego cambió el sumo pontífice por el encierro en su Villa de Arcetri, cerca de Florencia.

La noticia, propalada como reguero de pólvora en todo Europa, sembró la consternación en los círculos científicos. Descartes escribía en abril de 1643 al amigo Mersenne, comunicándole haber decidido no mostrar ni a él ni a nadie su Traité du monde (Tratado acerca del mundo): “Ud sabe sin duda que Galileo ha sido reprendido hace poco por los Inquisidores de la fe y que su opinión acerca del movimiento de la Tierra ha sido condenada como herética. Ahora le diré que todas las cosas que yo explicaba en mi tratado, entre las cuales se hallaba también esta opinión acerca del movimiento de la Tierra, dependían la una de la otra de tal forma que basta saber que una de ellas es falsa para conocer que todas las razones de las cuales me servía carecen de fuerza; y aunque yo pensara que ellas se apoyasen sobre demostraciones muy ciertas y evidentes, no quisiera sin embargo por ningún motivo sostenerlas en contra de la autoridad de la Iglesia. Sé muy bien que podría argumentar que todo lo que los inquisidores de Roma hayan decidido no es sin más por eso artículo de fe, haciendo falta primero que lo haya examinado el Concilio. Pero no tengo tanto amor hacia mis elucubraciones como para quererme servir de tales excepciones para tener un medio para conservarlas; y el deseo que tengo de vivir en paz y de continuar la vida que inicié tomando como lema Bene vixit qui bene latuit (Vivió bien quien se ocultó bien), hace que me encuentre más contento de hallarme libre del miedo que tenía de adquirir, por medio de mi escrito, más conocido de lo que yo desee, que molesto por haber perdido el tiempo y la fatiga empleados en redactarlo”48. ¡Curioso el lema, por venir de un exmilitar profesional!

Interesante también la opinión expresada más de un siglo después.





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El último amigo

“Cuento con dejar Roma alrededor del 20 de los corrientes y viajar directo hacia Pisa –escribía Benedetto Castelli a Galileo el 2 de marzo de 1641. Festejaré la Pascua, Dios mediante, en Pisa, y vendré luego a Florencia a reverenciar a Vuestra Excelencia; quedaré en esa cinco o seis días a lo sumo, para luego trasladarme a Venecia para nuestro Capítulo General; luego iré a Brescia a informarle de las últimas desdichas de mi familia, y a la vuelta me propongo quedar algunos días en Florencia… Deseo llevarle un (primer) libro, y tal vez también el segundo escrito por un discípulo mió quien, habiendo aprendido hace diez años en mi escuela los principios de geometría, luego ha progresado tanto que ha demostrado muchas de las proposiciones de motu (sobre el movimiento) ya demostradas por Ud, pero de otro modo; y ha continuado sobredificando maravillosamente acerca del mismo tema, hasta el punto de provocar la admiración de nuestro Sr. Raffaello Magiotti y otros de buen gusto”50. El discípulo en cuestión era Torricelli y el libro, su pequeño tratado De motu gravium naturaliter descendentium et proiectorum (Del movimiento de los graves en caída natural y de los proyectiles).

Efectivamente, Torricelli alcanzó a terminar la segunda parte; y faltándole el tiempo para volverla a copiar, la entregó así como estaba al Padre Reverendísimo, que la llevó al Maestro. Pero el propósito de Castelli iba más lejos. Galileo, a pesar de contar ya con 77 años de edad, lleno de achaques y ciego, seguía encerrado en la casa de Arcetri elaborando en su mente ideas viejas y nuevas; y necesitaba alguien con quien debatirlas y que fuera tomando nota de los argumentos y conclusiones. Desde hacía dos años vivía con él Vincenzio Viviani, un joven que lo cuidaba como si fuera su hijo, pero que a sus 20 años no tenía madurez necesaria para la tarea. Lo que Castelli propuso al Maestro fue enviarle a Torricelli, a la sazón de 32 años; y el anciano aceptó entusiasmado.

Torricelli no podía viajar en seguida. Castelli estaba dando clase de geometría y fortificaciones al hijo del Conde de Castel Villano, y había pasado a Torricelli el compromiso de remplazarlo durante su ausencia. A una carta de Galileo, donde le invitaba formalmente a alcanzarlo, Torricelli contestó: “Suplico humildemente a Vuestra Excelencia quererme dispensar estas pocas semanas hasta que el Padre Abad esté de vuelta, pues no tardará mucho; y luego esté seguro que yo entiendo perfectamente qué beneficio e interés tan grande implique para mí este acuerdo de servir en este momento a Galileo. Ruego a Dios que me apresure esta gracia y que vuelen para mí estos días de retraso, pues no veo la hora de hallarme lo más pronto posible enriqueciéndome a mí mismo con recoger las migajas de aquellos tesoros que se manejan en esa vuestra casa, donde la presencia de Vuestra Excelencia constituye el gobierno de la verdad y el tesoro de la sabiduría”51.

Pero la espera había de ser mucho más que de semanas. Torricelli, con sus dos amigos, Raffaello Magiotti y Antonio Nardi, toscanos residentes en Roma, discute sus planes; y mientras tanto prosigue la correspondencia epistolar con el Gran Anciano. Le remite seis teoremas que extienden la doctrina de Arquímedes sobre la esfera y el cilindro; o bien le comunica las últimas novedades culturales: acababa de salir el tan esperado libro del padre jesuita Atanasio Kircher acerca del imán, en el cual el autor hace gala de su polifacética erudición. “Oirá Ud –escribía Torricelli- de astrolabios, relojes y anemoscopios, con la escolta de un conjunto de vocablos sobremanera extravagantes. Entre otras cosas hay muchísimas garrafas y garrafones, epigramas, dísticos, epitafios, epígrafes, en latín, griego, arábigo, hebreo y otros idiomas. Entre los detalles graciosos, está la partitura de esa música que dicen ser antídoto del veneno de la tarántula. Basta; el Sr Nardi, Magiotti y yo nos reímos largo rato”52.

Una carta de Galileo en respuesta a una de Torricelli de fines de junio no llega, y este se desespera. “Yo pensaba que se hubiese extraviado la mía, de la cual poco cuidaba; pero entiendo que esa se salvó y que la que se extravió es la respuesta de Vuestra Excelencia que yo valoraba como un tesoro que la posteridad me envidiaría. Aquí las cartas de Toscana llegan o al correo de Florencia o al de Génova: en este está un déspota que a menudo, con tal de no buscar, niega las cartas aunque se encuentren; en el otro hay un maestro de memoria, que pretende contestar enseguida a quien quiera se presente si tiene cartas, y justamente cuántas, y de donde. En varias vueltas no he conseguido que ni el uno ni el otro de estos señores se haya dignado tomar en su mano las cartas y mirarlas” 53. Galileo contesta resumiendo el contenido de la misiva extraviada, y agrega: “Pero de todo me reservaba tratar con Ud verbalmente, así como confiarle algunas reliquias de pensamientos matemáticos y físicos míos, a fin de poderlos pulir con su ayuda, de modo que menos desaliñados pudiesen aparecer juntamente con mis demás cositas”.

La última carta de Torricelli es del 28 de septiembre. En ella reitera su impaciencia por “estar al servicio” de Galileo y lamenta su fracaso como preceptor: “Encuentro que aquí en Roma la he estado haciendo por siete meses no de maestro, sino de cochero; y si no procedo con mucha prudencia, o bien si no regresa el que me metió en esto, me temo que echaré a perder todo” 54. De hecho, parece que Torricelli no tuvo que esperar la vuelta del que le había metido en líos, o sea del padre Castelli, sino que en octubre le dio alcance en Arcetri. En efecto, se ha conservado una carta del padre Micanzio, amigo veneciano de Galileo, a este, de fecha 2 de noviembre, en que le comenta: “No puedo ocultar algo de envidia por las conversaciones que debe estar realizando ese triunvirato que estimo más que el antiguo romano –formado por vuestra muy Ilustre y Excelentísima Señoría, el padre Castrelli y ese otro espíritu tan elevado acerca del cual Ud me escribe de tal modo que me hace sufrir por el deseo de conocerlo. ¿Dónde se podrían encontrar tres personalidades semejantes? El refrán bien dice que Dios hace los hombres, y ellos se unen” 55.

Galileo ciego había finalmente encontrado a quien comunicarle lo que quedaba de sus meditaciones, con lo que pretendía agregar dos “jornadas” más a las cuatro del libro sobre las Nuevas ciencias. Así, los dos se la pasaban platicando todo el día y parte de la noche. Pero pronto Galileo se enfermó gravemente, y el 8 de enero de 1642 fallecía, cuando Torricelli apenas había empezado a redactar la quinta jornada.




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El experimento de Torrecelli

Viviani había reordenado la correspondencia de Galileo, y este, durante los tres meses de convivencia, sin duda había pedido a Torricelli leer las cartas más importantes bajo el punto de vista científico, y en particular la de Baliani de octubre 1630 {ver “Un sifón malogrado”}, que concluía con un párrafo por demás interesante. Luego de haber descrito lo que él imaginaba se sentiría estando en el fondo del mar, agregaba: “Lo mismo opino que nos ocurra en el aire, en el fondo de cuya inmensidad nos encontramos sin sentir ni su peso ni la compresión a que nos sujeta por todos lados; por que Dios nos ha hecho nuestro cuerpo tal que pueda muy bien aguantar esta compresión sin sentir daño; no solo, sino que a lo mejor la necesitamos y no podríamos vivir sin ella. Por lo que creo que, aunque no tuviésemos que respirar, no podríamos permanecer en el vacío; pero si estuviésemos en el vacío, de inmediato se advertiría el peso del aire que tendríamos sobre la cabeza, que creo sea grandísimo. Porque, aun estimando que a medida que el aire es más alto ha de ser más liviano, creo que su inmensidad sea tanta que, por pequeño que sea su peso, conviene que quien sintiera el de todo el aire que tiene encima lo notara muy grande, aunque no infinito, y por tanto determinado; y que con una fuerza en proporción con dicho peso se le puede vencer y así producir el vacío. Si alguien quisiese calcular esta proporción tendría que conocer la altura del aire y su peso a cualquier nivel” 56.

Torricelli, que había permanecido en Florencia por haber sido nombrado sucesor de Galileo como Matemático por el gran duque Ferdinando II (Cósimo había muerto a los 30 años en 1621), debió seguir meditando en la posibilidad, sugerida por Baliani, de crear vacío venciendo la presión atmosférica, convencido de que “la gravedad del aire sea causa de la repulsión que se nota al producir el vacío” 57. Como por otro lado, de acuerdo con Galileo, también el peso de una columna de agua de dieciocho codos de altura causaría la misma repulsión, esta columna debería equilibrar la atmósfera y, por lo tanto, señalar “las variaciones del aire, a veces más grave y grueso, otras más ligero y delgado” 58. Lo mismo, en fin, debiera de poderse lograr con una columna de mercurio de altura trece veces menor que la del agua, es decir, menos de codo y medio, altura perfectamente manejable en laboratorio.

Confiada esta idea a Viviani, Torricelli le encargó la construcción de aparatos para el experimento con mercurio, o sea, de tubos de vidrio de dos codos de longitud, cerrados en un lado y abiertos en otro, y le dio instrucciones que Vivivani siguió con cuidado59. Informado del éxito del experimento, Torricelli lo comunicó por carta el 11 de junio de 1644 a Michelángelo Ricci, en Roma. Refiriéndose a la fig. 18 anexa a la misiva, Torricelli escribía: ”Hemos construido muchos tubos de vidrio como los designados con A, B, gruesos y con cuello de dos codos de largo. Llenados estos de mercurio, cerrada con un dedo su boca y volteados en una cubeta C que contenía mercurio, se veían vaciar sin que en los tubos pasara nada; por que el cuello AD quedaba siempre lleno hasta la altura de un codo un cuarto, y un dedo más. Para comprobar que el tubo (en su parte superior) fuese perfectamente vacío, se llenaba la cubeta inferior con agua hasta D; y levantando poco a poco el tubo, en cuanto su boca alcanzaba el agua se veía el mercurio bajar del cuello y este llenarse con horrible ímpetu totalmente de agua hasta E”.


Y prosigue: “Hasta ahora se ha creído que, estando el espacio EA vacío y sosteniéndose el mercurio, aun siendo pesadísimo, en el tramo AC, la fuerza que sostiene al mercurio en contra de su tendencia natural a caer haya sido interior al espacio AE, o sea de vacío… Pero yo pretendo que ella sea externa, que la fuerza venga de afuera. Sobre la superficie del líquido que está en la cubeta gravita la altura de cincuenta millas de aire. ¿Qué hay pues de raro si en el vidrio CE, en el cual por no haber nada el mercurio no tiene ni propensión ni repugnancia, este entre y se levante hasta equilibrar el peso del aire que lo empuja? Por su parte el agua en un tubo semejante, pero mucho más largo, subirá casi hasta dieciocho codos, o sea tanto más de lo que sube el mercurio cuando este es más pesado que el agua, para equilibrarse con la misma causa que los empuja a ambos” 60.

Como comprobación, señalaba el hecho de que el nivel alcanzado por el mercurio es el mismo en los tubos A y B, aunque en el primero haya más vacío, que según los peripatéticos sería el elemento atrayente. Concluía que, a pesar de todo, su principal propósito, que era lograr conocer cuándo el aire es más pesado y cuando más ligero, había fracasado, porque el calor y el frío por si solos hacían variar el nivel, exactamente como si el tramo AE estuviese lleno de aire.

A la semana Ricci contestó, adelantando tres objeciones que Torricelli refutó el 28 de junio. La primera era la siguiente: si la fuerza que detiene el mercurio en el tubo es externa, con solo tapar bien la cubeta inferior para quitarle la presión del aire el mercurio tendría que bajar; a lo que Torricelli contestó que si la tapa se mantiene en contacto con el mercurio de la cubeta, no lo dejaría subir y, por tanto, no permitiría que el del tubo bajase; y que si hay algo de aire entre la tapa y el mercurio, este aire debe de tener el mismo “grado de condensación” del que está afuera y, como consecuencia, sostendría igualmente la columna.

La segunda objeción era que, si bien está claro que el aire puede por su peso ejercer una presión hacia abajo, no se ve cómo pueda ejercerla hacia arriba. Torricelli, adelantándose a la ley de Pascal, replica con el cuento de un filósofo que viendo a su servidor que introducía un sifón en el barril, le desafiaba diciendo que el vino nunca saldría porque los graves solo presionan hacia abajo pero el ciervo probó prácticamente que un líquido empuja y se lanza hacia todos los lados, hasta arriba, con tal de hallar a donde ir; es decir, si encuentra medios que le resisten con una fuerza menor que la que él posee.

Finalmente, Ricci oponía que un cuerpo sumergido no contrasta con todo el fluido sobrepuesto, sino solo con una masa de fluido de volumen igual al suyo; por lo que el mercurio del tubo debería contrastar con un volumen igual de aire. Objeción bastante boba, a la cual con facilidad Torricelli contestó que la columna de mercurio no se halla “ni sumergida en agua, ni en aire, ni en el vidrio, ni en el vacío; solo puede decirse que se trata de un cuerpo fluido y pesado, del cual una cara colinda con el vacío –o casi vacío- que no gravita en lo absoluto, y la otra colinda con aire comprimido por tantas millas de aire apiñado; de modo que la superficie no comprimida sube empujada por la otra, y se eleva hasta que el peso del metal levantado logre igualar el del aire que empuja al extremo opuesto”61.



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La derrota de Aristóteles

Aunque Torricelli hubiese claramente advertido la utilidad de su dispositivo para detectar variaciones en la atmósfera y, por tanto, en el clima, la importancia inmediata de su hallazgo no fue el invento del barómetro, sino la producción efectiva de ese vacío aislado y continuo cuya existencia Aristóteles juzgaba absurda.

Ricci, un joven de 25 años, había sido alumno de Torricelli en Roma. Experto en matemáticas por un lado, y por el otro, al inicio de una brillante carrera eclesiástica que le llevaría al cardenalato, estaba conquistando la amistad de los grandes científicos de la época que frecuentemente acudían a su juicio en sus disputas. Totalmente convencido, luego de la respuesta de Torricelli {ver El experimento de Torricelli}, de que el experimento de aquel iba a ser el mazo que aplastaría a los peripatéticos, hizo una copia de la primera carta y la remitió a Mersenne.

Mersenne era el corresponsal científico por excelencia. A la sazón de 56 años, fraile de la congregación de los Mínimos, había sido en su juventud condiscípulo de Descartes en el colegio de la Flèche, estrechando con él lazos de amistad que duraron toda la vida. Con Descartes, que prudentemente prefería vivir más bien en los Países Bajos que en Francia, Mersenne mantenía desde París una correspondencia continua, teniéndolo informado de las últimas novedades; y al mismo tiempo, daba a conocer los resultados d este a los demás hombres de la ciencia. Fecundo escritor de teología, filosofía, matemáticas, física y música, Mersenne había traducido al francés las Nuevas cienicas de Galileo, que, por estar escritas en italiano, eran poco accesibles a sus compatriotas.

Curiosamente, este corresponsal profesional poseía una letra horrible. En 1683 Galileo escribía a Elia Diodati, residente en París, quien le había remitido una carta del padre Mersenne: “Con la carta… sucedió lo que Ud previa, ya que, habiéndola puesto en manos de amigos y luego de toda la Academia, no ha sido posible descifrar un número de palabras suficiente para deducir –aunque sea de manera confusa- el sentido del escrito”. Y continuaba: “Que los que no quieren se les entienda, para fatigar menos pueden callar; y si más bien quieren ser entendidos, que manden escribir en caracteres inteligibles”62. Torricelli en 1643 se queja con el mismo Mersenne: “Nunca recuerdo haber quedado tanto tiempo perplejo para demostrar recónditos teoremas cuanto en la interpretación de tus cartas, Ilustrísimo Señor”. El tuteo naturalmente se debe a que la carta estaba escrita en latín. Y prosigue, con la ceremoniosidad de la época barroca: “Eso se debe a que al escudriñar con mis ojos tu escrito dudo si veo oscuridad en tu letra o bien luz en tu ingenio. De hecho, he experimentado de cierta forma las penas de Tántalo, por que luego de haber leído el celebérrimo nombre de Mersenne, no he podido sacar provecho de tu carta y gozar de tu valiosa conversación”. Felizmente, sigue diciendo, llegó luego en su ayuda el amigo Doni, “verdadero Edipo de tus letras”, que le permitió entender algo63.

Cerrado el paréntesis, regresamos a la copia de la carta de Torricelli remitida por Ricci a Mersenne. Apenas este la hubo leído, se percató de la importancia del descubrimiento y determinó repetir la prueba; pero fracasó. Resolvió luego ir personalmente a Italia a presenciar su realización. En noviembre de 1644 llegó a Roma, donde se encontró con Ricci, y de regreso pasó a Florencia, donde se quedó para fin de año; allí, remplazada la palabra escrita por la hablada, los dos se entendieron perfectamente y Torricelli le mostró el experimento. Convencido, Mersenne regresó a Francia; pero como su viaje incluyó una larga vuelta por el sur del país, solo a fines de 1645 propaló entre los sabios la noticia.

Pascal que, como sabemos, se encontraba en esos años con su padre en Normandía, al año siguiente logró realizar el ensayo siguiendo las notas de Mersenne, y tanto se entusiasmó que lo repitió, agregándole pruebas suplementarias varias veces, en presencia de más de quinientas personas de toda condición, entre las cuales había cinco o seis jesuitas del Colegio de Ruán. En 1647 hizo imprimir un folleto, titulado Expériences nouvelles touchant le vide (Nuevas experiencias acerca del vacío), que tuvo gran difusión en Francia y Mersenne remitió a Suecia, Holanda, Alemania e Italia. En la introducción, sin dar el nombre de Torricelli, Pascal mencionaba explícitamente que la primera experiencia se había realizado en Italia; pero muchos comenzaron a atribuirle a él el invento. Otros, como el capuchino polaco Valeriano Magni, se lo apropiaron 64.

El mejor amigo que Descartes tenía en Holanda era Constantijn Huygens, señor de Zuylichem y secretario del Principe de Orange, cuya casa él, soltero empedernido, amaba frecuentar, especialmente por el cariño al hijito Christian que había nacido el mismo año de su llegada de Francia, un niño extraordinariamente dotado para la mecánica y las matemáticas. Fue el señor de Zuylichem a quien Pascal remitió copia del impreso para que lo entregara a Descartes. Sumamente interesado, éste último decidió entrevistarse con el joven Blaise, que, delicado de salud, había dejado en mayo de 1647 Normandía para vivir en Paris, en casa de su hermana Jacqueline. Allí lo visitó Descartes en septiembre, aprovechando una de sus cortas visitas a Francia. El día 23 Pascal lo recibió en presencia de su hermana y del amigo matemático Roberval; al día siguiente volvieron a verse sin testigos, y parece que fue en esa ocasión cuando Descartes le propuso experimentar si el mercurio sube a la misma altura en la cumbre de una montaña que a sus pies65.

Pascal nunca reconoció en sus escritos haber recibido tal sugerencia; sin embargo, el 15 de noviembre de ese mismo año 1647 escribió a su cuñado Florin Périer que vivía en Clermont, ciudad natal de Pascal, para que, escalando el cercano cerro Puy de Dôme con un tubo de Torricelli, comparara las alturas de las columna de mercurio al pie de la montaña y en la cumbre. El experimento, varias veces postergado, se realizó finalmente el 19 de septiembre de 1648, hallándose una diferencia de poco más de tres pulgadas. Los detalles fueron expuestos por Pascal en su folleto Récit de la grande expérience de l’equilibre des liqueurs (Relación de la gran experiencia del equilibrio de los líquidos), en cuya conclusión el autor vuelve a referirse al concepto de horror al vacío. “No es en esta sola ocasión –escribe- que, cuando la debilidad de los hombres no ha podido determinar las causas verdaderas, su ingenio les ha remplazado otras imaginarias, expresadas por ellos con nombres especiales que llenan los oídos mas no el espíritu… Sin embargo, no es sin pensar que abandono estas opiniones tan generalmente aceptadas: no lo hago sino doblegándome ante la fuerza de la verdad, que me constriñe. Resistí a estas nuevas concepciones hasta que tuve algún pretexto para seguir a los antiguos… Pero finalmente la evidencia de mis experimentos me fuerza a abandonar las opiniones en que me había mantenido el respeto para la antigüedad. Con todo, no he renunciado a ellas sino gradualmente: porque del primero de estos principios, que la naturaleza posee por el vacío un horror invencible, pasé al segundo, que le tiene horror, pero no invencible; y finalmente llegué a creer en el tercero, que la naturaleza no experimenta ningún horror por el vacío”66.

La época de Aristóteles se había cerrado definitivamente y se había abierto la de Galileo.

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