Agua

Ríos y Canales


El río que se buscó un nuevo cauce

La ciudad de Ferrara estaba fundada a orillas del Po, en posición estratégica: allí donde el río se parte en dos brazos, el Volano y el de Primaro (fig. 52). A esta ubicación debía su prosperidad, porque le permitía dominar, a través de su puerto, un activo comercio con el territorio incluido entre ambos ramales, así como el tráfico que bajaba hacia el Adriático, procedente de Pavía, Plasencia y Cremona, y el otro que, llegando de Venecia, remontaba el curso del río.

En el año 1152, debido a una creciente excepcional, el Po se desbordó por su orilla izquierda unas 12 millas arriba de Ferrera, entre Stellata y Bondeno; se abrió camino por una zona baja y, socavando y arrastrando la tierra removida, llegó al mar. La gente de los alrededores acudió al sitio del derrame y, como solía hacer en tales circunstancias, levanto un bordo, cerrando la brecha. Sin embargo, ese nuevo cauce disponible constituía una tentación para los hidráulicos de entonces, pues la posibilidad de desviar por él parte de las aguas en caso de avenidas permitiría proteger de inundaciones a las tierras de Ferrara; así que, unos cincuenta años después, un tal Sicardo de Ficarolo, otro pueblo ribereño de por allí, volvió a abrir esa salida por medio de un tajo. Es cierto que en un mapa de principios de siglo XIV el nuevo brazo de Po no aparece; pero, según las noticias dejadas en 1431 por Ambrogio de Camáldoli acerca de su viaje fluvial hasta Venecia, resulta que ese ramal ya era navegable puesto que Ambrogio lo utilizó. Su existencia se legitimó dándole el nombre de “Po de Venecia”, y se denominó “Po de Ferrara” al tramo antiguo, desde Stellata hasta esa ciudad1.

Ahora, cerca de Bondeno desembocaban en dicho tramo dos afluentes considerables: el Panaro y el Reno (fig. 52), los cuales en sus crecientes arrastraban gran cantidad de tierra y piedras, que luego el Po acarreaba hacia a su estuario. Al reducirse progresivamente el caudal del Po de Ferrara a medida que el de Venecia iba ensanchándose y adquiriendo por erosión más capacidad (tanto que acabaron por llamarlo Po Grande), el primero perdía más y más su poder de arrastre; los acarreos se asentaban en la desembocadura de los afluentes, con la consecuencia de que los lechos de estos y del mismo Po de Ferrara fueron elevándose y refrenando las corrientes respectivas. Así en 1460 el Reno rompió su bordo derecho y se fue a inundar la campiña de Bolonia. ¿De quién sería la culpa? De los de Ferrara, evidentemente; y contra ellos se descargó la cólera de los boloñeses. Era entonces amo de Ferrara Borso de Este, señor apuesto y espléndido, que gustaba de recorrer las calles de la ciudad a caballo, ataviado con trajes suntuosos y cubierto de oro y joyas; hombre cuyo sueño –que logró efectivamente realizar- era conseguir para sí y sus sucesores el título de duque. Un individuo así no se echa para atrás; con señorial largueza Borso firmó un acuerdo con el Papa, de quien dependía Bolonia, comprometiéndose a limpiar el lecho del Reno y así devolver todas sus aguas al Po; y lo hizo.

Naturalmente, la limpieza constituía un remedio momentáneo, ya que con el tiempo los cauces se volvieron a azolvar; en efecto, en 1522 el Reno se desbordó nuevamente. El problema tenía que arreglarse entre el Papa Adriano VI y el duque Alfonso I de Este. Adriano, a pesar de haber sido creado Papa a principios del año, por hallarse entonces en España como gobernador general de ese reino en ausencia de Carlos V, llegó a Roma tan solo a fines de agosto. Nunca había estado en Roma antes, y allí encontró el Estado Pontificio en guerra con Alfonso, lo cual no le gustó nada. Holandés de origen, Adriano era un hombre pacífico y no entendía estos pleitos entre príncipes italianos. Además, Alfonso no era un adversario que se pudiera menospreciar: dejando la vida de corte a su hermano, el célebre cardenal Ippólito, y a su esposa, la todavía más célebre doña Lucrecia Borgia, se dedicaba a su pasión la artillería, y fabricaba excelentes cañones, que vendía luego a los ejércitos en pugna. Así, el problema de Reno sirvió a Adriano para llegar a un acuerdo con Alfonso, quien devolvió otra vez ese río al Po2.

Al finalizar el siglo XVI, el Estado Pontificio había logrado, como sabemos, realizar el antiguo anhelo de entrar en posesión de Ferrara; de modo que los pleitos acerca del Reno se hicieron problemas internos que el Papa procuraba resolver con sus propios medios. Así, en 1623 Urbano VIII llamó a su matemático, el padre Benedetto Castelli, y lo envía como inspector a Ferrara, al sequito de Monseñor Ottavio Corsini, lo que Castelli observó lo relató como sigue: “Siendo que el lecho del Po de Ferrara ya está levantado, resulta que este queda del todo carente de aguas del Po Grande, salvo en los tiempos de sus mayores crecidas; aunque en tales ocasiones, por estar este Po de Ferrara cerrado por una barrera de fondo cerca de Bodeno, también quedaría falto de agua. Pero los señores ferrerenses acostumbran cortar la barrera cuando el Po amenaza romper; y del tajo mana tanta furia de agua, que se ha observado que el Po Grande, en espacio de pocas horas, baja su nivel cerca de un pie”3.

Que un río del ancho del Po baje un pie no parece nada despreciable; y Castelli encuentra a todos muy satisfechos y convencidos de “que sea sumamente provechoso y útil mantener este desfogue, y valerse de él en tiempo de avenidas”. Sin embargo, él tiene sus dudas, porque sabe muy bien que para apreciar el gasto descargado no basta con estimar el volumen de agua en movimiento, sino también la velocidad con que esta se mueve. Es un error el de los que “miden la masa de agua que escurre … por el lecho del Po de Ferrara, y consideran que la masa del Po Grande haya disminuido tanto cuanto es la que escurre por el Po de Ferrara”3.

En efecto –dice Castelli_ admítase que, con las aguas del Po Grande en sus máximos niveles, se corta la barrera que se forma naturalmente en el fondo; entonces, con el cauce de Ferrara vacío, dichas aguas caen desde muy arriba, precipitándose con gran velocidad. Tal vez en un principio mantengan esa misma velocidad, o poco menos, al correr hacia el mar. “Sin embargo, luego de pocas horas, una vez lleno el Po de Ferrara y no hallando en él las aguas superiores tanta pendiente como al principio, ya no desembocan con la misma velocidad de antes, sino con una mucho menor; por tanto, empieza a salir del Po Grande un caudal mucho más reducido; y si con esmero comparáramos la velocidad del agua al realizarse el tajo con la adquirida después, cuando el Po de Ferrara ya está lleno de agua, hallaríamos que la primera era como quince o veinte veces mayor. Por tanto, el agua que abandonará al Po Grande, pasado del primer ímpetu, será tan solo la quinceava o veinteava parte de la que salía en un principio; con lo que las aguas del Po Grande en poco tiempo recuperará su altura original”. Que los que no se convenzan con este razonamiento –sigue diciendo fray Benedetto-, se molesten en observar, cuando se realice un tajo en la barrera de Bondeno, si esa bajada inicial de nivel en el Po Grande se conserva, o si más bien uno o dos días después se regresa casi al nivel de antes.4

Sigue Castelli analizando ventajas y desventajas de realizar el tajo: “Aun aceptando que las aguas del Po Grande bajen de altura al principio del desfogue, este beneficio resulta temporáneo, de unas cuantas horas. Si las crecientes del Po y los peligros de ruptura fuesen de poca duración, como ocurre generalmente en las crecidas de los torrentes, entonces el desfogue sería de alguna consideración; pero como las del Po duran treinta y a veces cuarenta días, la ganancia que resulta del desfogue acaba por ser de poca monta”. Y frente a este modesto beneficio, ¿cuáles son los inconvenientes? Castelli señala cuatro. Primero, que llenándose los cauces del Po de Ferrara –Primaro y Volano nace el peligro de desbordes en todo su curso, desde Bondeno hasta el mar. Segundo, que existe el riesgo de que el Po de Primaro ahogue los desagües naturales de los campos adyacentes, creando un serio problema de saneamiento en la zona. Tercero, que al bajar las aguas del Po Grande , las del Po de Ferrara se van refrenando progresivamente hasta estancarse y luego invierten su curso dirigiéndose hacia Stellata; y en la fase de estancamiento depositan sus acarreos en el lecho del río, elevándolo siempre más. Cuarto y último, que al encauzarse parte de las aguas del Po Grande hacia el de Ferrara, en el lecho del primero, aguas debajo de la derivación, se formaría naturalmente un levantamiento del fondo en forma de lomo transversal que luego estorbaría el escurrimiento y podría causar inundaciones aguas arriba.5

Concluye Castelli que “el provecho de este desfogue es muy inferior a lo que generalmente se supone; y además hallaremos, si no me equivoco, que de él resultan tantos perjuicios, que yo propondría grandemente a creer más conveniente cerrarlo del todo que conservarlo. Sin embargo, no me hallo tan encariñado con mi opinión que no esté listo a cambiar mi juicio frente a razones mejores”, siempre que se tome en cuenta “la importancia de la variedad de las velocidades del agua misma y lo necesario que es el conocimiento de aquellas para concluir la verdadera cantidad del agua corriente”. La recomendación surtió su efecto: los ferrarenses dejaron de cortar la barrera de Bodeno y el cauce del Po de Ferrara quedó definitivamente seco.

La gente che solcar soleva l’onda

or solca il letto del gran Fiume estinto.6

La gente que solía surcar la ola ahora “surca” el lecho del gran río difunto, escribiría luego Alessandro Tassoni en su poema jocoso La secchia rapita (El balde robado), poema que cuenta la heroica guerra de los de Bolonia en contra de los modenenses, para recuperar un balde de madera que estos últimos les habían quitado. Guerra inútil, por cierto, porque ese balde cualquiera puede contemplarlo todavía en la Ghirlandina, la gran torre de la linda catedral de la ciudad de Módena.

Los boloñeses, ahora que ya no había duque a quien reclamar, tuvieron que aguantar varias inundaciones del Reno. Sin embargo, allá por el año 1770, Giovanni Lecchi tuvo una gran idea: disponiéndose del cauce vacío del Po de Primaro, ¿por qué no echarle el del Reno, que así saldría directamente al mar Adriático sin pasar por el Po Grande? Despertose la burocracia pontificia, la obra se realizó, siguiendo el trazo que se ve en la fig. 52, y se acabaron los problemas. Hoy en día la mayor parte de las aguas del Reno se desvía al canal de irrigación llamado Emiliano-romañolo; y el tramo abandonado de dicho río, que aparece entrecortado en la figura, ha sido revestido, y se utiliza en doble sentido: de sur a norte para aliviar al Reno, echando al Po Grande sus sobrantes, cuando el gasto del río sobrepasa la capacidad del canal mencionado; de norte a sur para llevar al canal aguas del Po, levantadas por bombeo, cuando las del Reno son insuficientes para alimentarlo.

Opinión corriente entre los hidráulicos italianos del siglo XVIII era que fue justamente en la controversia del Reno, y en las discusiones técnicas a que ella dio lugar, donde tuvo su nacimiento la moderna “doctrina de las aguas”.

Criterios de fontaneros

Todavía en el siglo XVIII, los fontaneros usaban como unidad de medida la “onza de agua”. La onza, unidad de longitud, representaba como sabemos al doceavo de pie; onza de agua era la cantidad que sale de un orificio circular de una onza de diámetro. No se daban cuenta de los mencionados artífices de que esa medida, al no considerar la carga de agua sobre el orificio, no era única: la onza de agua se vuelve doble si el tirante se cuadruplica. Es cierto que los fontaneros más competentes no caían en ese error; sin embargo, había otro mas encubierto, en el cual solían incurrir al realizar particiones. Lo señala el padre Castelli en su libro Della misura dell’acque correnti (De la medición de las aguas corrientes), de 1628; libro que es casi imposible encontrar en su edición original, pero que felizmente fue reproducido en una célebre publicación aparecida primero en 1722 y luego varias veces reimpresa y aumentada: la Raccolta d’autori che tráttano del moto dell´ acque (Colección de autores que tratan del movimiento de las aguas), testigo de la afición por la hidráulica que existía entonces en Italia.

Refiere Castelli que en Roma, ciudad de las fuentes, se acostumbraba medir las aguas “de dos maneras, la primera de las cuales se realiza por figuras semejantes, como serían círculos o cuadrados; o sea, se calibran los orificios destinados a entregar las aguas con una placa de metal, en la que se perforaron varios círculos, o bien cuadrados, uno de media onza, otro de una, otros de dos, tres, cuatro onzas, etc. La otra manera de medir las aguas de fuentes es con rectángulos de la misma altura pero con bases distintas, de modo que análogamente sea de media onza, otros de una, dos, tres, etc. Midiendo y subdividiendo así el agua pareció que, si los orificios se colocan en un mismo plano equidistante de la superficie libre del agua en el depósito y se realizan dichas medidas con toda exactitud, también el agua tiene que resultar partida en proporción a ellos”. A primera vista esto parecía correcto; pero no para Castelli, que prosigue: “si consideramos bien el asunto, hallaremos que los orificios, a medida que aumentan en tamaño, descargan siempre más agua de lo debido en comparación con los menores; o sea, para hablar con más propiedad, el agua que pasa por el orificio mayor está a la que pasa por el menor en una razón siempre mayor que la de las áreas relativas”.

Esta variación, explica Castelli, resulta del hecho de que la velocidad del chorro se reduce debido a la fricción del agua con los bordes del orificio, en proporción con la longitud de estos. Consideremos dos orificios cuadrados, uno cuádruple del otro en sección: “si quisiéramos que el agua que pasa por el orificio mayor fuese tan solo cuatro veces la que pasa por el menor en tiempos iguales, se necesitaría que no solo la abertura del orificio mayor sea cuádruple de la menor, sino que también se cuadruplique la obstrucción. Ahora, en nuestro caso es cierto que se ha cuadruplicado la abertura, pero no ha sucedido lo mismo con la obstrucción, la cuál únicamente se ha duplicado, por ser el perímetro del cuadrado mayor tan solo el doble del perímetro del menor”7.

La misma consideración –añade Castelli- revela el error de esos arquitectos que, debiendo construir sobre un río puentes de muchos arcos, conservan para el claro total el mismo ancho que tiene el río, sin discurrir que en el cauce ordinario del río el agua tiene solo dos reductores de velocidad, o sea el roce con las dos orillas”; mientras que en el puente se tienen dos orillas por cada una de las pilas. “Y a este descuido siguen a veces gravísimos trastornos, como nos muestra la práctica diaria”. Finalmente, destaca, como otro ejemplo la enorme ventaja que representa para los campesinos el desherbar zanjas y canales; “porque esa multitud de plantas, o hierbas, o cañitas, distribuidas por la acequia, acaba por retardar notablemente el curso del agua, y la medida del agua crece; mientras que, quitando esos impedimentos, la misma agua adquiere velocidad, y luego baja en medida, y por consiguiente, en altura”8.

Cómo medir las aguas corrientes

En el año 1598 Roma sufrió una grave inundación a causa del Tíber; como tales inundaciones se habían venido presentado con cierta frecuencia, se consideró conveniente aumentar la capacidad del cauce del río. Había que determinar con ese objeto cuánta era el agua que realmente había escurrido; y esto no podía medirse en el cauce mismo, que había resultado insuficiente. El Arquitecto Giovanni Fontana, encargado del reconocimiento, decidió que lo mejor era calcular los aportes del tramo superior del río y de todos los afluentes, y sumarlos. Con la ayuda de un sobrino, midió las áreas de las secciones mojadas de esos ríos y riachuelos; esto es factible localizando en cada cauce las huellas de aguas máximas, o sea, hierbas dobladas, sedimento depositado, erosiones, lo más pronto posible antes de que desaparezcan. Luego las sumó, y así obtuvo el resultado aparente de que el aporte extraordinario al Tíber había sido de quinientas “cañas” más de lo normal. La caña era una medida de algo más de 2 metros de largo; aquí debía tratarse evidentemente de “cañas cuadradas”. Como esto era aproximadamente triple de la sección útil del lecho en el interior de la ciudad, Fontana infirió que, para salvar a Roma de todo peligro, habría que abrir otros dos cauces iguales al que existía. Alguien le hizo notar, sin embargo, que había un puente, llamado Quattro Capi, que no había sido rebasado, ya que toda la avenida había cabido bajo él, en una sección de ciento cincuenta cañas apenas. ¿Qué decir? Fontana se vio obligado a concluir que lo que había pasado por allí debía de haber sido “agua comprimida”9.

Esta conclusión no le gustó al padre Castelli porque, decía él, “no entiendo que el agua sea como algodón o la lana, materiales que pueden comprimirse y apretarse, como también ocurre con el aire”10. Además, don Benedetto levanta toda una serie de otras objeciones: las medidas realizadas en los afluentes no pueden utilizarse para el Tíber, porque en este las aguas no mantienen la misma velocidad que en aquellos, y donde la velocidad aumenta, el área de la sección se reduce; tampoco son comparables entre si, por el mismo motivo, las medidas realizadas en afluentes distintos, porque “mientras Fontana suma las cañas y palmos de las medidas de esas acequias y ríos, incurre en el mismo error en que caería aquel que reuniera en una misma suma monedas de valores y países distintos, pero que tuviesen el mismo nombre, como sería pretender que diez escudos romanos, más cuatro escudos de oro, más trece florentinos, más cinco venecianos, más ocho mantuanos sumasen cuarenta escudos de oro”; además, es muy posible que un afluente que no llevó más agua de lo normal haya parecido llevar más, por el sencillo motivo de que, al elevarse las aguas en el Tíber, las del afluente deben nivelarse con aquellas y subir ellas mismas, simulando una crecida inexistente; finalmente, “Fontana se equivoca al concluir que para librar a Roma de inundaciones se necesitaría abrir otros dos cauces fluviales anchos como el que existe actualmente” porque, “habiendo cabido toda la avenida debajo de dicho puente Quattro Capi, …. Sería suficiente un solo cauce con la misma capacidad de dicho puente, siempre que el agua escurriera con la misma velocidad que alcanzó debajo de él en ocasión de la inundación”11.

El gasto de un río no puede pues depender de la sección mojada solamente, sino que también hay que tener en cuenta la velocidad. Era este un asunto que desde hacía tiempo había intrigado a Castelli: “Habiendo yo –escribía- en otros tiempos oído hablar en varias ocasiones de las medidas de las aguas de río y fuentes, diciendo: ese río es de dos o tres mil pies de agua, esa agua de fuentes es de veinte o cuarenta onzas, etc., aunque de ese modo yo oyese que todos por igual, hasta los mismos peritos e ingenieros, se expresaban… como si fuese cosa fuera de duda, sin embargo, yo quedaba siempre envuelto en una calígine tal que me daba cuenta perfectamente de no entender nada en lo absoluto de lo que otros pretendían comprender plena y abiertamente. Y mi duda provenía de haber frecuentemente observado muchas acequias y canales que llevan aguas para mover molinos, en cuyos conductos, si se mide el agua, se halla muy abundante; pero si luego la misma agua se medía en la cascada que se forma para girar la rueda del molino, resultaba mucho mas reducida, no alcanzando a menudo su décima ni tampoco a veces su veinteava parte; de tal modo que la misma agua corriente resultaba de medida a veces mayor a veces menor, en distintas partes de su cauce. Por tanto, esta manera vulgar de medir las corrientes, por ser indeterminada e imprecisa, empezó con razón a parecerme sospechosa, ya que la medida debe ser bien determinada y única”12.

La solución al problema salió de la observación de un fenómeno que no parece tener nada que ver con la hidráulica. Era costumbre del buen Padre detenerse a contemplar las actividades de obreros cuyos talleres se abrían sobre la vía pública; y en especial le atraía el fino trabajo de los joyeros, quienes desplegaban en él todo su sentido artístico. Estos artesanos utilizaban para la orfebrería hilo tirado de oro y plata, que producían ellos mismos partiendo de un alambre grueso y tirándolo luego para irlo adelgazando progresivamente. Con tal objeto, envolvían el alambre en un carrete giratorio sujeto a un perno fijo en la mesa, forzaban un cabo del alambre mismo a pasar por una perforación de menor diámetro practicada en una placa de acero vertical, y aseguraban dicho cabo en un carrete igual al otro lado de la placa; en este último iban envolviendo el hilo y lo jalaban, forzándolo así a adelgazarse. Ahora, se sabía por experiencias que el segundo carrete tenía siempre que girar más rápido que el primero. Castelli comprobó con mediciones que cuanto más grueso es el hilo antes del agujero que el que ya lo ha atravesado, tanto más rápido avanza, en proporción inversa, este último con respecto al primero, “y así el grosor compensa la velocidad y, viceversa, la velocidad compensa el grosor”. Para entender la razón de esto, “lo que hay que considerar atentamente es que las partes del hilo antes del agujero tienen cierto grosor y las que salen del agujero son más finas, pero de todos modos el volumen y el peso del que se desenrolla son siempre iguales al volumen y peso del que se enrolla”. Resulta, pues, que “ocurre lo mismo a los solidísimos metales de oro, plata, hierro, etc. que al elemento fluido del agua y a los demás líquidos, a saber, que esa misma proporción que tienen entre sí los grosores del metal o del agua la tienen inversamente las velocidades relativas”15.

Por lo que concierne a los ríos, el principio anterior permitía a Castelli afirmar que “donde el río tendrá menor velocidad, allí será de mayor medida, y en esas partes en las cuales tendrá mayor velocidad será de menor medida; en suma las velocidades de distintas partes del mismo río tendrán eternamente recíproca y mutua proporción con sus medidas”14. Con razón –apuntaba- un viejo refrán recomienda: “cuidaos de las aguas quedas”; por que quien decida cruzar la corriente allá donde sus aguas se ven más tranquilas la hallará más profunda y, por tanto, probablemente más peligrosa15.

“Muchísimas consecuencias –concluía- pueden deducirse de esta misma doctrina; pero las omito porque cada quien puede entenderlas fácilmente por sí mismo, siempre que mantenga bien fija esta máxima: que no es posible concluir nada seguro acerca de la cantidad del agua corriente, si se considera tan solo la medida vulgar del agua sin su velocidad; así como, por el contrario, quien tuviese cuenta solamente de la velocidad sin medida cometería grandísimos errores. Porque al tratarse de la medición de las corrientes es necesario, por ser el agua un cuerpo, si se quiere formar un concepto de su cantidad, tener cuenta de todas sus tres dimensiones, a saber, ancho, profundidad y largo. Las dos primeras todos las consideran en la manera común y ordinaria de medir las aguas corrientes, pero se olvida la tercera dimensión, la del largo, y tal vez esa omisión se debe a que la longitud de una corriente se presume de cierto modo infinita, ya que nunca acaba de escurrir…. Pero, si con más atención reflexionásemos sobre nuestra consideración de la velocidad del agua, hallaremos que, al tomarla en cuenta, también se toma en cuenta el largo, ya que cuando se dice que cierta agua de fuente corre con la velocidad de 1000 ó 2000 cañas por hora, esto en sustancia no es sino afirmar que dicha fuente descarga en una hora un agua de 1000 ó 2000 cañas de largo. De modo que, aun siendo incomprensible la longitud total del agua corriente, como si fuese infinita, ella se vuelve comprensible parte por parte en su velocidad”16.

La ley de Castelli

El 12 de noviembre de 1625 Castelli, entonces profesor de Pisa, escribía a Galileo: “En estos días he demostrado geométricamente con mucha facilidad la siguiente proposición: que la proporción entre la cantidad de agua que escurre por un río cuando este tiene cierta altura de agua y la que escurre por un río cuando tiene otra altura de agua está en razón compuesta de la velocidad con la velocidad y de la altura con la altura”17. A lo que Galileo contestaba el 21 del mismo mes, diciendo que esa proposición le parecía “muy clara, siendo que, al mantenerse la misma altura, el agua que escurre es como la velocidad y, manteniéndose la misma velocidad, ella es como la altura; por tanto, combinando alturas y velocidades, las aguas que escurren tienen la proporción compuesta entre las dos”18. Este resultado, que se refiere evidentemente a ríos de sección rectangular, aparece en el libro Della misura , expresado en forma más general en la Proposición II, al remplazarse la palabra “altura”, o sea tirante de agua, por la palabra “sección”. Si indicamos con Q el gasto (volumen de agua que escurre en un tiempo determinado), con A el área de la sección, o V la velocidad y con subíndices 1 y 2 las dos secciones, lo enunciado puede escribirse

Si, como hacemos actualmente, se uniforman las unidades de medida, expresando por ejemplo las áreas en m2, las velocidades en m/s y los gastos en m3/s, la fórmula 1 se simplifica en

Y significa que el gasto, en cualquier sección, es igual al producto de la velocidad por el área de la sección misma.

La demostración de lo anterior se apoya sobre la siguiente Proposición I: Las secciones de un mismo río descargarán, en tiempos iguales, iguales cantidades de agua, auque las secciones mismas sean desiguales; proposición cuya demostración vale la pena recordar, porque ofrece una idea del método “geométrico” empleado por el autor. Sean A y B dos secciones del río C, que corre de A hacia B (fig. 53). Digo que descargarán iguales cantidades de agua en tiempos iguales. En efecto, si por A pasara una cantidad mayor de la que pasa por B, seguiría que en el espacio intermedio del río, C, el agua crecería continuamente, lo que es manifiestamente falso; si, por el contrario, de la sección B saliera más agua de lo que entra por A, el agua en el espacio intermedio C iría menguando continuamente y seguiría bajando, lo que también es falso. Por tanto, la cantidad de agua que pasa por la sección B es igual a la cantidad que pasa por la sección”19.

A la proposición II le siguen otras cuatro, que podemos expresar brevemente así:20

Proposición III. Para dos secciones de un mismo río, de áreas A1, A2 y velocidades V1, V2, resulta que

Proposición IV. Un río de ancho b1, y velocidad V1 al penetrar en otro de ancho b2, adquiriendo la velocidad V2, alcanzará un tirante h2 tal que

Proposición V. Si un río descarga un gasto Q1 con tirante h1 y velocidad V1, y luego sobreviene una crecida que, con velocidad V2, eleva el tirante a h2, el nuevo gasto Q2 será tal que

Proposición VI. Si dos avenidas de un mismo afluente penetran en un mismo río, y este corre con velocidades V1, V2, respectivamente, los incrementos de tirante Dh1, Dh2 serán tales que

Benedetto Castelli ha sido considerado en Italia como “padre de la Hidráulica” y la fórmula 2 se ha conocido como “ley de Castelli”. Esta atribución ha sido posteriormente controvertida, porque otros antes que él habían tenido un conocimiento por lo menos parcial de ella; por ejemplo Leonardo ya había enunciado claramente la Proposición I y la había demostrado de manera muy parecida; sin embargo, la atribución parece merecida. Porque Castelli, como lo hemos visto, fue buscando este principio con tesón, perfeccionándolo poco a poco y, una vez establecido, lo fue aplicando sistemáticamente para resolver cantidad de problemas hidráulicos. No querérselo acreditar sería un poco como negar a Colón el descubrimiento de América, por el simple motivo de que hubo antes uno o dos europeos que, por mera casualidad, arrojados por la borrasca, arribaron a las playas del nuevo mundo. Y como prueba de lo dicho, vale la pena recordar algunas consideraciones con las que Castelli concluye su tratado: “De las cosas declaradas, si se entienden bien, se sacarán muchos [criterios] cómodos y útiles, no solo para subdividir las aguas corrientes en relación con los infinitos usos que les corresponden al mover piedras de molino, fábricas de papel y de polvo para arcabuces, talleres, machacadoras de arroz, herrerías, moledoras de aceite y de arrayán, sierras para madera, curtidoras de pieles, batanes, hilanderías y semejantes instalaciones, sino también para el provecho de canales navegables, la derivación de ríos y canales, y para definir los tamaños de los conductos para fuentes; aprovechamientos en los cuales suele cometerse grandes errores, que luego ocasionan fuertes pérdidas, por resultar a veces los canales y tuberías incapaces de llevar los gastos requeridos, y otras veces más grande de lo necesario. Complicaciones estas que se evitarán en cuanto el ingeniero se entere de lo antes mencionado”21.

El nivel del lago Trasimeno

¡Que bueno, Padre Decano, que venís a nuestro capítulo general! –exclama el padre guardián del monasterio de San Pedro en Perusa, abrazando a Castelli. ¡Quiera Dios que traigáis también un poco de agua del cielo, vos que de las aguas sois tan amigo! Efectivamente, la comarca sufría una sequía terrible. Desde la pequeña ventana de su celda, que permitía a la vista espaciar, entre bosques y colinas, desde la huerta del convento hasta el lago Trasimeno, ahora don Benedetto solo divisaba tierras áridas, quemadas por el sol. Observe vuestra señoría –comentaba el fraile- cómo el lago se ha encogido. Ya no sale agua; las veintidós muelas que su emisario movía están paradas, y para nuestra harina tenemos que andar con los burritos cargados todo un largo día, hasta los molinos del Tíber más cercanos.

Los benedictinos se acuestas temprano, pero se levantan mucho antes del alba. Todavía era obscuro cuando Castelli montó a caballo para bajar al Trasimeno. En la toma se apeó para medir el nivel del lago; cinco palmos romanos era lo que había descendido desde su elevación normal, de modo que se encontraba bastante por debajo del umbral del emisario. Después de un frugal almuerzo con el hermano que lo acompañaba, ambos emprendieron en silencio, bajo el sol candente, el camino de regreso. Pero he aquí que surge el viento, aparecen unos nubarrones que rápidamente se juntan y ennegrecen el cielo. ¿Será la lluvia por fin? Aceleran el paso y llegan al monasterio cuando esta ya ha empezado a caer. Los monjes, que los han avistado desde lejos, bajan felices a recibirlos, celebrando el milagro de don Benedetto; pero este no quiere perder tiempo; que le traigan un vaso de vidrio, el más grande que tengan. Encuentran un tarro de mermelada como de un palmo de alto y medio de ancho. Su fondo es algo irregular: Castelli lo cubre con un tantito de agua, de la cual marca el nivel con una raya, lleva el vaso hasta el centro del patio y allá lo deja, bien vertical. La lluvia no es muy fuerte, pero sigue cayendo continua y uniforme ante el regocijo de todos. Una hora después, Castelli recoge el vaso y marca el nivel alcanzado por el agua. Pero la lluvia no cesa; ocho horas persiste, más o menos con la misma intensidad ¿Cuánto habrá subido el lago? Elemental, piensa Castelli; si además de un vaso yo hubiese expuesto muchos a la misma lluvia, en todos ellos el agua habría subido a la misma altura; así que también para el lago, que equivale a una enorme cantidad de vasos, esta debería de haber sido la elevación del nivel en una hora. Por ocho horas, la subida del agua será ocho veces más.

En la mañana siguiente vuelve a llover; Castelli se apresura a colocar nuevamente su vaso en el patio y regresa a la celda. En ese momento llega el ingeniero encargado de los trabajos del convento: como Castelli sabe de construcciones, los monjes aprovechan su visita para que el ingeniero discuta con él lo que se propone hacer. Estoy intentando pronosticar la elevación de las aguas del Trasimeno – dice el padre al ingeniero, mostrándole por la ventana el vaso- ¿qué le parece mi idea? Pero el otro lo mira incrédulo. “Entonces percibí –escribirá más tarde Castelli a Galileo- que ese buen hombre se había formado el concepto de que yo tenía muy poco seso; porque me dijo sonriendo maliciosamente; Padre mío, os engañáis; para mi, con esta lluvia el lago no debe de haber crecido ni el grueso de un julio [la moneda que el papa Julio II había mandado acuñar]. Oyendo que soltaba esta sentencia con gran sinceridad y resolución, le rogué que me mencionara alguna razón de lo que había dicho, asegurándole que estaba dispuesto a cambiar de opinión según la fuerza de sus razones. Me contestó que tenía una grandísima experiencia en el lago, porque lo visitaba cada día, y que estaba absolutamente seguro de que no había crecido nada. Como yo seguía insistiéndole que sostuviera con alguna razón su parecer, me hizo considerar la gran sequía ocurrida, y que esa lluvia no había sido sino una nada por la excesiva sequedad. A eso contesté; Señor, yo pensaba que la superficie del lago sobre la cual la lluvia había caído estuviera mojada; por lo que no veía cómo la sequedad inexistente pudiese haber absorbido, por así decir, algo de la lluvia. De todos modos, persistiendo él en su opinión sin que mi discurso lo impresionase en lo absoluto, por fin me concedió –creo que por hacerme un favor- que mi razón era preciosa, pero que en la práctica no resultaría. Entonces, para poner todo en claro, hice llamar a un hombre y lo envié desde luego a la bocatoma del emisario del lago con el encargo de traerme el informe exacto de cómo estaba el agua del lago con respecto al umbral de la boca. Ahora aquí no quisiera, señor Galileo. Que Ud pensara que yo haya arreglado el asunto para sostener mi palabra; pero créame –y hay testigos todavía- que mi enviado, llegando en la noche a Perusa, trajo la noticia de que el agua ya empezaba a escurrir por el túnel, hallándose casi un dedo por encima del umbral. De modo que, agregando esta medida al desnivel de la superficie del lago por debajo del umbral antes de la lluvia había sido exactamente de esos cuatro dedos que yo había pronosticado”22.

Ingrato negocio es meterse con las aguas –lamenta don Benedetto- porque no solo se pueden afectar “los intereses públicos, sino también los privados; de donde se sigue que tratar acerca de ellas corresponde no solamente a los peritos, sino que muy a menudo quienquiera del vulgo pretende expresar su parecer; así que con frecuencia he tendido que tratar no solo con gente que por práctica o estudios especiales entendía algo de tales asuntos, sino también con personas carentes del todo de los conocimientos indispensables para poder hablar con fundamento acerca del tema. Así, muchas veces he encontrado más dificultades en la testarudez de los hombres que en los precipitosos torrentes y vastos pantanos”23. Y para darnos un ejemplo, menciona otra experiencia suya en relación con el lago Trasimeno.

La obra de toma la cual nos referimos consistía en un túnel controlado por compuertas. El túnel, construido por Braccio Fortebraccio unos dos siglos antes, se derrumbó luego y quedó inutilizado durante muchísimos años. Cuando el lago ya pertenecía al Estado Pontificio, Maffeo Barberini, quien antes de ser creado Papa había sido Prefecto de los Caminos (algo así como Secretario de Obras Públicas) del estado mismo, había resuelto reconstruir la obra; lo que se había realizado con buen éxito. Luego de algún tiempo de operación, el padre Castelli fue enviado a inspeccionar las condiciones del túnel, por lo que ordenó que cerraran las compuertas para dejarlo seco. La llegada del abad había sido notada; y los curiosos que oyeron la orden se lanzaron rápidamente a avisar a los vecinos, de modo que, apenas cerradas las compuertas, ya estaba allí una multitud de los poblados y tierras de alrededor para protestar. Padre –decían- no cierre, porque las aguas del lago subirán e inundarán nuestros campos, y se echarán a perder las cosechas. Castelli intentó explicarles que el cierre era solo por dos días, y que el lago era tan grande que su subida de nivel, que iba a ser realmente mínima, no se notaría en lo absoluto. La gente no quería convencerse; cada quien enumeraba los enormes perjuicios que él y su familia sufriría, y el pobre abad, acostumbrado como buen alumno de Galileo a dialogar, hablando y dejando hablar, se encontró en una situación difícil. Mi trabajo –pensaba él- se hace no con azadones o palas, sino con la pluma y el raciocinio: ¿cómo entenderse con estos que no saben ni de la una ni del otro? “Por tanto, me convino valerme de esa autoridad que yo tenía, y así proseguí haciendo mi negocio como convenía, sin ninguna consideración para aquella plebe allí tumultuariamente reunida”24.

La rectificación del Bisenzio

Hay en Toscana un pequeño pero caprichudo río llamado Bisenzio, el cual en otros tiempos amenazaba con crecidas súbitas e inopinadas, que resultaban en roturas de bordos en los meandros, y las consiguientes inundaciones. Para acabar con el peligro, en verano de 1630 el ingeniero Alessandro Bartolotti había propuesto al gran duque Cósimo II enderezar la parte baja del río, remplazando el tramo de meandros por uno rectilíneo. Cósimo había pasado el escrito de Bartolotti a la consideración de otro ingeniero, Stéfano Frantoni, quien lo había desaprobado, exponiendo sus buenas razones para dejar el río como estaba, y tan solo ir arreglando los bordos. Bartolotti había replicado a las objeciones, insistiendo con nuevos argumentos. La noche del 8 de diciembre de ese mismo año, Niccoló Arrighetti, que recibía a un grupo de amigos en su villa en Montedómini, donde estaba pasando el invierno, comenzó a platicar acerca del problema, del cual ya en agosto le había hablado el gran duque, y en el que había seguido meditando. Su primo Andrea, seis años más joven que él y exdiscípulo de Castelli; que se hallaba entre los presentes, se interesó gradualmente en el asunto. Pero como mantenía una opinión opuesta a la de Niccoló, se suscitó entre los dos un interesante debate, que empezó verbalmente y prosiguió por carta.

Niccoló sostenía que nada se podía ganar enderezando el río, en cuanto que los tirantes en el cauce rectificado seguirían siendo los mismos que en el tortuoso. En efecto –decía él- sean AB el horizonte (fig. 54), CA el canal recto, CGEIA el sinuoso. El agua que baja desde C hasta A se comportará como un grave que va acelerándose y, por tanto, de acuerdo con el Teorema III de Galileo, deberá adquirir la misma velocidad en puntos que, como D y G, o bien F e I, se hallan a la misma elevación sobre el horizonte. Luego, siendo la velocidad la misma y los anchos de ambos canales iguales, también tendrán que serlo los tirantes25. Andrea en principio no podía negar esta teoría, por respeto a Galileo; sin embargo por haber tenido que lidiar él mismo con un río así, estaba convencido de que en la práctica el agua corre más despacio en un canal torcido que en uno recto. Su razonamiento era el siguiente: las partículas de agua, al salir de la curva G, tendrán que chocar contra la orilla GE y regresar, formando un ángulo de reflexión igual al de incidencia, “y si en su regreso toparán y tropezarán con otras partículas de agua que a su vez estén yendo a chocar con la misma orilla, se verán forzadas a regresa una segunda vez, y quizás más veces, hacia esa orilla, con velocidades y ángulos diferentes; y las segundas partículas, en su choque con las primeras, también se retrazarán y con su demora refrenarán la velocidad de las terceras, y así sucesivamente, recibiendo siempre menos impedimento a medida que se encuentren más alejadas. Por tanto, será necesario que, en el recodo y por alguna distancia tras él, el agua crezca en medida, reduciendo en proporción su velocidad”. Como comprobación, basta con observar que “en todo los recodos de ríos y acequias…, en ocasión de crecidas se produce siempre un notable levantamiento, con rotura y desbordes”26.

Niccoló contestaba estar dispuesto a aceptar los rebotes supuestos por Andrea; pero sostenía que, sin embargo, “mientras esas partículas que chocan hacen fuerza hacia atrás, … las que siguen la hacen hacia delante y, equilibrándose así tales impulsos, estas partículas quedarán paradas; y quedando paradas… no creo que Ud. me niegue que el agua al topar con ellas se las lleve por delante con su misma velocidad, de igual manera que, colocando a través de una corriente un madero, … esa corriente lo arrastraría con su velocidad”27. Andrea en su respuesta ratificaba no poner en duda la demostración de Galileo, mas recordaba que este consideraba la caída de los graves, “siendo removidos todos los impedimentos. Pero si no me enseña Ud. la manera de remover los infinitos obstáculos que pueden impedir y refrenar el fluir de esas corrientes por dichos canales, no me siento forzado a tener que cambiar de opinión. Más bien, ahora se me ocurre que habría que aceptar necesariamente que los ríos y canales, al alejarse de su origen, vayan incrementando la velocidad en la proporción de las diferencias de los números cuadrados, lo que no pienso que Ud. crea en lo absoluto... Y si se me concediera… que esos recodos ocasionan un mínimo impedimento, resultaría imposible que desde el primero en adelante la velocidad del río por el [cauce] torcido pueda igualar nunca la velocidad por el recto; y mucho menos la igualará si luego de ese hubiese otros recodos, como acontece en el caso del Bisenzio, donde hay algunos con ángulos tan agudos y extravagantes que regresan nada menos que de mediodía a tramontana”28.

Otro argumento de Niccoló –no muy transparente por cierto, pero que él consideraba una “demostración geométrica” –era el siguiente: acéptese, como Andrea pretende, que en el recodo se eleva el tirante y baja la velocidad, y remplácese el río tortuoso por otro recto que tenga el tirante aumentado y la velocidad reducida que resultan en el recodo. Luego desvíese este cauce recto, creándole un recodo igual al anterior: la velocidad, ya reducida, bajará todavía y el tirante, ya aumentado, crecerá. Si procedemos de la misma manera a lo infinito, llegamos a un absurdo29. “Esta demostración –replica, sin embargo, Andrea- se echa por tierra con solo negar que sea posible rectificar un río y conservar allí las mismas sección y velocidad…; y yo opino que, en cuanto se le quiten las vueltas y se enderece, la sección se reducirá y la velocidad aumentará”30.

Así, quedando cada uno aferrado a su parecer, a Andrea se le ocurre una idea, que comunica a su primo: “Le ruego pues mostrarme más claramente la falacia de esta opinión mía, que me parece tan clara que no podría decir más; y si Ud. estuviera de acuerdo, … creo que se duplicaría el gusto en cada uno de nosotros si apostáramos alguna galantería, como sería una cena antes de carnaval en el centro del pueblo, la que servirá para alegrarnos un poco en estos tiempos calamitosos y para tener la ocasión de examinar algunas fantasías de nuestro señor Galileo, al cual sin mayores réplicas o escritos me contento con remitir toda la decisión de esta disputa”31. En efecto el 17 de ese mes de diciembre Andrea y el 18 Niccoló escriben a Galileo, detallando cada uno su punto de vista y pidiéndole su opinión. Más tarde Andrea comunica a Galileo que ha realizado observaciones en el campo, las cuales parecen darle la razón: “Seleccioné dos recodos de nuestro río de la Marina y otros dos de otro riachuelo, distantes pocos centenares de codos entre sí, y, habiendo localizado con cuidado hasta donde subió en dichos recodos la última creciente, y nivelado de un punto a otro, hallo en efecto que en las partes intermedias, por debajo del primer recodo, el agua no alcanzó ni con mucho el plano que pasa por los puntos observados”32. Luego, declarando que “el gusto que siento tratando [esta materia] sobre papel con triángulos es mucho mayor de lo que ha sido el disgusto cuando tuve que practicarla, a pesar mío..., por la perjudicial proximidad de algunos ríos”33, le remite una demostración convincente del hecho de que, si dos canales que cubren el mismo desnivel llevan el mismo gasto pero son de longitud distinta, independientemente de que posean o no recodos, la hipótesis de que el tirante sea igual en ambos es incompatible con la de que el movimiento del agua sea naturalmente acelerado. Finalmente, en una carta a un amigo que se encuentra cerca de galileo, menciona que dispone de un pequeño laboratorio, y que luego “si Ud. pensara que el Señor Galileo le gustaría ver estas experiencias, podría hacerle entender que hay caños y canales de varios tipos y que en mi casa, mañana por la mañana o cuando ordenara, tendremos comodidad para realizarlas”34.

Interviene Galileo

No sabemos quién pago la cena en Montedómini, aunque nos inclinamos a creer que le haya tocado a Niccoló {ver La Rectificación del río Bisenzio }. Lo cierto es que Galileo se vio en esos mismos días metido también directamente en el pleito. En efecto, el 22 le había llegado una comunicación por parte de Raffaello Staccoli, diciendo que el gran duque encomienda a él, Galileo, y a Giulio Parigi, inspeccionar el río Bisenzio; y, en vista de la discrepancia entre las opiniones de Bartolotti y Fantoni, considerar lo más útil y adecuado por hacerse para la protección de esa llanura y de los pueblos que en ella estaban.

Aunque la carta de Staccoli agregaba que ambos asesores serían llevados y traídos de vuelta con toda comodidad por las partes interesadas, o sea por Fantoni y Bartolotti35, Galileo, que prefería su tranquilo estudio en Bellosguardo al trajín de la inspección en el campo, resolvió que mejor sería empezar examinando las propuestas y contrapropuestas de los dos ingenieros. Esencialmente, a la sugerencia de Fantoni de dejar todo como estaba, solo reforzando y perfeccionando los bordos destruidos, Bartolotti replicaba que ese remedio ya sea había adoptado 44 años antes y que, a pesar de eso, se había vuelto a lo mismo: según él, era necesario cortar de una vez los meandros, porque cualquier otra curación no habría sido sino como “aplicar paños calientes”. La rectificación tendría doble ventaja: evitar el remanso en los recodos y aumentar la pendiente del cauce; así, se incrementaría la velocidad de la corriente.

Galileo no oculta su preferencia hacia la posición de Fantoni. Si los arreglos sirvieron durante 44 años –razona él- es porque eran efectivos; si luego el río volvió a desbordar, fue porque el cauce se azolvó, “y como es imposible evitar el arrastre de materiales por parte de la corriente y su depósito, hay que contentarse, y resignarse a tener que remover de vez en cuando el azolve”36. En una carta a Staccoli del 16 de enero de 1631, Galileo plantea sus puntos de vista, pidiendo de antemano disculpa por su originalidad: “Sé que en este mi escrito hay proposiciones que, por tener a primera vista el aspecto de paradójicas e imposibles, mantendrán, y tal vez acrecentarán en el concepto de muchos, el atributo que se me da de cerebro extravagante y deseoso de contradecir hasta las opiniones y doctrinas que suelen provenir de los mismos maestros en Arte; y por esto no se me oculta que mejor sería… callar ese ver che ha faccia de menzogna (verdad que tiene semblante de mentira) que, expresándolo, exponerlo a las réplicas, impugnaciones y a veces hasta a los escarnios de muchos. Sin embargo, mi parecer es distinto del usual también en esto, pues estimó más útil proponer y exponer a refutaciones ideas nuevas que –para salvaguardarme de los contradictores- llenar hojas con conceptos ya repetidos en mil volúmenes”37.

Galileo considera, como había hecho Niccoló Arrighetti, que el movimiento de la corriente en un canal es naturalmente acelerado, y le aplica sus teoremas sobre la caída de los graves; así concluye, por el Teorema III, que la corriente recorrerá dos tramos de canal que cubren el mismo desnivel en tiempos proporcionales a las longitudes de los mismos. Alguien podrá concluir –sigue diciendo- que el más corto descarga un gasto mayor que el más largo, pero no es así. Supongamos, por ejemplo, que haya dos conductos en tales condiciones, uno de longitud doble del otro, y que tengamos que descargar por ellos diez mil balas de cañón; si introducimos una bala en el momento en que la anterior sale del conducto, como la bala en su recorrido tarda el doble de tiempo en el conducto largo que en el corto, claro está que el segundo descargará el doble de balas que el primero. Pero la descarga del agua no es así, sino que se produce como si se tuviese una sucesión continua de balas, una en contacto con la otra; y en tal caso, “supuesto, por ejemplo, que en la longitud del canal corto quepa una hilera de cien balas solamente y en la del canal largo doscientas, es cierto que el primero ya habrá descargado cien balas cuando el segundo empieza a descargar la primera, pero al continuar la descarga… se hallará que el canal corto no gana en toda la descarga sino la ventaja de cien sobre las diez mil balas, porque solamente cien quedarán por descargarse en el canal largo una vez terminada la descarga del corto;… y menos sería la ventaja cuando fuese mayor el número de balas por introducirse y descargarse”38.

Bartolotti afirmaba que la velocidad de las aguas de un río depende esencialmente de la pendiente de su cauce; Galileo cree más bien que dicha pendiente no tenga sino una importancia mínima. En primer lugar, porque la conclusión de que, de acuerdo con el Teorema III, el tiempo requerido para recorrer un cauce cuyo largo sea la mitad se reduce a la mitad, vale siempre que se suponga que el móvil –en nuestro caso el agua- empiece su movimiento naturalmente acelerado partiendo del reposo. Pero, en la realidad, el agua ya llega con una velocidad considerable al inicio de la rectificación; y es fácil demostrar que “el espacio que se recorrerá en el canal largo, en el tiempo que se recorre todo el corto, no será solo la mitad de la longitud del corto, sino más y más, a medida que haya sido mayor la velocidad”39.

En segundo lugar, Galileo disiente de Bartolotti en cuanto que está convencido de que la pendiente que puede afectar la velocidad de la corriente no es la del fondo del cauce, sino la de la superficie del agua.

Supongamos en efecto –dice él- que se apoya una esfera metálica sobre el piso de un canal horizontal: la esfera quedará inmóvil; pero, si la esfera es de agua, se aplanará, corriendo hacia los lados, “y si los extremos del canal están abiertos, se saldrá toda, salvo esa mínima capita que queda mojando el fondo del canal. He aquí pues que hasta en un canal sin pendiente, donde los sólidos quedan parados y quietos, los fluidos se mueven. Además la causa del movimiento es muy manifiesta, en cuanto que el agua aplanándose adquiere declive… y ella misma se crea de cierto modo pendiente, sirviendo sus capas inferiores como lecho inclinado para las superiores… Y aquí empieza a evidenciarse como no es la pendiente del lecho o fondo del canal la que regula el movimiento del agua”40. Asimismo, puede resultar “una grandísima variación de velocidad, no solamente por un pequeño aumento de pendiente que se le dé al lecho del canal, sino también cuando esta no se incremente por nada y la de la superficie del agua se incremente sumamente poco. Así, si consideramos qué aumento de pendiente puede causar para nuestro río Arno una elevación en nuestra ciudad de ocho o diez codos, que hay que distribuir sobre un largo de 60 millas, que es lo que se extiende su cauce desde aquí hasta la desembocadura, no cabe duda que el aumento de velocidad, en comparación con la que tienen sus aguas cuando están bajas, debería de ser pequeño”. Y aquí Galileo hace un cálculo: supongamos que la caída total de nivel de aquí a la desembocadura sea en estiaje de 100 codos y de 108 durante una avenida; tomando el medio proporcional entre 100 y 108, que es menos de 104, se obtendría para la avenida un incremento de velocidad de menos del 4 por ciento, o sea que si en estiaje el río llega al mar en 50 horas, en crecidas debería tardar más de 48; pero de hecho resulta que tarda menos de ocho. “Luego –continua Galileo_ para descubrir la causa de este gran aumento de velocidad, hay que acudir a otras cosas que no sea el incremento en la caída de nivel, y reconocer que una de las razones poderosas es que, al crecer así el desnivel, aumenta enormemente la masa y el cúmulo del agua que, gravitando y comprimiendo las partes que van adelante con el peso de las subsiguientes, las empuja impetuosamente; cosa que no sucede con los cuerpos sólidos… Ahora, como en la aceleración del flujo de las aguas crecidas poco tiene que ver la mayor pendiente y mucho la gran copia del agua que sobreviene, hay que considerar que, aunque en el canal corto la pendiente sea mayor que en el largo, las aguas inferiores del largo se encuentran tan cargadas por la mayor abundancia de las aguas superiores que las comprimen y empujan, que este impulso puede compensar abundantemente el beneficio que podría resultar de la mayo pendiente [del canal corto]”41.

Pasando luego a considerar el comportamiento de la corriente en los recodos, Galileo anota: “Tal vez podría resultar que el agua remansándose se hinchara un tanto sobre la curva; pero esto no disminuirá en lo absoluto su velocidad, porque ese levantamiento le servirá para hacer que su pendiente se haga mayor en el tramo de canal siguiente, donde, con aumentar su velocidad, compensará el retraso sufrido en el inicio de la curva; resultará así un efecto semejante al que diariamente vemos acontecer en los ríos muy crecidos, a saber, que cuando, al pasar por los arcos de los puentes, tienen que contraer sus aguas por chocar con las pilas o impostas de dichos arcos, aquellas, elevándose por el lado de atrás, adquieren debajo de los arcos una pendiente tal que, escurriendo con suma velocidad sin ninguna pérdida y continuando su curso, no gastan en su viaje ni un instante más que si hubiesen hallado el canal totalmente despejado”42.

Entre otras interesantes consideraciones contenidas en la carta a Staccoli, leemos la siguiente: supongamos que un móvil tenga que bajar por su propio peso desde el punto E hasta el punto C (fig. 55), deslizándose sobre un carril conveniente; ¿cuál forma debería de tener este carril para que el recorrido se realice en el menor tiempo posible? “Afirmo –escribe Galileo- que el camino más expedito y que se recorre en menos tiempo no es el recto, aun siendo el más corto, sino que hay curvas, y también combinaciones de líneas rectas, que se recorren con mayor velocidad y en tiempo más breve”37. Comparando, por ejemplo, el carril rectilíneo EC con el quebrado EFC, señala que EF tiene mayor pendiente que EC; por tanto, el móvil, llegando a F, tiene una velocidad mayor que la alcanzada en el carril EC; y como la conserva en el tramo FC, aunque este sea menos inclinado, acaba por llegar más rápidamente al extremo C si sigue el camino quebrado. Un razonamiento análogo lo lleva a concluir que el camino curvo EGFC, es todavía más conveniente, y finaliza: “De lo que acabo de decir, quisiera que los señores ingenieros y peritos saquen una advertencia… acerca del repartimiento de la pendiente en los canales y lechos de los ríos; y es esta: que no hay que distribuirla igualmente en todas partes, sino que conviene irla siempre reduciendo al acercarse al final del curso”43.

El problema arriba mencionado no es otro sino el que en matemáticas se llama de la “braquistocrona”, cuestión cuyo planteamiento, olvidando a Galileo, se suele atribuir a Johann Bernoulli, que lo propuso en las Acta eruditorum de junio de 1696, o sea 65 años después. Constituyó este el primer problema del “cálculo de variaciones”; y de él, determinado (lo que Galileo no había hecho) cuál es efectivamente la forma de carril que permite al móvil llegar en tiempo mínimo, ofrecieron simultáneamente la solución, por caminos distintos, Johann y su hermano Jakob el año siguiente.

Galileo termina su informe recomendando a propósito del Bisenzio: “Yo propendería a no removerlo de su lecho antiguo, sino tan solo a limpiarlo, ensancharlo y, para decirlo de una vez, levantar los bordos donde rebosa y reforzarlos donde azolve. En cuanto a la tortuosidad, si hay alguna demasiado brusca y que se pueda quitar con un corte breve y de poca molestia para los predios adyacentes, yo lo quitaría, aunque la ventaja que podría resultar no sea de mucha consideración”44. De hecho, varios cortes, aunque no una rectificación total, se realizarán más tarde en ese río, y esto por obra de Vicenzio Viviani, que al parecer consideró conveniente no seguir demasiado al pie de la letra las recomendaciones de su maestro.

Hay quien reprocha a Galileo que haya tratado el escurrimiento en los ríos y canales pasando totalmente por alto el efecto de la fricción del agua con las paredes del cauce. Pero no es cierto que la desconociese. En apuntes que nos quedan de él, redactados pensando en el problema del Bisenzio, leemos: “Con respecto a las desigualdades del fondo y la velocidad mayor en una parte que en otra, considerarlas cuando el agua está baja importa poco; pero cuando el lecho está lleno –y ese es el tiempo peligroso- dichas desigualdades en buen parte se emparejan y la superficie del agua se vuelve nivelada y uniforme; y la experiencia muestra que hasta los grandes escalones de las represas casi se ocultan”45. “Las malezas, irregulares y otros estorbos de las márgenes retardarán el curso de materias sólidas que chocasen con ellos; pero, siendo el agua fluida y constituida por partes no coherentes, ella misma, llenando los huecos de las irregularidades de los márgenes y del fondo, se forjan un cauce tan terso y pulido como si fuese de láminas de plata bien alisadas y más que bruñidas”46. Y finalmente: “Como es manifiesto, los impedimentos reducen el movimiento en mayor proporción en cuanto este sea más veloz; porque si yo quiero desplazar por el agua un sólido rugoso con gran velocidad, la resistencia ocasionada por el agua será tanto mayor cuanto más veloz sea el movimiento. Y noto que las mismas resistencias encuentran una trabe rugosa por efecto de la corriente, que el agua del canal por las rugosidades de la superficie del cauce; por tanto, en el canal más inclinado, el movimiento, debiendo ser más veloz, resulta más refrenado por los márgenes rugosos”47.


Conviene visitar la página web: http://www.sociedadelainformacion.com/fisica/cicloide/plantear.html ya que se presenta una mayor explicación de la Braquistocrona, con la generación de la cicloide, por medio de una animación y el fundamento teórico de dicha curva, lugar de donde se tomaron las imágenes anteriores.

El río que corrió al revés

Año 15 de nuestra era. En Italia llueve y llueve sin cesar; los ríos desbordan; el Tíber inunda los barrios más bajos de Roma y, al retirarse, arrastra escombros y cadáveres que los ciudadanos contemplan impotentes y consternados. Al senado, convocado con urgencia, Asinio Galo propone consultar los libros sibilinos: tal vez sugieran cómo calmar la ira de los dioses; pero el emperador Tiberio, allí presente, interpone su veto. Ese hombre, “tan misterioso en religión como en política”, tiene buenos motivos para temer que Asinio, casado con una exesposa suya, se vuelva demasiado influyente. Entonces, los padres de la patria optan por una solución más terrenal: que el estimado y pragmático Lucio Arruncio busque, de acuerdo con Ateio Capitón, los medios más adecuados para contener el río”48.

Arruncio y Ateio proponen un plan radical: si el Tíber desborda, esto no se debe a sus propias aguas, que en resumidas cuentas no son tantas, sino a las que recibe inopinadamente de sus locos y atropellados afluentes, especialmente Chiana y Nera. Basta pues con hacerlos desaparecer o bien descargarlos en otra parte. Al senado la idea le parece bien; pero, de acuerdo con las todavía vigentes normas republicanas, hay que oír primero la opinión de los municipios y colonias interesadas. Llegan las delegaciones de Florencia, Terni y Rieti. El Chiana nace muy al norte, cerca de la gran curva del Arno; habría que invertir su curso y echarlo en este último. Pero los florentinos se oponen resueltamente: entonces el que desbordará será el Arno, y arruinará nuestras ciudades y nuestros cultivos. El río Nera no tiene otra salida que el valle del Tíber; pero podría subdividirse en tantos pequeños riachuelos, para que así sus aguas se vayan dispersando y el suelo las absorba, proponen los cándidos senadores. ¡Ilusos! Gritan los de Terni, que de esto sí entienden: solo se formarán charcos y pantanos, y se echarían a perder los campos más fértiles de Italia. Queda una última opción: el Nera recibe buena parte de sus aguas de un afluente propio, el Velino, que, antes de la conjunción, se ensancha en un lago: ¿Por qué no cerrarle la salida a este último? Pero Rieti está cerca del lago, y son los reatinos quienes ahora levantan su categórica protesta: las aguas rebosarían para sumergir nuestras planicies; que se deseche la solución.

De entre los delegados se levanta entonces un anciano, baja las gradas, se planta en el centro del recinto y con voz firme arenga a los presentes: “Ciudadanos senadores, la naturaleza ha provisto muy sagazmente a los intereses de los mortales, fijando a los ríos sus orillas y cauces, así como el principio y fin de sus cursos. Dejadlos como están, y no faltad a la religión de nuestros antepasados, que ofrecían culto, bosques sagrados y altares a los ríos patrios. ¡Cuidado! ¡El mismo Tíber, despojado del tributo de las ondas vecinas, se indignaría por escurrir con menos gloria”. Un estremecimiento recorre la asamblea; Pisón se pone de pie y propone dejar todo como está; lo que se aprueba por considerable mayoría de votos.49

De todos los proyectos ventilados por el senado, hubo uno que, sin embargo, colaborando la naturaleza y el hombre, efectivamente llegó con el tiempo a realizarse; y fue -¿quién lo creería?- justamente el que parece más descabellado: hacer que el río Chiana invirtiera su curso, para desembocar en el Arno.

Resulta que a fines del siglo VI toda Italia fue azotada por lluvias terribles, “tales como no se cree hayan caído desde los tiempos de Noé”, escribía Paolo Diácono. Siguieron enormes inundaciones y un trastorno permanente en el equilibrio hidráulico, con el empantanamiento de extensas regiones. Las invasiones bárbaras asociadas a ese fenómeno histórico que se suele llamar la “caída del imperio romano”, con sus depredaciones y estragos, habían de por sí fomentado la miseria en el campo y reducido la población aldeana; así que no es extraño que las zonas sujetas a encharcamiento fuera completamente abandonadas. Eso le ocurrió al valle superior del Chiana, una extensa llanura otrora corazón de la admirable agricultura que había producido la civilización etrusca.

La figura 56ª muestra como era, en el tiempo de los romanos, la zona de que estamos hablando. El valle superior del Chiana, o “las Chianas” como se llamó más tarde, aparece en el centro. Arriba se divisa parte de la gran curva del Arno, que poco a la izquierda cruzará Florencia; abajo, una porción del lago Trasimeno. El Chiana, pasando por los pequeños lagos de Montepulciano y Chiusi, dirigía todas sus aguas hacia el sur, para echarlas al Tíber. Las tierras sujetas a encharcamiento durante la edad media aparecen en el centro de la fig 56b. Allí se distingue también el emisario, conocido como “canal de los puentes de Arezzo”, que se fue abriendo para facilitar un drenaje parcial de esos terrenos en el río Arno.

El saneamiento de las Chianas había constituido una preocupación constante para los florentinos. Leonardo da Vinci, hombre que razonaba con su cabeza, y al cual, por tanto, se le ocurrían a veces opuestas a las de los demás, había pensado más bien en inundarlas, creando un enorme embalse regulador de avenidas que incorporaría al mismo lago Trasimeno, introduciendo en él al Tíber por medio de un túnel y regulando los desagües en el Arno con una presa levantada cerca del Arezzo. Una magistral perspectiva aérea, conservada en la colección de Windsor, muestra como Leonardo imaginaba el embalse una vez realizado. Pero las Chianas eran un centro potencial de producción agrícola demasiado importante para hacerlo desaparecer. Lo que más bien se hizo fue prolongar el canal de los puentes de Arezzo hacia el sur, hasta el lago de Montepulciano, formando el “canal maestro” que se ve en la fig 56c; y esto con el objeto de descargar en el Arno lo más rápidamente posible las aguas que, después de una lluvia, quedaban cubriendo las Chianas. El canal maestro tenía unas 20 millas de longitud, y el tirante de agua en él llegaba a subir dos codos en ocasiones de las máximas crecidas; de los cuales un codo bajaba en tres días y el segundo en doce, al menguar la avenida.

Por el año 1635, se empieza a pensar en la conveniencia de profundizar el canal maestro para acelerar el drenaje; entonces, aprovechar las tierras más altas que, gracias a un desagüe inmediato, podrían con confianza dedicarse al cultivo del trigo, destinar las partes intermedias a praderas y las más bajas al pastoreo. Famiano Michelini insiste con el gran duque Ferdinando II acerca de la urgencia de realizar la obra; en 1643, se realiza un levantamiento topográfico muy preciso del cauce del canal, los ingenieros se reúnen para discutir el proyecto, y el marqués del Borro y Andrea Arrighetti, ya todo un personaje y senador, formulan sus recomendaciones.

La obra se prevé muy costosa, ya que, por haber inclinado los lados del canal de acuerdo con el talud de reposo del terreno para evitar derrumbes, la excavación, angosta en el fondo, debe ensancharse más y más en su parte superior, y los volúmenes de tierra por remover resultan enormes. Por tanto, el príncipe Leopoldo, hermano del gran duque, se dirige a Torricelli para pedirle su opinión. Torricelli duda de las ventajas de la obra. Como Galileo que, durante una misa en la catedral de Pisa, había estado meditando acerca de la oscilación de una lámpara, Torricelli, en la de Florencia, considera el problema de las Chianas. Imaginemos –dice- que todo el piso de Santa María del Fiore se haya inundado, “y que tenga encima digamos cuatro dedos de agua; supongamos, además, que en el centro de dicho piso se abra un canalito de un dedo, que llegue hasta el umbral de la puerta mayor, y que en esta se haya practicado tan solo un corte, también de un dedo, por el cual el agua debe salir. Se pretende que, al excavar ese canalito cuatro veces más hondo, el agua tenga que salir cuatro veces más rápido; pero yo digo que ningún modo es así. Es cierto que el agua saldrá algo más rápido que antes, pero la diferencia será poca, y la ganancia inapreciable. Para conseguir el objetivo que se desea, haría falta quitar todo el umbral de dicha puerta o mejor toda la fachada [de la iglesia]; pero mucho más se ganaría aumentándole un tanto la pendiente a todo el piso del templo”50.

Con base en tales consideraciones, el 12 de abril presenta a Leopoldo un informe que opugna el proyecto; a este se opone, la semana siguiente, Famiano Michelini, lo que lleva a Torricelli a replicar, detallando mayormente sus argumentos. Esencialmente, helos aquí: “Los padecimientos que atormentan al Chiana son estos tres, cada uno de los cuales, a mi juicio, no tienen remedio: la extensión del llano, su escasa pendiente y la gran cantidad de ríos y acequias que concurren en él. Otro había antes; pero como se reconoció que tenía remedio, se le obvió al realizar una obra realmente heroica, la máxima adquisición que nunca hubiera podido esperarse del saneamiento de estas comarcas: la abertura de las Chianas por los canales que se ven en los puntos de Arezzo. Entonces las Chianas eran un pantano totalmente cerrado; de modo que no hay que extrañarse si con abrirlo se conquistaron tantas tierras que hoy se aprovechan y cultivan. Ahora las Chianas están completamente abiertas, y su boca es suficientemente baja como para escurrir las aguas de todas las praderas y pastos, y también de gran parte de las [zonas más bajas, recubiertas de] cañas; y de hecho las escurre. En el tiempo que yo las ví, los prados y pastos estaban secos, y sin embargo el emisario seguía escurriendo reciamente. El problema no está en que la apertura actual sea insuficiente, o por estar demasiado elevada o por ser demasiado angosta: ambas cosas son falsas; el mal consiste en que el agua, distribuida por las sumamente vastas y remotas praderas y pastos, no puede alcanzar la boca mencionada sino en un tiempo largo, en cuanto que toda la campiña y el fondo del valle del Chiana carecen de una pendiente adecuada hacia el emisario”51. Ahora, se podría aumentar la pendiente del fondo del canal; pero como observó Galileo, no es esta la que regula el escurrimiento del agua, sino la de la superficie; y “esa gran acequia que se pretende abrir, salvo en los pocos meses más áridos del verano, se mantendrá siempre totalmente llena de agua, cuya superficie continuará la de las aguas al lado del río, justamente como ocurre ahora que la gran acequia no existe”52.

Por otro lado ya desde hacía tres años, o sea, cuando había oído hablar por primera vez del proyecto, Torricelli se había preocupado por su aspecto negativo: el peligro de que, al desaguar rápidamente las Chianas en el Arno, pudiesen favorecerse desbordes de este río. “Ahora que he visto ese lugar, aunque sea en tiempo de aguas bajas –escribe- he notado sin embargo en él una verdadera semejanza con el mar, porque me encontré un llano cuya extensión llega, por así decir, a cansar al vista… Al sanear las Chianas,… en tiempo de crecidas una gran cantidad de agua, en vez de dirigirse por su acostumbrado camino hacia el Tíber, enderezará todo su curso hacia el Arno, siempre que las aguas resulten bajas en este lado, y no sé si una presa reguladora podrá a un mismo tiempo procurar ambos beneficios, o sea evitar que el Arno invada sus riberas y que el Chiana ahogue sus cultivos”. Y concluye: “Si en las anteriores argumentaciones acerca del negocio de las Chianas todos los matemáticos e ingenieros del mundo hubiesen decidido que la obra es factible, y de hecho ella no lo fuera, yo creo que nunca resultará. No basta con conseguir la resolución y el consenso de los peritos, sino que se requiere también la conformidad de la misma naturaleza”53 porque “esa naturaleza que obra con inmensa facilidad y suma sabiduría, nunca dejará de recurrir a todos los obstáculos que pueden invalidar nuestro propósito si dejásemos de investigarlos y pensar en ellos. Por tanto, se requiere que antes procuremos prever todos los estorbos y que les preparemos todos los remedios posibles; y si esto no es factible, es mejor que decidamos abandonar la empresa”54.

Siguiendo, a despecho de don Famiano, el consejo de Torricelli, se optó por no hacer nada y esperar una sugerencia de la naturaleza; esta efectivamente llegó, porque se notó que, durante las inundaciones, ríos y arroyos dejaban sedimentos, y estos elevaban los terrenos y los hacían siempre menos propensos a anegarse. Ayudando el proceso con colmataje artificial, o sea, detenido con represas las aguas en los sitios más bajos y forzándolas así a azolvarse, se logró con paciencia, en poco más de un siglo, elevar el nivel de las Chianas lo suficiente para evitar las inundaciones, y rehabilitarlas como tierras de cultivo. Pero entonces el canal maestro ya era el Chiana. Construyendo a fines del siglo XVIII una presa al sur del lago de Chiusi, se consiguió invertir definitivamente el curso del río (fig. 56d). Casi toda la cuenca del Chiana se volvió así tributario del Arno, quedando al sur solo un pequeño residuo de río dirigido hacia el Tíber. Roma estaba a salvo; pero ¿y Florencia? Sin el aporte del Chiana, ¿no habrían sido tal vez menos funestas las trágicas inundaciones del 3 de noviembre de 1844 y del 4 de noviembre de 1966?




Castelli se equivoca

La ley de Castelli, que permite determinar el gasto de un conducto al considerarlo como el prisma de agua que, avanzando en bloque, cruza cierta sección durante un tiempo determinado, no podía aplicarse a los ríos. “Quisiera –escribía Castelli a Galileo el 10 de diciembre de 1625-comunicarle un garbullo que tengo en la cabeza,… que es este: que nunca he podido darme cuenta, y no hallo cómo aclarar, si el agua corre con igual velocidad en las partes superiores y en las inferiores. Por tanto, para evitar este punto, o mejor, para no requerirlo, he aludido el concepto de esos prismas de agua que pasan por las secciones, etc.; porque si estas corrientes no son las mismas en las partes superiores que en las inferiores, no hallo tales prismas. Sé muy bien que la duda proviene de mi flaqueza; así que discúlpeme Ud y ábrame el entendimiento, porque este asunto me está volviendo loco”55. La dificultad parecería formidable: para medir la velocidad en la superficie de la corriente, basta con echar un flotador y seguir su camino, determinando cuánto avanza en cierto tiempo, o bien, cuánto tarda en recorrer cierta distancia. Pero, ¿quién se mete en el fondo del río para hacer la medición allí abajo?

Además, tampoco es siempre fácil medir el área de la sección de la corriente; porque no solo los lechos de los ríos son sumamente irregulares, pues también –aunque Castelli tal vez no lo sabía- frecuentemente se socavan cuando la avenida se hace más violenta y vuelven a rellenarse cuando se reduce, dando así la impresión de que el volumen de agua escurrido no creció tanto como de hecho lo hizo. La situación está mejor en las ciudades, donde los ríos se han canalizado, normalmente enderezado y revestido sus taludes. Allí el hombre de la calle aprecia, en marcas pintadas en la pared, si el río está a nivel alto o bajo; y, cuando ocurre la riada, permanece durante horas observando con aprensión su elevarse paulatino, con esperanza su estabilización, con alivio su bajada.

Revestir también el fondo del cauce es un lujo que por lo general no se justifica; pero a veces suele hacerse –y se hacía en tiempos de Galileo- a lo largo de un corto tramo, con el objeto de disponer allí de una sección de control rectangular invariable, sección que entonces se llamaba “regulador”. Lógicamente, para que una sección de control sea legítima, se requiere –y don Benedetto subraya esto- que la corriente la llene por completo, lo cual se comprueba cerciorándose que, al desaguarse el cauce, no quede en el fondo de la sección nada de agua estancada. También recomendaba ubicar el regulador en un tramo recto del río, para que la superficie del agua se mantenga horizontal a través de él., ya que en los recodos el nivel sube en el lado exterior de la curva y baja en la interior.

Disponiendo de una sección de control, se suele pintar en una de sus paredes una escala donde se puede “leer” la altura del río viendo hasta qué nivel el agua moja; y si se conoce la “ley de gastos” (o sea, si se está en condicione de saber qué gasto corresponde a cada tirante) es factible conocer en cada momento el caudal que escurre. Así, para Castelli, el problema fundamental se reducía a determinar teóricamente la mencionada ley de gastos; porque, una vez construido (con madera o mampostería) el regulador, deducir el caudal seria cosa de niños.

Pero dicha ley no es simple, Castelli se equivoca. Su “intuición” le dice que el gasto varía proporcionalmente al cuadrado del tirante –o “altura viva”, como él lo llama- del agua en el río; ya que, según él, si por ejemplo dicha altura sube al doble, también la velocidad se duplica, y el gasto, producto de la velocidad por la sección, se cuadruplica. Demostrada esta proposición, la aplicación al aforo del río, para lo cual sugiere el método siguiente. Cuando el regulador se ha adaptado al cauce, obsérvese en él la altura viva h; luego derívese algo del agua del río, antes de que este cruce el regulador, a una canaleta lateral, y mídase el gasto Qo que escurre por ella. Para esta medición Castelli recomienda colocar un número conveniente de sifones con una boca en la canaleta y la otra afuera, cebarlos y cerrar la salida de la canaleta. Cuando se vea que el nivel en la canaleta se estabiliza, lo que garantiza que todo el caudal en ella sale por los sifones, hay que medir el gasto que cada uno de ellos descarga (por ejemplo, viendo cuánto tarda cada uno en llenar un recipiente de volumen conocido) y sumar tales gastos. A un mismo tiempo, hay que leer la nueva altura viva h’ del agua en la sección de control. Si Q y Q’ son los gastos que cruzaban a esta entes y después de la derivación, por la ley de gastos antes mencionada, se tiene que

Todo esto es bueno y bonito; pero un día don Benedetto –matemático al fin- se da cuenta de que la demostración de su ley de gasto, o sea de la fórmula 1, no se sostiene. Sin embargo, siempre confiado en su intuición -¡cuán peligrosa es esta a veces!- no duda de la ley misma, sino de la comprobación, y dedica el resto de su vida a buscar otra correcta, que naturalmente no puede encontrar. Así que, en las nuevas ediciones del tratado Della misura , la proposición correspondiente se publica sin demostrar. Pero se requiere una demostración para poder aplicar con confianza las normas prácticas que el tratado aconseja; y así vemos que otros intentan lograrla: Giovanni Cassini, Giovanni Battista Barattieri y hasta Geminiano Montanari, célebre profesor de matemáticas en el “arquigimnasio” de Bolonia (así se llamaba esa universidad) desde 1664 hasta 1678. Es interesante la seudodemostración siguiente, que hallamos en el libro Architettura d’acque de Barattieri, publicado en 1656.

Sea ABCD (fig. 57) la sección del canal y sea el tirante GB doble del tirante EB; hay que comprobar que la corriente que llena la sección GBCH tiene el doble de velocidad que la que llenaría EBCF. “Como el agua GF tiene su fondo (EF) con la misma pendiente que el fondo BC –escribe Barattieri-, y como su altura viva GE es igual al tirante EB, y como ambos poseen el mismo ancho BC, GF tendrá además de su propio movimiento , el de EC; y el agua EB, por resultar cargada, además de su propio peso, con el del agua EG, que es igual al de EB, recibe un impulso doble y duplica su potencia en velocidad; y porque ahora las dos aguas GC y EC poseen, por la segunda hipótesis, la misma velocidad, si que toda el agua GC tendrá el doble de la velocidad que tendría la sola EC, como se quería demostrar. “57No es difícil descubrir el sofisma en este razonamiento, tal vez parecido al que Castelli escribió y luego decidió repudiar. Pero Barattieri no se da cuenta de él.

En cuanto a Galileo, en principio prefería dejarle la hidráulica a Castelli. Pero el problema anterior era tan vital y fascinante a un mismo tiempo, que no pudo renunciar a analizarlo. Su conclusión fue distinta de la de su discípulo: según él, las velocidades variarían en proporción del tirante, no de su cuadrado. “Afirmo –escribía- que las agua fluviales, cuando crecen por lluvias o derretimiento de nieves, no suben igualmente en todas partes; en efecto, si 20 o 30 millas antes de su descarga en el mar se levantan 10 o 12 codos, cerca de la desembocadura no se levantan ni uno solo, como quienquiera puede haber notado. Y si la cosa es así, ¿quién no entenderá que esto implica aumentar mucho el declive? Y si este crece tanto, ¿no será necesario que también el movimiento crezca? Cierto que sí. Por tanto, si alguien quiere mostrar por experimento que al elevarse las agua, aun escurriendo estas sobre el mismo declive, su velocidad debe crecer, tendrá que acudir a un ejemplo que no sea de ríos, en los cuales no es posible elevar las aguas en todas partes por igual, como debería de hacerse al querer mantener la misma caída, y comprobar que el tirante del agua hace que, sobre el mismo declive, la velocidad crezca. Tal vez una experiencia conveniente para este objeto sería la siguiente. Sean (fig. 58) AB, CD dos canales cerrados de igual ancho, pero CD sea lo doble de alto que AB; tengan ambos la misma pendiente y escurra continuamente agua por ellos, desde B, D hacia A, C. Está claro que si, sobre un mismo declive, el mayor tirante de agua aumentara la velocidad del movimiento, el canal CD debería entregar cuatro barriles de agua en el tiempo en que el otro, AB, entrega uno.” Y luego de esta referencia explícita al resultado de Castelli, Galileo concluye: “Pero esto no se hallará que es así, ni se verá que el canal DC entregue una gota más del doble de BA, signo indudable de que las aguas de ambos avanzan con igual velocidad.”58

En esto Galileo tiene mucha razón; pero el problema ya no es el de antes: AB y CD son ahora tuberías llenas; y en una tubería la corriente no se comporta como en un canal abierto. En este –supuesto de sección rectangular, como lo consideran Castelli y Galileo- al duplicar el tirante, la velocidad ni queda la misma ni se duplica, sino que aumenta en algo menos que un 60 por ciento. Pero tendrá que pasar mucho tiempo todavía antes de que se logre entender cómo calcularla.

Nacen las academias

En la investigación científica, la actividad individual se enmarca siempre dentro de una empresa colectiva: el investigador no puede ignorar lo que otros están haciendo y necesita lograr que ellos conozcan lo que él descubre. Además, puede tener que consultar a colegas lejanos, o bien, comunicarles sus críticas y participar en debates, en los cuales, para que no lo entiendan mal o tergiversen sus juicios, o simplemente para darse tiempo de meditar su respuesta, prefiere exponer su opinión por escrito. Esto explica el activísimo intercambio epistolar entre científicos que caracteriza los siglos del XVI al XVIII y, muy en particular, ese principio del siglo XVII al cual nos hemos referido en las páginas anteriores: así Castelli consulta a Galileo, Torricelli comunica su descubrimiento a Ricci, los Arrighetti polemizan entre sí. Es una malla que cubre no solo Italia, sino a toda Europa: confiados a zagales, las cartas van de una ciudad a otra a veces más rápidamente que hoy en día; y, como es costumbre contestar de inmediato, el intercambio resulta de gran eficiencia. La malla no es regular, porque posee centros hacia los cuales se dirige de preferencia la correspondencia: por ejemplo, Galileo, maestro con quien todos se asesoran.

Cuando el destinatario recibe una comunicación que considera de importancia, se apresura a ponerla en conocimiento de amigos y colaboradores; pero esta escapa de otros, que podrían aprovecharla. Nacen entonces los “corresponsales científicos”, como el padre Mersenne en París y el alemán Heinrich Oldenburg en Londres, que recolectan noticias de todas partes y las transmiten a quienes consideran interesados en ellas. Sin embargo, algo falta todavía, y muy importante: un sistema que permita reunir, clasificar y someter al análisis de expertos la información recibida, y ponerla luego a disposición de todos los que puedan sacar provecho de ella. Es así como nacen las academias científicas.

La primera fue la Academia dei Lincei, fundada en Roma por un joven de 18 años: Federico Cesi, marqués de Monticelli y más tarde duque de Acquasparta. Interesado en ciencias naturales, Federico se junta con tres amigos, no de mucha más edad: Francisco Stelluti, Anastacio de Fillis y Jan Eck; entre ellos surge la idea de la asociación, de la cual suscriben el acta de fundación el 17 de agosto de 1603. El nombre de la academia lo toman del lince, animal de vista tan aguda que los antiguos la creían capaz de atravesar paredes; su emblema es el can Cerbero lacerado por el lince, y su lema sagacius ista, o sea “este [el lince] es más sagaz”. En el convenio de fundación, Cesi, como “príncipe” de la academia, se compromete a suministrar los medios necesarios para promover sus actividades.

Cuatro años después, se reciben dos nuevos miembros: quinto, el polígrafo Gian Battista Porta, y sexto, Galileo. No se aceptan religiosos, por lo que ni Castelli ni Cavalieri pueden ingresar. Siempre se procede con pies de plomo: en 162, Cesi escribe a Galileo: “Usted conoce quiénes son los linceos, y nunca se admitirá a nadie sin que Ud lo sepa; y los que se admitan no serán esclavos de Aristóteles ni de otro filósofo, sino de intelecto noble y libre en los asuntos físicos”59. Sin embargo, la lentitud con que crece la asociación tiene otra causa más poderosa: Federico Cesi padre, pésimo gestor de su hacienda, no quiere que el hijo gaste en la academia; y como este no le hace caso, intenta acabar con ella. Una intervención solapada del Santo Oficio obliga a Stelluti, de Fillis y Eck a abandonar Roma con toda prisa y dispersarse: Stelluti se refugia en Parma, de Fillis en Nápoles, donde fallecerá en 1608, y Eck, que es holandés, va peregrinando por varias partes del norte de Europa; no sin provecho, porque recolecta una riquísima mies de observaciones en varias ramas de las ciencias naturales. Felizmente en marzo de 1610 el padre, ahogado en deudas, se ve obligado a traspasar al hijo la administración de sus bienes; y con esto naturalmente la academia renace. Stelluti regresa, se encarga del “linceógrafo”, o sea el registro de constituciones y leyes de la misma, y luego se vuelve su procurador general. Cesi encuentra fondos suficientes para patrocinar la publicación de de obras propias y ajenas, entre las cuales están el opúsculo sobre las manchas solares y el Saggiatore (Ensayador) de Galileo, y el Tesoro messicano , traducción resumida de lo publicado en 1616 en México por Francisco Hernández, con comentarios a cargo de distintos académicos.

Todo va bien hasta que, el 2 de agosto de 1630. Galileo recibe una carta desolada de Stelluti: “Señor Galileo mío, con una mano temblante y ojos llenos de lágrimas vengo a comunicarle a Ud esta lamentable nueva: la pérdida de nuestro Señor Príncipe, el duque de Acquasparta, por una fiebre aguda que lo agarró y ayer nos lo quitó, con daño inestimable para la república literaria, por tantas bellas composiciones que todas dejó incumplidas; por lo que sufro un dolor inimaginable, y más me duele que no haya arreglado los negocios de la Academia, a la cual se proponía dejar toda su biblioteca, museo, manuscritos y otras cosas bellas, lo que so sé en qué manos irán a parar…”60 Y, en efecto, eso fue por aquel entonces el fin de la academia, que no solo perdió el apoyo y la herencia de su príncipe, sino que vio todos sus papeles, muebles e instrumentos dispersados miserablemente. Mucho más tarde renació como Potnificia Nuova Accademia dei Lincei , y en 1870 se volvió Academia Nacional.

Ferdinando II, gran duque de Toscana, y s hermano Leopoldo se interesaban en la ciencia y les gustaba experimentar. En 1651, el segundo instaló un gabinete en el cual se reunía con los científicos florentinos para realizar ensayos y discutir los resultados. De aquí nació, en 1657, la Accademia del Cimento , significando “cimento” la prueba de fuego a la que toda teoría científica tendría que sujetarse, para ser aceptada o desechada; academia que tuvo como miembro también a Vincenzio Viviani {ver “El último amigo” } . Una característica de esa asociación, cuyo lema era provando e riprovando , o sea “comprobando y rechazando”, fue que los trabajos que publicaban nunca aparecía el nombre del autor o de los autores: solo el de la academia misma. Pero en 1667 Leopoldo fue creado cardenal, y –curiosamente- la Academia del Cimento se disolvió poco después.

De discusiones semanales de un grupo de científicos londinenses, realizadas desde 165 bajo el nombre de The Invisible College , nació otra academia, la Royal Society of London for improving natural knowledge. Se fundó en 1660, y se decidió dedicarla al estudio de la “filosofía experimental”; el rey Carlos II la legalizó dos años después. Su lema era nullius in verba , o sea “[confiados] en las palabras de nadie”. De acuerdo con sus estatutos, la Royal Society podría encomendar investigaciones específicas a alguno de sus miembros, o a grupos de ellos, así como crear comisiones permanentes en relación con campos determinados de la ciencia. En 1665, bajo la dirección de Oldenburg, primer secretario de la academia, aparecieron las Philosophical Transsactions of the Royal Society , la más antigua entre las revistas científicas que existen hoy en día.

Un poco antes, en el comienzo de ese mismo año de 1665, había salido otro periódico científico, el francés Journal des Savants (Periódico de los sabios), que existió hasta 1792. Informaba acerca de nuevas teorías científicas, así como descubrimientos prácticos; su primer director fue Denis de Sallo. El año siguiente nació en París la Académie Royale des Sciences, auspiciada, como el Journal des Savants , por Jean Baptiste Colbert, ministro de Luís XIV; academia a la cual el rey asignó un sustancial subsidio anual, y a sus miembros también se les fijó un buen sueldo, para que pudieran dedicarse exclusivamente a la investigación. Así se consiguió atraer también a científicos extranjeros; el primero de ellos fue Christian Huygens, a quien hemos conocido como pequeño amigo de Descartes, y considerado el matemático más grande de la época. Huygens, aceptando la invitación del rey, residió en París desde 1666 hasta 1681, año en que prefirió abandonar Francia donde, por la supresión progresiva de los derechos otorgados por Enrique IV con el edicto de Nantes, la vida se hacía siempre más difícil para los protestantes.

En Internet encontré la página http://www.educaciencias.gov.ar/archivos/Librostexto_PAC/lince.pdf que habla de Cesi y la formación de la Academia del Lince, de donde extraje la siguiente imagen, que nos muestra los emblemas y sobrenombres que usaron sus integrantes.







El perfil de velocidades

Señores Académicos,illustres confréres: “hace mucho tiempo, la curiosidad por saber si la visión era más o menos fuerte en el sitio del nervio óptico me llevó a hacer una observación curiosa e inesperada... Pegué sobre un fondo obscuro, poco más o menos a nivel de mis ojos, un círculo de papel blanco, que me serviría como punto de mira fijo, y al mismo tiempo fijé otro a mi lado, hacia mi derecha, a dos pies de distancia del primero, pero algo más abajo… Manteniendo cerrado el ojo izquierdo, me coloqué frente al primer papel y, manteniendo siempre el derecho clavado en él, me fi alejando poco a poco; cuando estuve a nueve pies de distancia aproximadamente, el segundo papel, que tenía como cuatro pulgadas de tamaño, desapareció completamente”61. Quien así se expresaba en una de las primeras reuniones de la Académie des Sciences era el flamante académico Edme Mariotte, de 46 años, que explicaba a los colegas cómo había logrado descubrir la presencia de la mancha ciega en la retina. Un experimento tan elemental que cualquiera hubiera podido realizar; pero ¿a quién se le habría ocurrido sino a él, el modesto pero sagaz prior de Saint-Martin–sous-Beaune? Hombre tranquilo, metódico y minucioso, curioso como ningún otro de los secretos de la naturaleza, ese incansable genio de la experimentación empieza a investigar en el laboratorio de la Academia, con igual perspicacia, los fenómenos que más interesan en su época, y a publicar trabajos y más trabajos. Luego de un tratado sobre nivelación, de 1672, produce en 1676 nada menos que cuatro escritos fundamentales: el tratado sobre choque de los cuerpos, donde desarrolla y completa con pruebas experimentales la investigación de Galileo al respecto y presenta un aparato de percusión con bolas de marfil colgantes: el discurso sobre la naturaleza del aire, donde establece la ley fundamental que afirma que la condensación del aire se produce en proporción de los pesos que lo cargan; la memoria sobre la vegetación de las plantas, en la cual, combatiendo las entelequias y las “causas finales” de los aristotélicos, así como la creencia, común en su tiempo, de que existe un “alma vegetativa” en las plantas (concepto con el que –decía él- los filósofos “no nos vuelven más doctos, porque no nos explican qué es esta alma ni de donde viene”62) investiga los procesos asociados con su alimentación, crecimiento y reproducción; finalmente, el discurso sobre el calor y el frío, donde intenta comprobar que el frío no es, como se pensaba entonces, una substancia o calidad independiente, sino simplemente una privación o disminución del calor. En 1681 aparece el tratado sobre la naturaleza de los colores, en el que Mariotte estudia fenómenos relativos a los rayos solares; allí, entre otras, hallamos la interesante observación de que una lámina de vidrio, mientras se deja atravesar por el calor del sol sin atenuarlo, intercepta casi totalmente el del fuego.

Una de las investigaciones más consistentes y sistemáticas fue la que Mariotte realizó en el campo de la mecánica de los fluidos, investigación cuyos detalles y resultados se publicaron solo en 1686, dos años después de su muerte, en el Traité du mouvement des eaux et des autres corps fluides (Tratado del movimiento de las aguas y de los demás cuerpos fluidos). Los primeros pasos de Mariotte se habían dedicado a repetir los experimentos descritos por Pascal en su Traité de l’équlibre des liqueurs , con el propósito de ver si no se hubiera descuidado algún detalle que valiera la pena volver a examinar: empresa muy propia de esa meticulosidad que lo distinguía. Los ensayos de Pascal eran todos de hidrostática: la “máquina para multiplicar fuerzas”, la presión sobre el fondo de vasos de diferentes formas, el equilibrio de una columna de mercurio con un extremo libre y el otro sumido bajo el agua, el empuje que recibe un disco de cuero en contacto con la extremidad sumergida de un tubo, y el principio de Arquímedes; sin contar otros experimentos con el aire, para estudiar efectos de la presión atmosférica. Una vez repetidos estos experimentos obtenidos algunos resultados nuevos, Mariotte empezó a estudiar el agua corriente.

Llegó a plantearse el problema que Castelli no había podido resolver; cómo medir velocidades en el seno de un río. “Hay que considerar –escribía- que el agua de un río no avanza con igual velocidad en su superficie y en otras partes, porque cerca del fondo se atrasa mucho al encontrarse con piedras, maleza y otras irregularidades. Esta diferencia de velocidades la comprobé como sigue. Coloqué dos bolsas de cera, atadas a un cordel de un pie de largo, en un riachuelo de flujo uniforme. Una de ellas estaba lastrada en su interior con piedrecitas, para que su peso específico resultara algo mayor que el del agua, la más pesada estiraba el cordel, y hacía que la más liviana se hundiese más bajo de lo que se habría hundido estando sola. De tal suerte, su parte superior quedaba casi a nivel con la superficie libre del agua, así que el viento no podía afectarla. Siempre he notado que la bola inferior queda atrás, especialmente allá donde el fondo del agua había alguna maleza, cerca de la cual pasaba dicha bola; porque ese riachuelo tenía aproximadamente tres pies de profundidad. Pero, si las mismas bolas se colocaban en un sitio donde el agua, encontrándose con algún obstáculo, subía un poco y luego aceleraba su curso, como vemos acontecer bajo los puentes, la bola inferior se adelantaba a la superior; lo que comprobaba que entonces el agua corría más rápido en el centro que en la superficie, Causa de eso es que el agua, al subir un tanto por razón del obstáculo y luego bajar por un declive más inclinado, adquiere más velocidad; el cual movimiento la obliga a sumergirse, hundiéndose más que el declive de la superficie… Por tanto, resulta que en ríos regulares hay siempre grandes cavidades algo bajo de los puentes, … porque el agua que se eleva, al encontrar las pilas del puente se acelera, y pasa violentamente por debajo de la que tiene encima, [dirigiéndose] hacia el fondo de dónde saca arena, la arrastra a un lugar algo más abajo del puente, y allí la amontona…”63

“Además he observado a menudo malezas arrastradas por el agua; y vi claramente que las que estaban dentro del agua, más cerca del fondo, y que habían avanzado más que las [que están] cerca de la superficie, las superiores las sobrepasaban pronto y las dejaban atrás; y si se echaba al mismo río un puñado de recortes de madera pesada, que llegaban al fondo unos antes que otros, siempre he hallado que los más próximos a la superficie se adelantaban a los demás en un orden proporcional, según estaban más o menos lejos del fondo. De los cuales experimentos aparece que, en ríos que escurren libremente, la parte superior del agua corre más rápido que la que está en el centro, y esta más que la que la próxima al fondo; pero que en los ríos forzados a encauzarse en un canal angosto, confinado por ambos lados, en que no haya más que dos o tres pies de agua, el centro avanza más rápido que la superficie.”64 Estas aserciones pueden interpretarse en el sentido de que, si indicamos con flechas las velocidades correspondientes a varios puntos de una sección vertical AB de un río y trazamos por sus extremos la curva CD, que es lo que suele llamar el “perfil de velocidades” vertical, dicho perfil tendría el aspecto que muestra la figura 59a; mientras que en la sección del canal angosto, se parecería al que se ve en la figura 59b.

Cuatro años después del tratado de Mariotte, vio la luz en Italia un nuevo libro dedicado a la medición de las corrientes; estaba escrito en latín y se titulaba Aquarum fluentium mensura nova methodo inquisita (Medición de las aguas corrientes investigada por un método nuevo). Su autor es un médico de 35 años que había sido alumno de Montanari en Bolonia, ciudad de la cual era originario y en cuyo arquigimnasio enseñaban matemáticas: Doménico Guglielmini. ¿Cuáles eran las novedades que ofrecía esta obra con respecto a la de Castelli, ya vieja de 62 años? “Dos dudas se me presentaron en su tratado –escribía Guglielmini-: una fue que, siendo notorio que la velocidad no es la misma ni semejante a sí misma en todas las partes de la corriente, yo no sabía a cuál entre todas tenía que aplicar las demostraciones que él proponía; y aunque fuese fácil darse cuenta de que … se podía sacar un promedio de todas las velocidades, sin embargo quedaba siempre la dificultad mayor, a saber, la de determinar justamente cuál era la velocidad media, lo que me parecía imposible poder deducir de las demostraciones de Castelli. Agregábase, además, la errónea atribución de la velocidad superficial también a las partículas [que estaban] entre el fondo y la superficie, así como la manera dudosa de determinarla; por lo que me parecía que eso no se pudiera sacar nada verdadero ni seguro”, Y luego de haber mencionado que su segunda duda se refería a la famosa proposición de la velocidad doble con tirante doble, anotaba: “Es por eso que empecé realizando experiencias en depósitos, conductos, canales, etc., para averiguar si las velocidades crecen en razón de las alturas, o bien de las raíces de estas. En los tanques, por cierto, halle que se realiza esta última proporción, pero la razón de las velocidades en las secciones de los canales la encontré muy distinta de las dos mencionadas. Esto me llevó a creer que sin duda la velocidad depende muchísimas veces de toda otra causa que no sea la altura del agua en las secciones.”65

Si las velocidades fueran creciendo en razón de las alturas (o sea, de las profundidades por debajo de la superficie), el perfil sería rectilíneo, del tipo de la fig. 60a; si en razón de sus raíces, el perfil sería parabólico, como el de la fig. 60b; Guglielmini había pues llegado a convencerse de que la distribución de velocidades real no se parecía a ninguna de estas dos. Por tanto, se proponía determinar teóricamente el perfil “verdadero”.

El tratado se divide en cinco libros: el primero presenta la “doctrina general” de las velocidades, el segundo considera la medición del agua corriente en canales inclinados aislados, el tercero se refiere a canales horizontales aislados o bien juntos con otros, el cuarto corresponde a canales inclinados simples o múltiples, y el quinto examina modificaciones de los sistemas antes mencionados. El primer libro es más elemental y detallado que los demás; lo cual se hizo, según dice el autor, “para mayor facilidad, y para adaptarme a la capacidad de los “hidrómetros vulgares”, quienes a lo sumo no conocen de geometría sino los Elementos de Euclides; para que ellos, si no entienden los últimos libros, puedan por lo menos servirse útilmente de este primero. En los siguientes, sabiendo que la materia está por encima de sus conocimientos, he querido ser más sucinto y preciso, en cuanto consideraba dirigirme a los matemáticos más eruditos”.66

Luego de haber definido la “velocidad media” en una sección como aquella tal que, si todas las partículas en la sección misma escurriesen con esa velocidad, el gasto no variaría, Guglielmini afirma que el agua que pasa por una sección de un canal inclinado escurre con la misma velocidad que tendría saliendo de un vaso por un orificio igual a la sección trazada por el principio del canal.67 O sea, si AB representa el canal (fig. 61) y AC la horizontal por su principio A, la velocidad media V1 en la sección B (que se imagina concentrada en un punto) sería aquella con la que saldría el agua por el orificio B abierto en el depósito ADBC, lleno hasta AC. Igual cosa se diría para la velocidad V2 en F, considerando el depósito AEFG, perforado en F. Esta conclusión procede obviamente de considerar al agua como cuerpo grave, que –en ausencia de resistencia- avanza por el canal con movimiento naturalmente acelerado. El cálculo de las velocidades se realizaría simplemente aplicando el teorema de Torricelli.

Hasta aquí, todo bien; pero si el canal fuese horizontal, ¿de dónde saldría la velocidad? En este caso, Guglielmini se ve forzado a tomar en cuenta el tirante de agua, que antes había despreciado. Sean (fig. 62) AB el canal, CE la superficie libre. Coloquemos en D la pantalla DE que detenga el agua, y luego perforémosla, haciendo a un mismo tiempo que por AC siga entrando un gasto igual al que sale. Si las perforaciones son tantas que la pantalla DE se hace toda un agujero, la velocidad con que saldría el agua por DE sería la velocidad media con que el agua abandonaría el vaso CADE a través de dicho orificio. De donde se concluye que la velocidad con la cual el agua escurre por un canal horizontal es igual a aquella con la que saldría de un vaso que esté lleno hasta una altura igual al tirante en el canal.68

Finalmente, para determinar perfiles de velocidades en diferentes secciones, Guglielmini traza la parábola de Torricelli, BQ, en la sección inicial AB del canal AE y de ella obtiene las velocidades en las secciones sucesivas CD, EF, etc., tomándolas como iguales a las velocidades de caída en los tramos MN, OP, etc., correspondientes a puntos del mismo nivel en la normal al piso del canal, BP (fig. 63). De aquí infiere que, si se desprecia la resistencia del fondo,



la velocidad debe de ser mayor en el fondo que en la superficie, con una razón entre ambas tanto mayor cuanto más cerca del comienzo del canal esté la sección. Como en secciones muy alejadas de este las velocidades se superficie y de fondo se irán aproximando mucho la una a la otra, el autor concluye que prácticamente se podrá suponerlas iguales entre sí.69



Nace la hidráulica fluvial

La publicación de Aquarun fluentium mensure le valió a Guglielmini que se creara en la universidad de Bolonia, justo para él, una cátedra de hidrometría, y además se le otorgara un nombramiento de superintendente de las aguas de esa provincia, que implicaba el control de las del Reno y de sus múltiples aprovechamientos agrícolas e industriales. Maestro por vocación, quiso compartir con los demás la experiencia adquirida, y en 1697 publicó una nueva obra: Della natura de’ fiumi (La naturaleza de los ríos), primer tratado dedicado exclusivamente a la hidráulica fluvial, prácticamente el único en su género durante más de dos siglos. La aparición (en 1955) de An introduction to fluvial hydraulics de Serge Leliavsky 70 renovó el interés en textos de ese tipo, por supuesto ahora con un contenido más amplio que el de Guglielmini; y la hidráulica fluvial ha entrado a formar parte, como asignatura específica, de muchas carreras universitarias de ingeniería civil.

En los ocho años transcurridos desde Aquarum fluentium mensure hasta Della natura de’ fiumi , Guglielmini debió seguramente meditar acerca de la falacia de perfil de velocidades teórico, que se ensancha cerca del fondo, puesto que el real procede al revés; y no debió tardar en darse cuenta de que la diferencia se debe a que el primero considera al fluido como “perfecto” (o sea, supone que no ofrecerá ninguna resistencia cuando se fuerce a una de sus partes a deslizarse sobre otra) mientras que de hecho es “viscoso”, y por esto el fondo del canal, aun siendo liso, lo refrena; efecto que se propaga a distancia, pero con intensidad siempre menor, a medida que nos alejamos del fondo mismo. Hay entre las partículas del agua un vínculo –escribe Guglielmini- que hace que “no se pueda mover una partícula de agua sin que se arrastren con ella juntamente las vecinas, y, por lo contrario, si se impide el movimiento de una partícula, se refrena también la inmediatamente contigua. Por tanto, si el agua fuese un fluido perfectísimo (es decir, si sus partículas estuviesen totalmente separadas la una de la otra, como conviene considerarla cuando se habla abstractamente para proceder a ls demostraciones), escurriendo ella sobre un plano, o fondo, desigual y rugoso cuanto se quiera, podrían detenerse las partículas que chocasen directamente con los obstáculos, pero no las otras, que tendrían que continuar, ya sea en su aceleración, ya sea con la velocidad adquirida al alcanzar el movimiento uniforme; sin embargo, considerando al agua objetivamente son su viscosidad, resulta que no solo las partículas próximas al fondo o a los lados o, dicho en otras palabras, próximas a los impedimentos, las que se retrasan, sino también aquellas que quedan más alejadas de ellos. Por tanto, así como en los sólidos, cuyas partículas están perfectamente unidas, el retraso de una de ellas lleva consigo el e todas las demás, en los fluidos, cuyas partículas están desligadas, pero no perfectamente, estorbar el movimiento de una de ellas contribuye a reducir la velocidad de sus vecinas, aunque no uniformemente; porque la pérdida de las partículas próximas a las refrenadas es mayor, las de las lejanas menor, hasta volverse insensible y reducir a nada… De lo que se desprende que … la mayor velocidad de canal o río está en la superficie del agua, la menor en el fondo, y en las partes intermedias es tanto mayor cuanto más el agua se halla lejos del fondo. 71 O sea, Guglielmini reconoce que el perfil real de velocidades es del tipo de la figura 59 a {ver “El perfil de velocidades”}.

Según Guglielmini, el comportamiento de las corrientes obedece a ocho “reglas” generales, que enuncia y justifica. Dichas reglas son esencialmente las siguientes: 1, que el agua, al iniciar su recorrido en el cauce de un río, va acelerándose, “pero pronto se reduce al movimiento uniforme por las grandes resistencias que encuentra en su avance, como son la poca declividad de los cauces mismos, las grandes desigualdades de los fondos muy a menudo llenos de cantos o grava, los obstáculos laterales, en las riberas, las tortuosidades de los ríos, etc.; 2, la velocidad uniforme así adquirida es normal tanto mayor cuanto mayor es la pendiente del cauce; 3, cuando el río lleva más agua, corre con más velocidad; 4, un angostamiento de cauce que fuerce a la corriente a elevarse acelera la corriente; 5, un ensanchamiento del cauce que provoque una caída de nivel también la acelera; 6, la corriente, si bien puede refrenarse y elevarse por la presencia de un obstáculo o de un cambio de pendiente, luego volverá a adquirir su velocidad y niveles anteriores; pero si los obstáculos continúan, como en un río de fondo pedregoso, casi nunca alcanzará un movimiento perfectamente uniforme; 7, la velocidad depende de la pendiente del cauce y del tirante, más de la primera, si esta es fuerte, y más del segundo, si esta es reducida; a veces, la pendiente de fondo controla la velocidad de la parte superior de la corriente, y el tirante la velocidad de la parte inferior; 8, en una sección transversal del río las velocidades varían de un punto a otro, resultando mayores en los sitios más alejados del fondo y de las paredes, y menores en los más cercanos.

Guglielmini pasa luego a estudiar los cauces. La gente suele considerar –afirma- que para que el agua escurra se requiere una pendiente mínima de fondo: Vitruvio pide una caída de medio pie por cada cien de longitud, o sea una pendiente de 1:200, Cardano 1:7200, Leon Battista Alberti y Scamozzi 1:500, Barattieri 1:1800; y sigue diciendo: “No deja de asombrarme las opiniones de los autores hayan sido tan acordes en querer que las aguas corrientes requieren una pendiente de fondo, y al mismo tiempo tan discordes en determinar su magnitud”. De hecho hay ríos que, cerca de la desembocadura , tienen fondo horizontal, y de todos modos escurren por la caída que se produce en la superficie. Por lo general, la pendiente del fondo es tanto menor cuanto más el río, en régimen de crecida, se hincha, “de lo que aparece evidente que la caída no es tanto la causa de la velocidad de los ríos cuanto efecto de la misma, siendo de común observación que los ríos muy veloces profundizan su lecho y así reducen las caídas, mientras que los lentos, si corren turbios, aumentan los declives de sus fondos con azolvar su lecho… Por tanto, la única finalidad por la cual he creído tener que averiguar la caída necesaria para un río, ha sido la de asegurarme d que l mismo no azolve el lecho con depósitos, por ser esta insuficiente, y no lo socave demasiado, con notable daño para las orillas, si esta es mayor de lo necesario”72.

Para que haya erosión, “se requiere que la fuerza que desgasta supere la resistencia de la tierra u otro material que forma el lecho del río;…. además, es evidente que un río no irá profundizando su cauce al infinito… por tanto, hay que reconocer que, en cuanto el río se socava, o bien la fuerza del agua va debilitándose poco a poco, o bien la resistencia del terreno va creciendo, o bien aquella disminuye y esta crece a un mismo tiempo, hasta que se alcanza una especie de equilibrio… Luego tanto los fondos como los anchos de los lechos resultan determinados por la naturaleza, a saber, por la combinación de las causas actuantes con las resistentes…, y, por tanto, si los unos o los otros se alteran artificialmente, dichas causas actuantes nunca dejarán de devolverlos a su estado inicial”73. Sin embargo “hay que considerar que la resistencia del fondo es la que iguala más pronto la potencia que se le opone, por ser dos las causas del igualamiento: el decrecer la pendiente del lecho y el reducirse la velocidad; mientras que la resistencia de los lados tarda mucho más en equilibrarse con la potencia contrapuesta, porque allí lo que se reduce es tan solo la fuerza del agua, y esto muy lentamente… Esta es la razón por la cual, en los ríos que escurren en cauces formados por material homogéneo, que el agua corroe fácilmente, el ancho es mayor que la profundida”74.

El tratado considera también muchos otros asuntos: defensas y sus efectos, conveniencia de conservar los pantanos, causa de los meandros, confluencia de ríos, formación de remolinos, etc. Uno de los grandes atractivos de la obra son sus figuras, que testifican el amor para el detalle con que el dibujante las elaboró. En esos tiempos la imagen no se podía estampar directamente en el libro, sino que había que acudir a un grabador que la reprodujera primero en una plancha de cobre; y de la habilidad de este dependía la calidad de la ilustración definitiva. Frecuentemente, al sacar una nueva edición, las láminas de la anterior ya se habían perdido, y había que encargarlas a un nuevo grabador, que a veces se esforzaba en perfeccionarlas. Esto es lo que les sucedió a las ilustraciones del tratado de Guglielmini, que resultaron mejores en la segunda edición, publicada por Filippo Carmignani en Parma en 1766. En las páginas siguientes se han reproducido las tablas 12 y 13 y 14 de la segunda edición y la 15 de la tercera.

La tabla 12 muestra la obra de control, ubicada en Bodeno, para regular los intercambios de agua entre Reno y Po: A muestra su aspecto exterior, B su planta y C su corte vertical. En este se ven los dos arcos que comunican el canal con el río, y las compuertas de agujas que sirven para cerrarlos. Las agujas E se levantan y bajan una a una por medio de las ruedas dibujadas a los lados de la letra C, ruedas que, como indica el detalle D, envuelven los cables que agarran con su gancho las agujas. El detalle F muestra –girada en 90°- la ranura en la cual corren las agujas mismas.

La tabla 13 contiene varias opciones de cruce de corrientes. A la izquierda se ve el puente por el cual un canal salva un río, que en la figura de abajo escure libremente, mientras que en la de arriba se ahoga por la insuficiencia de los claros del puente mismo para dar paso a las aguas crecidas. Abajo el dibujante ha agregado una casa de campo un castillo, un ingeniero que con escuadras y compás traza círculos para ilustración del sobrestante, y un peón que come la sopa que su esposa le ha traído en portaviandas; arriba el cazador descansa mientras la mujer está pescando. A la derecha, en la parte superior se ve la alcantarilla que permite el paso de un canal pequeño por debajo de uno mayor más elevado; y en el cuadro inferior, un sifón invertido que realiza el mismo cruce cuando los dos canales están al mismo nivel. La figura de arriba se adorna con la presencia de un topógrafo que lleva a cabo por medio de un nivel de agua y con la ayuda de dos estadaleros, la medición del desnivel entre la corona del bordo del canal superior y el fondo del inferior.

La tabla 14, que proviene de la misma edición, representa la obra de derivación de Casalecchio sobre el Reno, a tres millas de Bolonia. La presa AB obliga a parte del río C a entrar por la bocatoma G al canal LM. F y K son obras de descarga de canal al río, provistas de sendas compuertas; mientras que H, I son vertedores laterales de cresta libre, que controlan el nivel del agua en el canal. Sobre estas obras corre un camino, continuando en M con la corona de la pared izquierda del canal, que facilita la inspección del canal mismo y la maniobra de sus elementos móviles; tres individuos andan sobre él. En primer plano, una escena idílica: el cazador ahora despierto, se encamina con su perro hacia el acecho; un artista dibuja el paisaje, y cuatro mujeres, sentadas en el pasto, platican en compañía de un muchacho.

La parte de arriba de la tabla 15 representa la esclusa de Battiferro, a una milla de Bolonia, cuyo objetivo era permitir que las embarcaciones salvasen el desnivel entre el tramo superior A y el inferior I del canal. La esclusa H se controla por medio de las compuertas BC y DE, que, cerradas, tienen que formar un ángulo para que la presión del agua no las abra. El bote en H está remontando el río, y espera que la compuerta BC se abra para que el agua lo levante al nivel A. Entonces saldrá y dejará que el bote de la izquierdas, que está bajando, entre a la esclusa, para descender al nivel I en cuanto, cerrada la compuerta BC, se abra la DE. El bote en H se detiene con un cable para que la corriente que entrará por BC no lo arroje contra la otra compuerta. En K se ve la corona de un vertedor, que controla el nivel del agua en el canal y desvía las demasías hacia la boca L cuando la compuerta BC está cerrada.

La figura inferior de la tabla15 muestra el río ABCD y el canal AD derivado de él en A, que se reúnen en D. En el caso de que el largo de ambos sea el mismo, el canal derivado, que lleva un gasto mucho menor que el del río, requiere –según Guglielmini- una caída total mayor; pero siendo la caída igual, el río tenderá a elevarse, con peligro para las tierras aledañas, o bien a azolvar la entrada del canal, por lo que será necesaria una limpieza permanente. Compensan la aridez del paisaje varios personajes, que el último grabador “modernizó vistiéndolos a la Luís XV: los dos clérigos que conversan a la derecha, y a la izquierda el joven caballero que acude a la cita con la señorita, bajo la celosa vigilancia de su acompañadora.

Nadie es profeta en su patria. Cansado por las continuas disputas con sus colegas, Guglielmini decidió en 1702 abandonar Bolonia y aceptar una cátedra de matemáticas en Padua, trabajando al mismo tiempo en el aprovechamiento hidráulico de la campiña paduana y el control de torrentes en Friul y Dalmacia, todo territorio de la república véneta. Pero surgió el problema de siempre: el sueldo no alcanzaba; sin embargo, si alcanzaría el de un profesor de medicina: Guglielmini se acordó que era médico y regreso a su profesión. De hecho, no debía ser su intención abandonar la mecánica de los fluidos, porque su sueño de siempre había sido “extender estas consideraciones al movimiento, ya sea natural, ya sea violento, de todos los fluidos, más allá de las fronteras de las matemáticas, o sea hasta los estudios más ocultos del arte médico, si el tiempo y las fuerzas me lo permiten; en cuanto los descubrimientos y argumentos de los anatomistas modernos me han convencido de que las funciones del cuerpo animal, sus enfermedades, remedios y la vida misma dependen en gran parte del movimiento continuo de sus fluídos”66. Empresa soberbia, pero demasiado difícil; y no le alcanzo la vida para llevarla a cabo.





Ruido, péndulos y molinetes

Parece curioso el nombre de Galileo, tan parecido al apellido Galilei; nombre que repetía el del antiguo pariente: ese magister Galilaeus de Galilaeis , quien había sido médico y gonfalonero de justicia en la república florentina dos siglos antes, cuyo nombre confunde a veces con el del más célebre descendiente –también grabado en la tumba de familia- el apresurado turista que visite la iglesia de Santa Croce. Sin embargo, un condiscípulo de Galileo poseía un nombre todavía más raro, porque era idéntico al apellido; se llamaba Santorio Santorio. Santorio, a diferencia de Galileo, sí logro titularse, en Padua, doctor en medicina; migro a Polonia donde vivió 25 años, y regresó a Padua en 1611 para ocupar una cátedra en la universidad. Hombre de gran talento y entusiasta del método experimental, invento el termómetro clínico, construyó un péndulo sincronizable con las pulsaciones del paciente y, con una “balanza clínica” que podía sostener a él, su mesa y cama, fue registrando durante más de treinta años sus propias variaciones de peso, en condiciones de movimiento y reposo, asimilación y desasimilación, dormido y despierto, con el objeto de investigar la función de metabolismo en la vida del hombre.

Viajero incansable, y curioso como él solo de los secretos de la naturaleza, Santorio se entera de que cerca de Trieste, en Croacia, hay un río, llamado Ecca, que se precipita en las entrañas de la Tierra y allí desaparece; y se propone ir a ver la maravilla. Llegado a la capilla de San Canciano, baja a contemplar el desmedido tragadero, donde la corriente se abisma, precipitándose a los pies de una pared vertical de 164 metros de altura; hórrida escena subrayada por el estruendo de las aguas engullidas. Pasa el día visitando grutas y cuevas; luego se aloja en una casa de campo de allí cerca, pero el ruido infernal de la catarata no le permite dormir en toda la noche. Sin embargo, la gente del lugar descansa tranquila. Pregunta si siempre es así, y le dicen que no, que a veces el estruendo los despierta, pero otras parece más bien que los arrulla. Probablemente, piensa Santorio, cambia el “ímpetu” del agua: pero, ¿cómo medirlo?. Se le ocurre fijar al brazo corto de una romana, en ángulo recto, una placa A (fig. 64). Al sumergirse en la corriente, la placa se inclina por su empuje y hay que regresarla a la vertical, corriendo el pilón tanto más cuanto mayor es el empuje mismo. Este instrumento –escribe “permite pesar la magnitud del impacto producido por el agua corriente. Su principal utilidad podría ser mejorar la eficiencia de molinos, pero tendría también muchas aplicaciones. Gracias a él estaríamos en condiciones de determinar qué cantidad de impacto tiene propiedades benéficas y que cantidades tendrían propiedades nocivas. De hecho, si ciertas medidas de ímpetu o ruido son saludables y otras insalubres, ¿por qué otro método podríamos graduar la fuerza de las mediciones que debemos tomar?”75

Esta “balanza hidrométrica”, ideada por 1610, podría en principio utilizarse para medir la velocidad de la corriente, o por lo menos una velocidad media en la sección obstruida por la placa, en cuanto que el empuje del agua sobre esta última crece en proporción con el cuadrado de dicha velocidad. Sin embargo, además de la limitación de que sólo puede emplearse cerca de la superficie, el aparato de Santorio no puede ser preciso, porque bastan pequeñas variaciones, difíciles de controlar, en su grado de sumersión, para alterar sensiblemente la medida. Es por esto que Francesco Michelotti, siglo y medio después, lo modifico –o reinventó, porque no estamos seguros de que lo conociese- evitando estos inconvenientes. Su libro Sperimenti idráulici, principalmente diretti a confermare la teórica e facilitare la práctica del misurare le acque correnti (Experimentos hidráulicos dirigidos principalmente a comprobar la teoría y facilitar la práctica de la medición de las corrientes de agua), publicado en 1767, describe tres apararos ensayados en Turín, bajo el patrocinio del rey de Cerdeña Víctor Amadeo III, uno de los cuales era precisamente una placa equilibrada por una romana. En este caso, la placa A estaba fijada en el extremo inferior de un brazo rígido vertical, cuyo extremo superior se sujetaba a la balanza (fig. 65). De este modo, la placa quedaba totalmente sumergida, obstruyendo un área siempre igual; además podía trabajar a cualquier profundidad. Defecto en su utilización era el no tener en cuenta el empuje de la corriente sobre el brazo de suspensión MN, que, aun siendo relativamente delgado, de todos modos impedía su avance; con lo que se acababa por sobrevaluar la velocidad, tanto más cuanto mayor era la profundidad de sumersión.

Una variante del aparato de Santorio fue el ”dinamómetro hidráulico” que remplazaba la romana por un resorte. Lo ideó el jesuita siciliano Leonardo Ximenes en 1752, suspendiendo una bola en el resorte y sumergiéndolo en la corriente. La velocidad se apreciaba con base en el estiramiento del resorte. En 1780, Ximenes construyó dos instrumentos con los cuales se medía la deflexión de una placa vertical equilibrada por una contrapesa; el primero llamado a véntola , de abanico, se sostenía en goznes verticales, el segundo, denominado a válvula , de válvula, en goznes horizontales.76

Otro de los aparatos ensayados por Michelotti fue el “péndulo hidrométrico”. Tampoco este era invento suyo, porque ya en 1642 lo había propuesto Castelli, y Guglielmini lo estuvo utilizando. Se trataba de una bola suspendida en un cordel (fig. 66). El agua arrastraba la bola, de modo que el péndulo se desviaba más de la vertical cuanto más rápida era la corriente. Una graduación grabada en el travesaño inferior AB del marco de sostenimiento permitía medir el ángulo de inclinación, del cual, gracias a una calibración previa, se deducía la velocidad. Naturalmente aquí también, como la balanza, el peligro de exagerar las velocidades de capas profundas, porque el cordel era flexible y tendía a encorvarse hacia atrás en su parte sumergida, tanto más cuanto mayor era su longitud. Vale la pena notar que se trataba de un error que los hidráulicos del siglo XVIII, como Zendrini, Lecchi, Michelotti y Lorgna, eran poco propensos a descubrir, porque, influenciados por el perfil de velocidades teórico de Guglielmini, ese error les “convenía”, pues tendía a ensanchar el perfil real en su parte inferior. Todavía en 1762 Frisi, en su tratado Del modo di regolare fiume e torrenti (Manera de regular ríos y torrentes), seguía insistiendo: “parece suficientemente comprobado que las velocidades del agua, aun resultando diferentes causas, ya sea caída libre o bien presión de las aguas superiores, tienen una sola ley, a saber, que son proporcionales a las raíces cuadradas de las alturas, ya sean estas reales o virtuales; es decir, que están en proporción con las raíces cuadradas de las alturas reales y absolutas de las secciones cuando la superficie del agua no acusa movimiento perceptible, y proporcionales a la suma de las raíces cuadradas de las alturas más la altura debida a la velocidad de la superficie cuando el movimiento de esta es apreciable”.77

Otro medidor antiguo, pero que ha perdurado hasta el día de hoy, es el “asta hidrométrica”, inventada en 1646 por Niccoló Cabeo, jesuita de Ferrara, hombre de múltiples intereses, que al parecer fue el primero en darse cuenta de que los cuerpos electrizados puedes no solo atraerse, sino también repelerse. Su idea fue sin duda original. Con el objeto de determinar el gasto de un canal, había que medir la velocidad a diferentes profundidades para trazar su perfil y de él sacar la velocidad media, que luego se multiplica por el área de la sección. ¿Por qué no medir directamente la velocidad media? Tomó una varilla de madera, larga como la profundidad de la corriente, y le colgó una pesa una pesa conveniente en un extremo. Colocada en el agua, la pesa se hundía y la vara se erguía, atravesando toda la corriente en sentido vertical. Si la pesa era suficientemente liviana para que la varilla la sostuviera sin dejarla tocar fondo, varilla y pesa caminaban por la corriente, pero con una velocidad que era el promedio de las velocidades en la vertical, o sea, prácticamente con la velocidad media. Con los debidos cuidados, el asta hidrométrica puede dar resultados correctos si se utiliza en un canal regular, con régimen tranquilo.78

El tercer aparato entre los ensayados por Michelotti fue la rueda de paletas, reproducción en pequeño de las que movían los molinos a orillas del río (fig. 67). Se admitía que la rueda giraba con la velocidad superficial de la corriente, o sea que cada vuelta de ella implicaba que el agua había recorrido una distancia igual a su circunferencia. De hecho, este aparato tampoco era invento de Michelotti, porque se halla descrito anteriormente en el Theatrum machinarum generale (Exposición general de máquinas) de Jacob Leupold de 1724. Su empleo se limitaba a mediciones de velocidad superficial. Para medidas profundas la solución era –como ya en 1683 había propuesto Robert Hooke, primer jefe de experimentación de la Royal Society, con el objeto de medir la velocidad de los barcos- una hélice que el agua pone en movimiento, con velocidad tanto más grande cuanto más rápida es la corriente; pero, ¿cómo contar el número de revoluciones, si quedaba sumergida y uno no la podía ver? Hooke pensó en colocar sobre el eje de la hélice un tornillo sin fin que, engranado en una rueda dentada, la hacía girar. El número de revoluciones de la hélice se podía deducir del desplazamiento angular sufrido por la rueda. La velocidad se obtendría en función de este último mediante una “curva de calibración”, curva trazada asociando las lecturas realizadas al bajar el aparato en el agua de un pozo, con las velocidades correspondientes.79

La utilización práctica de “molinetes hidrométricos” de este tipo presentaba, sin embargo, un serio inconveniente, ya que comenzaba a girar apenas entraban en contacto con la corriente; de modo que no podía efectuarse una medición a cierta profundidad, so pena de agregar al número de revoluciones útiles las que el aparato había realizado al sumergirlo y extraerlo del agua. A este problema le dio solución en 1790 Reinhard Woltman, en Hannover. En su aparato, el tornillo sin fin T ubicado sobre el eje del rodete AB (fig. 68) no engrana permanentemente en la rueda contadora R, de cien dientes, sino que sólo se conecta al estirar el cordel mn. Soltándolo, el resorte S vuelve a separar los engranes. El desplazamiento total de la rueda se lee en correspondencia con el índice I. De este modo, se hace que el contador funcione sólo cuando el molinete se encuentra colocado en la posición deseada, y por el tiempo asignado a la medición.

El rodete de Woltman era muy sencillo: de 33.6 cm de diámetro, con dos paletas planas inclinadas 45° con respecto a la dirección del flujo. Con el fin de aumentar su eficiencia, se le fueron luego agregando más paletas, hasta elaborar en 1847 el tipo más perfeccionado, con álabes helicoidales diseñados siguiendo lo más avanzados cánones de la hidrodinámica, y en cantidad tal que, viendo al rodete de frente, no dejaban divisar ninguna rendija. Este rodete perfecto lo había diseñado –a solicitud de André Baumgarten que quería utilizarlo en una campaña de aforos del río Garona- Jean Victor Poncelet, un profesor de mecánica en la Soborna que había logrado perfeccionar el diseño de las turbinas, idealizando por filetes paralelos el movimiento del agua en su interior.

Hombre bifacético, Poncelet fue gran matemático e hidráulico célebre en su época; pero los matemáticos olvidan que fue hidráulico y los hidráulicos no saben que fue matemático. Apenas egresado de la École Polytechnique como oficial del cuerpo de Ingenieros, había seguido a Napoleón en la campaña de Rusia y, al construir el puente que permitiría a los restos de la grande armée cruzar el río Dnieper, los cosacos lo habían apresado e internado en Saratov. Durante los dos años de cautiverio, desde los 24 hasta los 26 de su vida, se había dedicado a meditar en cuestiones geométricas inspiradas por las enseñanzas de su gran maestro, Gaspard Monge; y, buscando estructurar una nueva geometría donde todas las cónicas se redujeran a una sola curva, estableció los principios de la proyectiva, ciencia que estudia esas propiedades de las figuras que quedan inalteradas al someter la figura misma a un proceso de proyecciones y secciones sucesivas. Sin embargo, cuando, ya devuelto a Francia, presentó en 1817 su Essai des proprietés projectives des figures a la Academia de Ciencias, esta no lo apreció, como haría años más tarde con los descubrimientos geniales pero demasiado novedosos de otros jóvenes matemáticos, Niels, Heinrich Abel y Évariste Galois. Decepcionado, decidió cambiar su área de trabajo, y diseño una rueda hidráulica de tal forma que el agua saliera de ella casi sin velocidad, con lo que logró aumentar su eficiencia; en 1824, esto hizo que obtuviera, siendo capitán, la cátedra de mecánica en la Escuela de Aplicación de Artillería e Ingeniería Militar de Metz, y un mayor aprecio de la Academia, que diez años después lo recibió entre sus miembros80.

A los molinetes tipo Woltman había que sacarlos del agua para realizar la lectura, inconveniente particularmente molesto cuando se quería reiterar la medición sin cambiar la posición del aparato. Focacci fue el primero en obviarlo en 1807, al remplazar su rotor por uno de eje vertical y alargar este último sacando su extremo del agua. Solución ideal hubiera sido un contacto eléctrico que enviara una señal para cada revolución o cada cierto número de revoluciones del rotor; pero Alessandro Volta había apenas inventado la pila, y la corriente eléctrica no salía todavía de los laboratorios de física. Después de que Morse inventó el telégrafo, se produjo la primera aplicación de la corriente al registro a distancia de las revoluciones del rodete: el “molinete telegráfico”, construido por Daniel Henry en 1867 para aforar las descargas de los grandes lagos americanos. Las velocidades y sus variaciones se apreciaban por las rayas de diferente longitud que iban apareciendo en la cinta de un receptor de telégrafo. Posteriormente se utilizaron otros receptores, principalmente aquellos que transforman las señales eléctricas en acústicas, mismas que el aforador recibe en un audífono.

Hoy los molinetes ya no son de rueda, sino de hélice; y estos comparten su popularidad con los de copas. A mediados del siglo pasado, se le ocurrió a Thomas Robinson, en Irlanda, utilizar en corrientes de agua el anemómetro de copas de Richard Edeworth, aparato que aprovecha el hecho de que una cáscara hemisféricas recibe de la corriente fluida un empuje cuatro veces mayor, aproximadamente, si dirige hacia ella su hueco (posición A en la figura 69) en vez de su dorso (posición B). Entonces, el par de copas A, B gira alrededor del eje C de modo tal que A avanza y B retrocede. Las copas han de ser tres por lo menos, porque, siendo, el rodete podría pararse al alcanzar una orientación paralela a la corriente. En 1878, Theodore Ellis remplazó las cuatro copas del molinete de Robinson por otros tantos conos; y más tarde William Price aumentó la eficiencia del de Ellis elevando el número de conos a cinco y luego a seis. El contacto eléctrico tiene el defecto de frenar un tanto el rodete, y hasta detenerlo para velocidades sumamente bajas; André Hillairet, en 1883, logró evitar esto por primera vez al encerrar el rodete en un marco magnético, y detectar el paso de las copas por inducción magnética sobre un galvanómetro.

Todos estos dispositivos ingeniosos y rebuscados transforman el movimiento del agua en el de un mecanismo, péndulo o rodete que sea, y este a su vez en una señal eléctrica que, previa tara, permite apreciar la velocidad del agua. Cabe preguntarse si no sería posible obtener la información directamente de la corriente, sin la complicación mecánica-eléctrica intermedia. Hoy en día ha despertado gran interés una tecnología que se llama “fluídica”, cuya filosofía es utilizar directamente los efectos mecánicos del fluido sobre el fluido mismo, para eliminar las partes sólidas móviles y todo lo demás. Hay interruptores, conmutadores y otros dispositivos de control, empujadores y sensores fluídicos, que aventajan los analógicos mecánicos y eléctricos por su sencillez y capacidad de hacer frente a peculiaridades del medio ambiente, como altas temperaturas, contaminaciones y radiación que podrían dañar a aquellos; y se utilizan en máquinas herramientas, reactores nucleares, equipos marinos, misiles y corazones artificiales. ¿Qué tan difícil sería inventar un reómetro fluídico? Bueno, no hace falta, porque ese aparato ya lo tenemos desde hace 250 años; es cierto que solo hace un siglo se le hizo caso, pero ahora es de uso corriente en el campo y en el laboratorio, en aviones y submarinos: se trata del tubo de Pitot.

Santorio Santorio, Obtenido de: http://es.wikipedia.org/wiki/Santorio_Santorio

Bajo los puentes del Sena

Los holgazanes que, el día 19 de agosto de 132, se asomaban a los antepechos del Pont Royal , Puente Real, de París, observando indolentemente el ir y venir de barcazas por el río Sena y los pescadores atentos a su presa, se fijaron en un bote que dejó la orilla, vino hasta el puente y, amarrándose a las pilas, se estacionó en un claro. Esta embarcación la conocían, porque era la que acostumbraba venir día tras día a tomar medidas, y sabían de antemano lo que sus tres ocupantes iban a hacer. Luego de que el remero la habían asegurado, el joven sentado en popa sacaba su cuaderno y anotaba el nivel del agua, que leía en las divisiones marcadas en las aristas traseras de las pilas extremas del puente; a continuación él y el remero, en los dos extremos del bote, colocaban sendas varillas, perpendicularmente al eje del mismo, en dos marcas a quince pies de distancia entre sí. Entonces el tercer ocupante con todo cuidado sacaba de su caja un péndulo que daba el medio segundo, lo instalaba en el centro de la embarcación y desplazaba el globo, sosteniéndolo con la mano. Lo soltaba luego, y daba una voz para que ese mismo instante el remero dejara caer de la avarilla de proa, a dos pies de distancia del bote, un pedacito de madera, que la corriente arrastraba río abajo. Cuando el flotador cruzaba por la varilla de popa, el joven allí sentado avisaba, y el otro paraba el péndulo y dictaba el tiempo transcurrido; en seguida, el primero, abriendo nuevamente el cuaderno, lo anotaba. La operación se repetía varias veces, bajo la mirada extática del público que contemplaba desde arriba en silencio, asombrado como si la viese por primera vez. Los entendidos explicaban a los inexpertos que el bote pertenecía a la Real Academia de Ciencias, y que el objeto de todo el proceso era determinar de una manera algo misteriosa la velocidad de la corriente.

Pero ese 19 de agosto el joven del péndulo no estaba, y el péndulo tampoco. En lugar del joven había un caballero de rasgos finos y peluca, de unos 35 a 40 años, que sostenía en sus manos una barra de madera de sección triangular. Ese ha de ser el académico, comentó uno de los curiosos. El remero detuvo el bote, sin amarrarlo, debajo del arco grande, y, mientras el joven de popa realizaba su acostumbrada anotación, el caballero ajustó algo en la barra y luego sumergió cautelosamente su extremo en el agua, manteniéndola vertical y con una arista en dirección de la corriente. Lo vieron observarla detenidamente largo rato, dictar algo, repetir la operación allí y en sitios próximos; luego, el bote regresó a la orilla. Los espectadores del puente, defraudados, se preguntaban qué había sucedido; los sabiondos callaban, y todos con un murmullo desaprobatorio volvieron a contemplar los lancheros y comentar acerca de sus cargamentos, proveniencias destinos. Felizmente, algo más tarde el bote de la Academia regresó con el joven del péndulo, y se repitió, con satisfacción general, la ceremonia de siempre.

Decepcionante para el espectador –como son hoy esas minúsculas, misteriosas celdas electrónicas que remplazan a las soberbias y ruidosas máquinas de antaño, todas engranes, volantes, bielas, émbolos en movimiento continuo, frente a las cuales los niños se detenían embelesados y el tiempo para ellos se paraba, y el pobre papá tenía que sacarlos a rastras- el aparato del incognito caballero era, sin embargo, un invento extraordinario. Como el termómetro del doctor Santorio (tubo terminado en un extremo con un bulbo que se metía en la boca, mientras que el otro, abierto, se sumergía en el agua de un vaso, de modo que una columna de agua subía por él tanto más arriba cuanto más alta era la temperatura del enfermo), bastaba con introducir este nuevo dispositivo en el agua para que esta se elevase en él y marcarse directamente la velocidad de la corriente. Además, mientras el paciente –paciente al fin- tenía que mantener el termómetro una hora en la boca antes de que el médico pudiese realizar su lectura, el novel taquímetro daba su indicación de inmediato.

Su inventor, ese académico desconocido por el gran público, pero que nosotros sabemos que se llama Henri de Pitot, necesitaba comprobar su “máquina” –como él la denominaba- con distintas velocidades. El agua era baja y la corriente lenta en ocasión de la primera medición; y por mal suerte el estiaje persistió más de un mes, tiempo que Pitot empleó para aforar debajo del Pont Neuf , en la punta de la isla de la Cité, y luego, remontando la corriente entre lentas ruedas de molino, repetir sus mediciones bajo el Pont au Change y el Pont NÔtre Dame. Las velocidades variaban, pero pudo notar que casi siempre decrecían desde la superficie hasta el fondo. Finalmente entre el 25 y el 30 de septiembre llovío fuerte y el Sena creció. De regreso en Pont Royal, Pitot halló que el nivel había subido 12 pulgadas y la velocidad había crecido de pie y medio a dos pies por segudo81.

¿Cómo era ese increíble aparato de Pitot? Muy sencillo, por cierto: en la barra triangular se apoyaban dos tubos de vidrio, uno recto de DE y otro doblado ABC, como aparecen –separados- en la fig. 70. El agua sube por vasos comunicantes en DE hasta el nivel MN de la superficie libre; pero en el tubo ABC, si este se dirige hacia la corriente, tendrá que subir por encima de dicho nivel una altura MF igual a la carga de velocidad V2/2g. Por tanto, si se utiliza, como hacia Pitot, una regla corrediza graduada en velocidades y se coloca su cero al nivel M, en F podrá leerse directamente la velocidad de la corriente. Naturalmente, como prevenía Pitot, Hay que asegurarse de que AB esté orientado correctamente e la dirección del filete fluido; por lo que recomendaba girar suavemente la barra hasta que el extremo F de la columna MF subiera lo más alto posible.

Pitot se sentía justamente complacido con su invento: “La idea de esta máquina es tan sencilla y natural que, desde que se me ocurrió, corrí casi de inmediato al río para realizar un primer ensayo con un simple tubo de vidrio, y el efecto respondió perfectamente a mi previsión. Hecha esta primera prueba, no podía creer que algo tan elemental y útil a un mismo tiempo hubiese podido escapar a tantos expertos que han escrito e investigado acerca del movimiento de las aguas. Realicé luego todas las búsquedas posibles en los tratados que he podido hallar sobre hidráulica… para ver si absolutamente nadie había hablado de él y si mi idea era nueva”. Lo era en efecto; y el flamante aparato abría nuevas perspectivas. Por medio de esta máquina se podrá efectuar un gran número de observaciones útiles y curiosas sobre las corrientes: con el objeto, por ejemplo, de conocer la velocidad media de todas las aguas de un río, saber si los incrementos de velocidad son proporcionales al incremento de las aguas o en qué otra relación están, ver cuál es la razón entre los volúmenes de agua y la cuantía de los roces, etc.”82

Uno de los grandes intereses de Pitot eran los barcos, sobre todo los cuales había publicado un libro: La théorie de la manoeuvre des vaisseaux (Teoría de la maniobra de los bajeles); y en seguida se le ocurrió que su aparato era ideal para determinar la velocidad de estos, la cual, variaban con el capricho de los vientos. “Antes de presentar mi máquina a la Academia –escribía- yo había meditado a menudo acerca de cómo hacer para que sus aplicaciones fueran convenientes para el mar y capaces de salvar todas las dificultades que pudieran sobrevenir, ya sea debido a los diferentes movimientos del barco, ya sea debido a las olas.” Decidió tomar dos tubos metálicos, uno recto y otro doblado, hacerlos pasar a través de la quilla al interior del barco, orientando el segundo hacia la proa, subirlos hasta un pie por debajo de la línea de flotación, y allí acoplarles sendos tubos de vidrio de cinco a seis pies de altura, para observar en ellos el desnivel alcanzado. Quiso asegurarse de la factibilidad de este arreglo: “Hice que me remontaran por el Sena, entre Poissy y la confluencia del Oise, en un pequeño barco de vela. Ell viento era muy fuerte y las olas muy altas para el Sena. En el tubo doblado de la máquina, el agua subió desde 18 hasta 24 pulgadas, de modo que la velocidad correspondiente, igual a la suma de la del barco en subida y la del río en bajada, resultó entre 9 pies 2 pulgadas y 10 pies 7 pulgadas por segundo.”83

Teniendo en cuenta las evidentes ventajas de este aparato, que luego se dominó incorrectamente (refiriéndose solo al tubo ABC) “tubo de Pitot”, cabe preguntarse por qué fue a mediados del siglo XIX cuando se empezó a utilizarlo sistemáticamente. Una de las razones es que, por más “sencillo y natural” que Pitot lo viese, pocos entre sus contemporáneos lo entendieron. En 1741 Bernandino Zendrini, matemático de la Serenísima República de Venecia, anotaba: “Por cierto parece difícil concebir cómo, introduciendo la máquina, en el instante en que se inicia el experimento la corriente tenga que elevarse, por el orificio horizontal, justamente a la altura que se debe a su escurrimiento; cuando parece absolutamente indudable que el prisma triangular, detenido con sus tubos orientados contra el curso del agua, tengan ante todo que aquietar y parar a todos los filamentos líquidos que llegan a topar con él, sin exceptuar tampoco a los que dan con el orificio; porque [estos últimos] encuentran, por lo menos en la curvatura del tubo, un impedimento capaz de alterar mucho el movimiento del agua y las consecuencias que podrían resultar de él cuando fuese libre”.84

Henry Darcy escribió en 1856: “¿A qué se debe que el tubo de Pitot se hay considerado como pura especulación, de la cual la práctica no podía sacar ningún provecho? ¿Por qué motivo, para obtener la velocidad media de la corriente, se ha acudido siempre de preferencia, o bien a flotadores verticales de longitud igual a la capa de agua de la cual se quería determinar la velocidad media, o bien al molinete de Woltman, o a otros aparatos más o menos complicados, que además presentan el inconveniente de requerir un contador de segundos?” Es que el aparato adolece de algunos defectos prácticos, considera Darcy; principalmente dos: que la columna dentro del tubo doblado ABC oscila demasiado, y que el nivel N en el tubo DE es difícil de detectar porque la agitación de la superficie del agua exterior lo tapa. La primera dificultad se debía, según Darcy, a que la boca A, del mismo diámetro del tubo, era demasiado ancha; hasta había habido quienes, siguiendo a Bernard Bélidor, la habían abierto todavía más, con una entrada en embudo.

Había que reducirle más bien a un agujero muy pequeño; “hice que desaparecieran casi completamente las oscilaciones en los tubos –escribe Darcy- al dar a los orificios un diámetro de apenas un milímetro y medio cuando el de los tubos era de un centímetro”. La segunda dificultad se supera conectando los extremos superiores C, E de los dos tubos con un tercer tubito y aplicando a este un poco de succión, a fin de elevar uniformemente los niveles N y F hasta cierta altura, que además puede elegirse de tal forma que resulte cómodo para quien realiza la lectura.85

Con esas correcciones, el aparato de Pitot se ha vuelto hoy en día de uso general. Su disposición más práctica es la sugerida por Ludwig Prandtl, que de acuerdo con el esquema de la fig. 71, engloba en una sola punta el orificio dinámico A, colocado de frente, y los estáticos, como B y C, colocados de lado, todos sumamente pequeños.

Durante un reconocimiento en el campo, para uqien quisiera evaluar los gastos de arroyos o riachuelos, lo ideal sería por supuesto llevar un tubo de Prandtl. Pero de no disponer de él, el mismo principio utilizado por Pitot sugiere cómo determinar aproximadamente velocidades superficiales con una simple reglilla graduada de canto agudo, que elevaríamos así a la categoría de “regla hidrométrica”. En efecto, basta con sumergir un extremo de la reglilla, manteniéndola vertical y con el canto hacia la corriente y leer en la graduación la elevación del agua; luego, sin cambiar el nivel de la reglilla, girarla bruscamente para que presente a la corriente su cara ancha. La nueva elevación alcanzada por el agua, restada a la anterior, da poco más o menos la carga de velocidad.

obtenido de: http://es.wikipedia.org/wiki/Tubo_de_Pitot Como no encontré una imagen de Henri de Pitot, cuando menos pongo un plano con la localización de Aramon, Francia, donde nació de Pitot.

Una hidráulica estancada

A fines de 1777, Lagrange escribía a Lorna: “poseo la colección de nuestros autores italianos, impresa en Parma, y la recorrí hace algún tiempo para ponerme al día en lo que se sabe o se cree saber acerca de la teoría de los ríos; pero debo confesarle que, exceptuando algunos principios generales cuya aplicación se realiza raras veces, no he encontrado sino razonamientos y experiencias todavía demasiado vagas para que puedan servir como fundamento de una teoría rigurosa y geométrica. Hasta hoy ocurre en esta ciencia como en la medicina práctica, que, a pesar de su extrema importancia y de los bellos descubrimientos que se han hecho en anatomía, química, historia natural, etc., casi no está más adelantada que en los tiempos de Hipócrates: tal vez lo está menos.”86

Pocos años después, Pierre du Buat, en el discurso preliminar a sus Principes d’Hydraulique, vérifiés par un grand nombre d’expériences faites par ordre du gouvernement (Principios de hidráulica, comprobados con un gran número de experiencias realizadas por orden del gobierno), puntualiza: “Razonamos siempre correctamente cuando aplicamos a un objeto tan solo ideas extraídas de la naturaleza del mismo, pero por el contrario se cae en toda suerte de errores al empeñarse en querer concluir antes de conocer y conocer antes de haber examinado… Cuando el objeto es material y, desconociendo el tamaño y la forma de sus parte elementales, así como las que el Autor de la naturaleza les ha prescrito, queremos sin embargo prever los efectos, calcular los esfuerzos, dirigir las acciones, entonces la naturaleza se muestra independiente con respecto a nosotros y, siempre fiel a la ley que se le prescribe pero que nosotros ignoramos, se opone a nuestras concepciones, desconcierta nuestros proyectos, inutiliza nuestros esfuerzos… Interrogar a la naturaleza, estudiar las leyes que ella se ha dictado, cogerla en el hecho, robarle su secreto, es el solo medio de dominarla y el verdadero camino de todo espíritu razonable.”

Y prosigue: “Todas las veces que el hombre ha podido desarrollar una ley de la naturaleza hasta entonces desconocida, siempre ha sentado la base de una ciencia nueva, que nos ha enseñado cómo emplear para nuestro provecho entes antes rebeldes y someter a nuestra voluntad los elementos más independientes. Si por el contrario, quedan varios efectos naturales cuyo proceso nos parece raro y cuyos resultados escapan a nuestros cálculos, es porque ignoramos el principio general del cual dependen, la regla que los gobierna, la energía secreta que los produce. Tales son por lo general algunos fenómenos que los fluidos manifiestan, y en particular tal es el movimiento del agua en un lecho cualquiera… Todo lo que concierne al curso uniforme de las aguas que riegan la superficie de la tierra lo desconocemos; y, para hacerse una idea de lo poco que sabemos, basta con echar una ojeada a lo que ignoramos. Apreciar la velocidad de un río del cual se conocen ancho, profundidad y pendiente; determinar a qué nivel elevará sus aguas al recibir otro río en su cauce; prever cuánto bajará si se le hace una sangría; fijar la pendiente que conviene a un acueducto para mantener sus aguas con una velocidad dada. O bien la capacidad de un cauce que le conviene a fin de introducir en una ciudad, con una pendiente establecida, una cantidad de agua suficiente para sus necesidades; trazar los contornos de un río de tal modo que no se dedique a modificar el lecho donde se le ha encerrado; prever el efecto de un enderezamiento, un corte o un azud; calcular el gasto de un tubo de conducción del cual conozcamos longitud, diámetro y carga; determinar cuánto un puente, una represa o una compuerta harán elevar las aguas de un río; señalar hasta qué distancia será sensible este remanso y prever si no provocará inundaciones; calcular la longitud y dimensiones de un canal destinado a secar pantanos perdidos desde hace tiempo para la agricultura; asignar la forma más adecuada a las entradas de los canales, a las confluencias o a los estuarios de los ríos; determinar la figura más ventajosa por darse a barcos o botes a fin de que hiendan el agua con mínimo esfuerzo y en particular calcular la fuerza necesaria para mover un cuerpo que flota sobre el agua; todas estas cuestiones e infinidad de otras del mismo tipo - ¿quién lo creería?- carecen todavía de solución.”87

“Todo el mundo razona acerca de la hidráulica –lamenta du Buat- pero pocos son los que la entienden. Sin embargo, no hay reino, provincia o ciudad que no tenga obligaciones de este tipo; la necesidad, la comodidad, el lujo no pueden eludir el auxilio del agua: hay que traerla al centro de nuestras habitaciones, evitar sus estragos, hacer que mueva máquinas que compensen nuestra debilidad, decore nuestras residencias, embellezca y limpie nuestras ciudades, aumente o conserve nuestro dominio, transporte de una provincia a otra, o de un extremo del mundo al otro, todo lo que necesidad, refinación o lujo han hecho precioso para los hombres; hay que contener los grandes ríos, cambiar el cauce de las corrientes, excavar canales, construir acueductos, ¿Qué ocurre? Que, careciendo de fundamentos, se adoptan proyectos cuyo costo es bien real, pero cuyo éxito es quimérico, se realizan trabajos cuyo objeto resulta frustrad; se comprometen estado, provincias y comunidades en gastos considerables sin fruto, y a menudo en su menoscabo, o por lo menos no hay proporción entre el gasto y las ventajas que se obtienen. La causa de un mal tan grande, lo repito, está en la indeterminación de los principios, la falsedad de una teoría desmentida por las experiencias, el escaso número de observaciones realizadas hasta la fecha y lo difícil que es hacerlas bien.”88

Así de mal estaba la hidráulica al cerrarse el siglo de Bernoulli, Euler y Bossut. Es cierto que tampoco hoy sabemos contestar varias de las preguntas de du Buat a la perfección, y que, aunque ya no sean muchos, sino escasos y, por tanto, mejor preparados los que razonan acerca de la hidráulica, se siguen produciendo errores en criterios y proyectos; pero por lo menos el problema fundamental, o sea: determinar la velocidad de una corriente en movimiento uniforme conociendo de ella ancho, profundidad y pendiente, ese sí lo sabemos hacer, de acuerdo con una orientación inspirada por un obscuro, modesto y retraído burócrata, unos diez años antes de que du Buat publicase su tratado.

Imagen obtenida de: http://fr.wikipedia.org/wiki/Pierre_du_Buat
La ecuación anterior es para determinar la velocidad media del flujo, donde:
g es la aceleración de la gravedad.
m es el coeficiente que depende de la rugosidad de las márgenes.
i es la pendiente del fondo del río.
l es la longitud del cauce.
h es el tirante o profundidad del río.


Giuseppe Luigi Lagrangia o Lagrange (25 de enero de 1736 en Turín - 10 de abril de 1813 en París), Imagen obtenida de: http://es.wikipedia.org/wiki/Joseph-Louis_de_Lagrange

Algo de luz por fin

L’injustice est consommée, la injusticia se ha consumado, es la nota de puño y letra de Lamblardie, director de la École des Ponts et Chaussées , que hallamos asentada en el margen de una carta donde se pedía, en 1795, un trabajo para el anciano ingeniero Antoine Chézy. En ella, luego de haber aseverado que dicho ciudadano, a pesar de sus 77 años, estaba todavía en posesión de todas sus facultades físicas y mentales, se recalcaba “que ese hombre está por sucumbir en la desesperación más horrible y que, luego de largos y gloriosos servicios, ofrece a cada uno de nosotros la visión más desalentadora del abandono, o mejor dicho, de la miseria”: La nota marginal comprobaba, sin embargo, que la plaza solicitada había sido otorgada a otra persona. De hecho Chézy, con un salario de jubilado tan reducido que no le alcanzaba para cubrir las necesidades mínimas de su familia, se había visto en la necesidad de vender el crin que rellenaba su colchón. ¡Qué suerte la de ese Guérout, exinspector general como él, que había conseguido una plaza de dibujante en la jefatura que antes había sido suya! Pero Chézy había sido maestro, y muy querido por cierto, en la Escuela de Puentes y Calzadas. Hubo exalumnos que se movieron, y Prony, uno de ellos, consiguió hacerlo ingresar al catastro, donde compensaron su trabajo con alimentos y vestuario.89

Tenía Chézy 79 años cuando Lamblardie (todavía bastante joven) falleció, dejando vacante la dirección de la Escuela. Prony tenía un amigo miembro del Directorio, Latourneur, y fue a verlo de inmediato. ¿No sería posible darle por fin a ese pobre viejo tan estimado por todos una muestra de gratitud y aprecio, confiriéndole a él el cargo? Así se hizo, y allí lo encuentra Bugge en 1798, al visitar la escuela, que describe con detalle: “Está situada en Rue Grenelle, y era antes un palacio del Duque de la Châtel; dispuesta y embellecida con gusto y magnificencia exquisitos, contiene cantidad de excelentes apartamentos. Por cierto, el estilo del edificio especialmente de las dos salas al frente, no es muy adecuado a la modestia de una escuela pública… Trudaine fue, en el tiempo de la monarquía, el primer fundador de esta escuela; Perronet, autor de una obra excelente, Description des projets et de la construction des ponts ha contribuido grandemente a su adelanto desde entonces… Dos de los apartamentos se han adaptado como museo, en el cual hay no solo diseños, sino también modelos de edificios y máquinas relacionados con cada aspecto de la construcción de caminos y puentes, como todo tipo de martinetes para elevar pilas verticales e inclinadas, cinco modelos diferentes para recortar pilas bajo el agua, … varios modelos de máquinas para elevar el agua, bombas impelentes y compuertas para canales, y además maquetas de los puentes más notables de los grandes ríos de Europa… La escuela posee una hermosa biblioteca, de cerca de dos mil quinientos volúmenes, de buenos tratados matemáticos relacionados principalmente con hidrostática, hidráulica, obras hidráulicas, caminos y puentes. En las cuatro aulas de clase se enseña a los alumnos elementos de física y matemática, diseño, planos y bosquejos de caminos, puentes, canales, puertos y todo tipo de edificios relacionados. Ellos aprenden también a dirigir la construcción efectiva de edificios, administrar los gastos y llevar la cuenta de las rentas anuales… Su carrera de estudios se cumple normalmente en dos años, y antes de dejar la escuela –y frecuentemente mientras residen en ella- se someten a exámenes y se les obliga a resolver problemas y contestar cuestionarios relativos al aspecto práctico de su profesión. Prony me mostró algunas de esas cuestiones, la mayor parte de las cuales eran difíciles… Los administradores actuales son los directores Chézy y Prony, y el inspector Le Sage, que se esfuerzan al máximo para mantener todo en condiciones de orden y actividad.”90

Si Bugge menciona a Chézy y Prony como directores es porque el primero murió y el segundo le sucedió en ese mismo año en que Bugge estaba en París. Poco más de un año duró pues la gestión de Chézy. Queda un retrato de él, que muestra su rostro, de perfil enjuto y narigudo, y mirada penetrante, con la leyenda: Ars utinam mores animunque effingere possit: pulchria in terris nulla tabella foret , ¡ojalá el arte pudiera representar conducta y alma!: no existiría en el mundo un retrato más bello.91 Pero la memoria de Chézy permanece ligada más que todo a la fórmula que él estableció para determinar la velocidad en los canales.

A mediados del siglo XVIII, uno de los graves problemas de París era el abastecimiento de aguas: “Desearía –escribe Voltaire desde Inglaterra- que todas las casas de París recibieran agua como las de Londres; pero en todo somos los últimos”. Efectivamente, la planta de bombeo urbana era vieja, en mal estado y a todas vistas deficiente. En 1747 Deparcieux, miembro de la Academia de Ciencias, había pensado en la posibilidad de llevar a la ciudad las aguas de un pequeño río, el Yvette, que escurre en el cercano valle de Chevreuse, en un nivel más elevado que la ciudad misma. Había insistido en su propuesta en 1760, pero nada se había hecho hasta que, luego de su deceso en 1768, por fin el Consejo decidió encargar a Perronet el proyecto relativo. Perronet, que había escogido a Chézy (egresado con las máximas calificaciones de la Escuela de Puentes y Calzadas) como colaborador, le encargó el cálculo de sección y gasto del canal de conducción.92

Se trataba de la parte más delicada del diseño; porque los enemigos de Perronet –y había muchos- se sentirían felices si a la hora del estreno el canal resultaba insuficiente o bien excesivamente grande para llevar el caudal requerido. “Para esto –escribiría Chézy en su informe- hay que conocer la velocidad que el agua podía alcanzar al correr por este canal, que se supondrá de pendiente uniforme. No se trata de una velocidad inicial y momentánea, que puede ser muy grande si la produce una carga de agua, o muy pequeña si resulta tan solo del peso o de la pendiente del canal. Sea cual sea, esta velocidad inicial disminuye o aumenta muy pronto, para transformarse en una velocidad uniforme y constante que solo se debe a la pendiente del canal y al peso, cuyo efecto se atenúa por la resistencia de la fricción con las paredes del canal mismo. Esta es la velocidad que se trata de conocer aproximadamente, por lo menos.”

“Planteada así la cuestión, la solución se presenta por sí misma, porque es evidente que la velocidad debida al peso… no es uniforme sino cuando deja de acelerarse, y deja de acelerarse cuando la acción del peso sobre el agua iguala la resistencia ofrecida por las paredes del canal; pero esta resistencia es proporcional al cuadrado de la velocidad, por el número y la fuerza de las partículas que chocan en un tiempo dado; y además es proporcional a la parte del perímetro de la sección de la corriente que toca las paredes del canal… Llamando V a la velocidad y P a esta parte de perímetro (fig. 72), la resistencia de fricción será luego proporcional a V2P. Por otro lado, el efecto del peso es proporcional al área de la sección de la corriente y a la pendiente del canal… Llamando pues A al parea de la sección y H a la pendiente del canal, el efecto del peso será proporcional a AH”.

Entonces, sigue diciendo, sean dos canales, con características V, P, A, H y v, p, a, h, respectivamente. Tendremos la igualdad

Y, por tanto, despejando

Luego, si se han medido las características del segundo canal, así como la pendiente H, el “área mojada” A y el “perímetro mojado” P del primero, y se escribe

La fórmula 1 se hace

Donde se ha indicado con R=A/P el “radio hidráulico”, cociente de área mojada entre perímetro mojado.93

La 3 es la sencillísima y célebre fórmula de Chézy, que permite calcular la velocidad media de una corriente en un flujo uniforme, conociendo pendiente y radio hidráulico, con lo que quedaría resuelto el primero de los problemas propuestos por du Buat. De los principios utilizados para obtenerla, el de que la resistencia al avance del líquido es proporcional directamente al perímetro mojado e inversamente al área mojada –y, por tanto, inversamente proporcional al radio hidráulico- se debe a Euler; mientras que el otro, el de la proporcionalidad entre la resistencia y el cuadrado de la velocidad, es probablemente del propio Chézy.

Para completar la fórmula 3, es necesario determinar el valor del coeficiente C, midiendo las características de un canal similar al que se está proyectando y remplazándolas en la fórmula misma. Además, hay que definir de alguna forma la pendiente más conveniente. Ahora, como la pendiente afecta a la velocidad, y esta, si es demasiado rápida, puede erosionar los taludes de un canal cortado e tierra (como sería el de Yvette), lo más razonable, según Chézy, será escoger la pendiente menor posible. Chézy se traslada pues al bosque de Orleans, donde sabe que hay un canal, el de Courpalette, que trabaja satisfactoriamente a pesar de su pendiente muy reducida. Repite dos veces con todo cuidado su nivelación, y encuentra que el canal cae apenas 3 pies, 5 pulgadas y dos líneas en su longitud total de 16 100 toesas; siendo la toesa de seis, se trata de una pendiente media del 0.0355 por mil. Para determinar C, va a la Gibonniére, donde el canal es más regular, pues está revestido de madera y rectilíneo. Mide la velocidad, por medio de una bola de cera soltada en el centro de la corriente, así como área y perímetro mojados. Obteniendo para C un valor que, en medidas métricas, equivale a C=31. Del canal revestido pasa luego al caso opuesto: un río. Escoge un tramo de 1330 toesas en el Sena, donde encuentra una caída de nivel total de 11 pulgadas entre inicio y fin del tramo, lo que da una pendiente de 0.144 por mil. Con base en las características geométricas de la sección mojada y la velocidad de la corriente, obtiene par C el valor equivalente a 44 en medidas métricas. Calcula al fin el gasto que resultaría para el canal de Courpalete, dando al coeficiente este último valor, y concluye: “Las circunstancias de estas dos observaciones son tan diferentes, que no se creí deber sacar conclusiones de una para la otra; y hay que sorprenderse de que el resultado de la fórmula no se aleje más de lo observado.”94

Nótese en la cita anterior la frase, en francés qu’ on ne croyait pas devoir conclure de l’une à l’autre , que subraya la convicción de Chézy de que el valor de C varía con las características del cauce; porque hidráulicos posteriores pretendieron ver en C una constante única y universal, tal vez engañados por lo que acerca de ella escribió Prony: “Las primeras que conozco sobre el movimiento del agua en los canales, teniendo en cuenta la resistencia, son las del difunto Chézy, mi predecesor en la dirección de la escuela de Puentes y Calzadas, uno de nuestros ingenieros más hábiles y que puede incluirse en el pequeño número de esos hombres que son superiores a su reputación… Obtuvo una fórmula muy simple… que puede,por medio de una única experiencia, hacerse aplicable a todas las corrientes.95

La memoria de Chézy, redactad en 1775 para Perronet, desapareció misteriosamente, y ya no se supo nada de ella a partir de 1803. Evidentemente, como el proyecto Yvete no había llegado a realizarse, alguien debió pensar que podía llevarse a su casa, sin problemas, un escrito tan interesante. Felizmente, un ingeniero americano, Clemens Herchel, gran admirador de Chézy, logro a fines del siglo pasada descubrir un borrador del mismo, que es aquel del cual provienen las citas que hemos transcrito.

Un problema de ultramar

“Quienquiera que tenga alguna práctica con los temas tratados por los escritores hidráulicos, se dará cuenta fácilmente de una diferencia esencial entre los italianos y los extranjeros; porque mientras los primeros ansiaban descubrir el magisterio de la naturaleza en sus vastas operaciones, como es el curso de los ríos, los segundos se limitan por lo general a considerar efectos menores, que se observan en las aguas que brotan de vasos o escurren en angostos canalitos artificiales, o bien en las resistencias que ellas suelen oponer a los sólidos que se mueven en su interior, y [fenómenos] semejantes… Por tanto, la ciencia de las aguas se hallaba dividida en dos grandes y muy distintos bandos, sin competencia entre sí, porque apenas si se conocían mutuamente, a saber, los hidráulicos italianos por un lado, y los más célebres matemáticos por el otro. Los primeros, valientes, trataban los asuntos en grande, acometiendo a la naturaleza en el ancho campo de los ríos; pero, con excepción de pocas verdades, todo en sus tentativas es defectuoso, especialmente por el lado geométrico. Por el contrario, los segundos son toda exactitud, todo rigor; pero ellos consideran tan solo lo extremadamente pequeño y menudo, sin poder de allí remontarse a lo grande, como haría falta.”96 Así escribía e 1815 el abad Antonio Tadini, quien, luego de haber ocupado en sus mejores años altos cargos administrativos, se había retirado a su pueblo natal, Romano de Lombardía, para transcurrir, allí, en familia, lo que le quedaba de vida.

Pero Tadini no era hombre que se contentara con la diaria tertulia de los coetáneos en la plaza; la hidráulica era su gran amor, y a ella seguía dedicando su aguda y vivaz inteligencia, meditando, calculando, ensayando, aunque fuera allí entre gente rústica, lejos de todo centro documentación y cultura. En 1815, la Sociedad de Ciencias de Verona abre un certamen preguntando cuál es entre las prácticas utilizadas en Italia la más conveniente para la correcta distribución de las aguas, y cuáles precauciones o artificios habría que agregarle para perfeccionarla totalmente. Tadini participa, declarando sin ambages a esos señores que mejor hubiesen preguntado cuál era la menos mala, porque “más conveniente” no había ninguna; y propone un método nuevo: obligar a la corriente a que pase por una corta canalete de fondo horizontal y paredes verticales, haciendo estas últimas algo convergentes, y cruzando en la salida un pequeño umbral para forzar a que también la superficie del agua se haga horizontal. En estas condiciones, la medida del tirante definirá unívocamente el gasto. Solución demasiado simple, aunque su autor la apoyara en una”ecuación universal del movimiento, que abarcaría en conjunto a todos los cuerpos de la naturaleza, sólidos, fluidos y semifluidos”; y naturalmente la Sociedad otorga el premio a otro concursante. Tadini se molesta: ¿preguntan por precauciones y artificios aptos para perfeccionar las prácticas existentes? Pero si son justamente “esas precauciones y esos artificios que la misma geometría ha especificado en mi Memoria; pero aquellos aplicados a cualquier práctica italiana o extranjera, la transforman de todos modos en la mía, que solo puede decirse absolutamente perfecta”.97 En 1824 se propone al Consejo Superior de Construcciones Públicas de Milán un proyecto para obras de riego; y Tadini escribe al Consejo exponiendo sus puntos de vista, Allí hace referencia a una fórmula planteada en 1801 por Johann Eytelwein para corrientes tranquilas, profundas y de pendiente suave que es la de Chézy con coeficiente c= 50.9; y afirma que él, Tadini, con base en el examen de datos de sesenta canales y riachuelos, ha encontrado que basta con el valor c=50, que propone como “canon general” por ser “suficiente” ,y tan seguro en su utilización como simple en su forma”.98

En 1830, a los 76 años, sigue activo. ¿Ya no le consultan por considerarlo demasiado anciano? Pues bien: él mismo se buscará problemas por resolver, aunque tenga que sacarlos del otro mundo. Desempolva el Essai politique sur le royaume de la Nouvelle Espagne de Alexander von Humbolt, que contiene un tesoro de observaciones, datos y mapas reunidos por el autor durante su estadía en México, desde marzo de 1803 hasta marzo de 1804. Allí se discute el problema del desagüe del valle de México, con sus cinco lagos –Xochimilco, Chalco, Texcoco, San Cristóbal y Zumpango- que frecuentemente lo inundan. En 1607, Enrico Martínez había abierto “el Desagüe Real de Huehuetoca, obra conceptuada como la más gigantesca que la mano del hombre haya realizado en el campo hidráulico” –así la juzga Tadini-, para sacar del valle las aguas del río Cuautitlán, que llevaba {el solo más agua al lago Zumpango que lo que llevaban a los otros lagos todos los demás riachuelos juntos”. Sin embargo, quedaba por controlar el de Texcoco, que en septiembre de 1628 había inundado la ciudad de México de tal modo que solo se podía transitar en canoas; y esa inundación duro años, tantos que los habitantes empezaron a emigrar a Puebla, y de las veinte mil familias españolas que vivían en la capital solo quedaron cuatrocientas. Y más recientemente, en 1795, ¿no había ocurrido otra seria inundación? Humboldt había afirmado que la solución estaría en desaguar el lago por un canal.

La realización de este … canal –escribe Tadini- no solo la decretó en 1804 el virrey Iturriaga, mientras el señor Humboldt estaba allá, sino que este supo, luego de su salida de América, que ya se había dado inicio a los trabajos”. Sin embargo, a Tadini esta solución no le convence: “Veamos pues si con esto se habrá resuelto el gran problema de la seguridad de México, como cree nuestro Autor; y sirva nuestro discurso de luz a los mexicanos, verdaderos y celosos amigos del bien público, estrechamente vinculados a la ciencia de las aguas.”99

Con base en la aserción de Humboldt de que es “enorme la rapidez de la evaporación que tiene lugar a nivel de México”, y considerando que en Italia, a nivel del mar y en verano, la evaporación es aproximadamente un centímetro diario, Tadini supone que aquella del Valle ce México sean dos. La superficie de los lagos allí existentes es de 21 ½ leguas cuadradas; por tanto -calcula Tadini- la evaporación total sería de 98 metros cúbicos de agua por segundo, cantidad que se aproxima al caudal del río Sena antes de confluir con el Marne, cerca de Paris; y prosigue: “Si tanta agua se evapora de los lagos, otra tanta los manantiales suministrarán a los lagos en tiempos normales y de secas … Pero la cantidad de agua de ríos, torrentes y desagües en tiempos de crecidas suele generalmente hacerse diez, quince y más veces la que llevan en sus condiciones ordinarias; luego la cantidad que en tales condiciones entrará en los lagos equivaldrá a diez, quince y más … Senas antes de entrar en el Marne.” Como el canal proyectado para llevar las aguas de Texcoco al tajo de Huehuetoca se había previsto trapecial, de taludes 1:1 y pendiente de 0.2 por mil, Tadini aplica su fórmula y encuentra que, para que lleve un gasto de 98 m3/s, haría falta darle 12.4 m de ancho de plantilla y 7.4 m de profundidad. Además, siendo de 32 km su longitud prevista, con esa pendiente llegaría al tajo de Huhuetoca 6.4 m por debajo del nivel lago, mientras que el tajo mismo se encontraba 9 m arriba; por lo que había que bajar a este último más de quince metros. Y todo esto para sacar del valle el gasto de un río Sena; “lo que hace tanto más desesperada la idea de nunca poder dar salida con el desagüe a tanta cantidad de agua como sería la de … diez o quince Senas todos juntos”. Con esto Tadini concluye: “abandonen pues los mexicanos toda esperanza de preservar su metrópoli de inundaciones por medio de desagües; y, conociendo cuán funestas son a veces, …sin prestar oído a las sugerencias del Autor…, oriéntese hacia el antiguo sistema de bordos que, construidos debidamente de pura tierra, y con una altura que supere en 80 cm la máxima elevación de los lagos, salvarán a la ciudad”.100

Alexander von Humbolt, obtenido de: http://enciclopedia.us.es/index.php/Alexander_von_Humboldt

Humboldt legó una cantidad impresionante de trabajo sobre México. Cubre desde geología hasta política, pasando por las primeras estadísticas de producción y demografía en México. Toda una vida de trabajo, que recopiló en tan sólo un año en el país. Este documento es muy interesante. Muestra el canal de Huehuetoca, en ese entonces siendo construido. Muestra las profundidades de los lagos: La profundidad del lago de Texcoco (también conocido como Metzliapan) es de 6 metros. La profundidad del Lago de San Cristóbal y Zumpango es de 4 metros, aunque en diferentes altitudes, ya que los separan 6 metros de altura. Del lago San Cristóbal a Texcoco hay 6m en los niveles de agua. La diferencia entre el nivel del suelo en Zumpango y el lecho del lago de Texcoco es de 12 metros, de acuerdo con este perfil del canal. Obtenido de: http://www.abstractatus.com/espanol/lagosMexico/

El lago de Texcoco en su estado en el siglo XV .

Mapa comparativo del área de la ciudad de México y los antiguos lagos del valle.

Esos diablos de americanos

Esto pide el Congreso que se inicie y lleve adelante: levantar una sección del río con máximo esmero y exactitud, y determinar la velocidad media de sus corriente en correspondencia con cada una de las diferentes fases; la duración de cada fase; la cantidad que escurre anualmente por el cauce del río; y la magnitud del gasto máximo que podría caber en el cauce sin desbordar. Okay, eso haremos. Pero, ¿se da cuenta, mi estimado capitán, de que río le estamos hablando? Es el Misisipí, el padre de las aguas; con anchos entre kilómetro y kilómetro y medio, quince metros de diferencia entre tirantes máximos y mínimos, gastos máximos –Ud lo verá- de treinta y tres mil metros cúbicos por segundo. No importa, lo haremos ¿Qué día salgo para Nueva Orleans?

Así, el capitán Andrew Humphreys, del Cuerpo de Ingenieros Topógrafos del Army, empezó en 1851 el reconocimiento topográfico e hidrográfico del bajo Misisipí, que interesaba al gobierno de los Estados Unidos para controlar las inundaciones de las llanuras aluviales adyacentes y mejorar las condiciones de navegación. Humphreys disponía de un personal numeroso, pero la empresa era titánica. Infatigable, organiza, explicaba, aconsejaba; todo quería controlar y revisar personalmente. Estaba en el campo desde la primera luz del día hasta tarde en la noche, y apenas comía su sandwich cuando no se le olvidaba. El resultado fue una peligrosa enfermedad, y la orden de volver inmediatamente a Washington para ser tratado. El reconocimiento del Misisipí fue suspendido. Al sentirse mejor el capitán, sus jefes no le dejaron regresar: a sabiendas de que nadie más habría podido realizar tamaña empresa, consideraban mejor esperar a que se restableciese por completo, aunque tardara años. Entonces lo comisionaron a Europa, para visitar los deltas de río en ese continente. En 1854, debe de regresar con urgencia: hay que coordinar los estudios para el ferrocarril que una el Misisipí con el Océano Pacífico, y lleve a esos puertos los productos que bajan por el río desde el centro del país.

El reconocimiento del Misisipí no se reanuda hasta 1857. Humphreys adquiere un ayudante: el teniente Henry Abbot, de 25 años. Es un hombre del mismo temple, y los dos se entienden de maravilla. Las investigaciones ahora sí van en serio, y en menos de cuatro años se cumple con el cometido. En 1860 Humphreys y Abbot entregan un voluminoso informe, 610 páginas y 20 tablas, el Report upon the physics and hydraulics of the Mississippi river, que incluye un estudio histórico de la hidráulica de ríos, consideraciones teórico-experimentales acerca del escurrimiento, descripción de los métodos utilizados y de kios resultados obtenidos en la investigación del Misisipí, sugerencias para proteger las tierras aledañas contra inundaciones.101

El cálculo del gasto de un gran río tiene que realizarse fijando una sección de él, subdividiéndola en pequeñas porciones, midiendo la velocidad en el centro de cada una, multiplicando esta por el área de la porción misma y sumando todos estos productos. Para medir velocidades, Humphreys había utilizado exclusivamente “flotadores compuestos”. Se trataba (fig 73) de un pequeño tonel A de 10 pulgadas de diámetro y 15 de alto, convenientemente lastrado, conectado por medio de un cordel de longitud ajustable con un flotador superficial B de corcho, con base cuadrada de 10 pulgadas de lado y 3 pulgadas de espesor. Se habían fijado dos visuales, transversales al río, a 200 pies de distancia una de otra, y la velocidad del flotador se determina por medio de teodolitos, su paso sucesivo por las visuales. De estas velocidades se trazaron perfiles; y, analizado los resultados de 222 levantamientos Humphrey y Abbot concluyeron que se podían aproximar con parábolas PQ de eje MN horizontal, eje que en promedio, con aire tranquilo, estaba ubicado a una distancia de 0.317 veces el tirante por debajo de la superficie: a esa profundidad se localizaría pues la velocidad máxima.102

Este resultado evidenciaba la presencia de algo así como una resistencia de fricción, no solo en el fondo, sino también en la superficie de la corriente; pero su origen no pudo aclararse porque su magnitud era mucho mayor que lo que se hubiera esperado del simple frotamiento con el aire. Esto indujo a introducir, además del radio hidráulico normal R=A/P, el “radio principal” Ro=A/(P+b), donde b es el ancho de la superficie del agua en la sección. Por otro lado, se podía apreciar cierto efecto del viento, porque la profundidad del eje MN se reducía con viento en dirección de la corriente, y crecía con el viento en contra. Se halló que la velocidad media y la máxima en una vertical se relacionaban entre sí por medio de una expresión que tomaba en cuenta también la mencionada profundidad del eje. Para la velocidad media V en la sección, se obtuvo una fórmula que puede escribirse.

Donde S es la “pendiente hidráulica”, o sea, la pendiente media de la superficie de la corriente y

Muy escasos fueron los ejemplares del informe de Humphreys y Abbot que llegaron a Europa, pero los hidráulicos europeos captaron de inmediato su importancia, no solo como documento de una investigación sumamente cuidadosa realizada en condiciones verdaderamente difíciles, sino porque aportaba al banco de datos disponibles de los de un río enorme con respecto a los europeos; además, con la fórmula 1, que en nada se parecía a la de Chézy y similares, señalaba la necesidad de una revisión de estas últimas. En efecto, si en 1 despreciamos el parámetro m, que suele ser pequeño, resultaría para la velocidad la fórmula aproximada

O sea, la proporcionalidad de V con la raíz cuarta –no la cuadrada- de la pendiente S. Naturalmente, no hay que olvidar que la fórmula que estamos considerando había sido obtenida para un río muy lento y con pendiente de fondo reducida, no mayor de 0.1 por mil; mientras que la de Chézy correspondía a canales con pendiente relativamente mayores.103



Andrew A. Humphreys



Henry Larcom Abbot

Localización del río Mississippi en los E. U.

Vista del Rio Mississippi en St Louis, frontera entre Missouri y Illinois

El canal de Dijón

Castelli había apuntado que piedras, malezas y otras excrecencias del fondo del cauce retardan el curso del agua. Pero se trataba de protuberancias grandes: de ser muy pequeñitas, ¿las notaría la corriente?. Allá por el año 1800, se le ocurrió a Coulomb un experimento nuevo: tomó un péndulo, lo sumergió en agua quieta y lo hizo oscilar. El roce del disco del péndulo con el agua iba amortiguando poco a poco la amplitud de la oscilación; y la magnitud de esta reducción progresiva constituía un índice de la intensidad del esfuerzo cortante –o sea, del esfuerzo ejercido tangencialmente- entre agua y disco. Luego Coulomb untó con grasa el disco para hacerlo más liso, y repitió el experimento; pegó arena en la grasa para hacerlo rugoso, y volvió a ensayar: en ningún caso halló diferencias apreciables en el refrenamiento del péndulo. El resultado era imprevisto ¿cómo explicarlo? Coulomb sugirió que las partículas de agua en contacto con la superficie del disco se adherían a esta, y entonces se mueven con su misma velocidad; que las partículas algo más lejanas adquieren, por efecto viscoso, también una velocidad, pero menor; y así sucesivamente hasta que, a dos o tres milímetros de distancia de la pared, ya no haya desplazamiento. En otros términos, el agua en movimiento relativo sí siente el frotamiento, pero no tanto con la pared misma cuanto con una delgada capita líquida que se le pega y ahoga su rugosidad si esta es fina.104

Este resultado hizo que durante varias décadas se supusiera que la naturaleza de la pared, mientras esta fuera lisa o casi lisa, no debería de influir en el escurrimiento, porque la película fluida adherida taparía las pequeñas diferencias superficiales entre un material y otro. Entonces en tales condiciones, sería correcta la idea de Chézy de que la velocidad media de una corriente depende de la pendiente y geometría de la sección del cauce y nada más. Pero se empezó a observar un hecho que contradecía la creencia mencionada: ciertas tuberías de fierro llevaban un gasto mayor cuando eran totalmente nuevas que poco tiempo después, al empezar a oxidarse; asimismo, a medida que la oxidación, y con ella su rugosidad interior iba creciendo, la capacidad del conducto se reducía más y más.

Quien sintió la urgencia de aclarar de una vez por todas el efecto de la calidad y edad del tubo sobre la velocidad de la corriente fue Henry Darcy, encargado de las obras hidráulicas del Dijón. Esta pintoresca población, antigua capital de Carlos el Temerario, puede llamarse una ciudad de aguas: edificada en la confluencia de dos ríos, el Suzón y el Ouché, se asoma al Canal de Borgoña, el cual permite a los barcos cruzar del valle del Ródano al del Sena, comunicando así por vía fluvial el mediterráneo con el Atlántico. El nuevo sistema de distribución de aguas potables de Dijón, proyectado y construido por Darcy, no tardó en hacerse célebre entre los hidráulicos de mediados del siglo XIX; entre otras cosas, por haber requerido estudios de infiltración, que habían llevado a Darcy a descubrir que la pérdida de carga a través de un lecho filtrante es proporcional a la velocidad de la corriente y no a su raíz cuadrada, como pretendían los que querían aplicar ciegamente la ley de Torricelli a todo.

Era el tiempo del segundo imperio en Francia, con Napoleón III, quien, precisado a exhibir sus tendencias liberales, estaba fomentando ciencias y tecnologías. Así, en 1852 no le fue difícil a Darcy conseguir un buen subsidio de gobierno para un análisis experimental exhaustivo, con toda una serie de tuberías de diferentes materiales, en varias fases de deterioro: hierro forjado, asfaltado y de fundición, plomo y vidrio, con diámetros que iban de 3 a 45 cm. Estos estudios lo llevaron a reconocer la necesidad fe perfeccionar la fórmula de Chézy, transformándola en

donde R es el radio de la tubería; S, su “pendiente hidráulica” – o sea, la pérdida de carga (de nivel más de presión) del líquido, dividida entre la distancia recorrida; V la velocidad media; a, b, dos coeficientes que hay que cambiar según el tipo de tubería –es decir, que dependen de las características de la superficie interior del conducto. Esta dependencia comprobaba por fin que la rugosidad de las paredes sí afecta al escurrimiento, por lo menos en el caso de tuberías. ¿Sería lo mismo para los canales?

Así como Humphrey hallará unos años más tarde un apoyo sustancial en el joven Abbot {ver ESOS DIABLOS DE AMERICANOS}, Darcy cuenta con un joven, excelente colaborador; Henri Bazin, quién en 1854 se había presentado suplicándole que le permitiese trabajar con él, y de inmediato se había revelado como investigador nato: perspicaz, ingenioso y cuidadoso hasta del mínimo detalle. Darcy y Bazin planean esmeradamente sus investigaciones: hacen que se excave, derivándolo del canal de Borgoña, un canal de ensayo de un metro de profundidad, dos metros de ancho y casi seiscientos de longitud; luego lo revisten sucesivamente de cemento pulido, cemento mezclado con tercera parte de arena, tablones de madera cepillada y sin cepillar, mampostería de piedra y de ladrillo, y concreto rugoso, con grava fina y gruesa. Hasta llegan a clavar en las paredes tablitas transversales paralelas, a diferentes distancias entre sí; además cambian ponientes, y en todas las condiciones miden la velocidad media del flujo uniforme que, gracias a la longitud del canal, logra establecerse. Las modificaciones del cauce y el número de ensayos que hay que realizar en cada caso son tantos que se requieren años de trabajo. En 1858 Darcy fallece a los 55 años de edad, y Bazin se encarga de continuar el colosal programa de experimentos, que concluye al publicarse en 1865 la clásica memoria Recherches hydrauliques entreprises par H Darcy, continuées par H Bazin , memoria dividida en dos partes; la primera dedicada al escurrimiento del agua en canales abiertos: la segunda, a remansos y propagación de ondas. Con referencia al cálculo de la velocidad media, Bazin reconoce que también para canales es válida una fórmula del tipo 1, en la cual ahora R representa el radio hidráulico; y sugiere para los coeficientes a y b valores que van creciendo con la rugosidad, desde a=0.00015, b=0.03a paredes sumamente lisas, hasta a=0.00028, b=1.25a para paredes de tierra.105

Entre los muchos resultados valiosos contenidos en el informe de Bazin, hallamos levantamientos de velocidad en canales rectangulares, que explican la forma de perfiles de velocidad como el de la fig. 73 {ver ESOS DIABLOS DE AMERICANOS}, con su saliente algo por debajo de la superficie libre. Uno de ellos se ha reproducido en la fig. 74, en la cual AB representa dicha superficie, y ACDB el contorno del canal. En ella se ve que la velocidad máxima, de 1.245 m/s, si bien se ubica sobre el eje del canal, queda bastante por debajo de la superficie libre. Las curvas isotacas, que van de 1.2 hasta 0.8 m/s, revelan una reducción gradual de la velocidad desde dicho centro hacia las paredes y el fondo; pero todas ellas se cierran por arriba, comprobándose que, no solo sobre el eje central, sino sobre cualquier vertical MN, la velocidad máxima se aleja de la superficie, acercándose tanto más al fondo cuanto más cerca de la pared está la vertical.106

Henry Philibert Gaspard Darcy

Experimento de Darcy

Con relación al canal de Dijón que se menciona en éste documento, encontré la siguiente página que considero conveniente para conocer más detalles del canal.

Henri-Emile Bazin

Vertedor de Bazin

La fórmula que no le gustó a su autor

Uno de los estímulos más poderosos, aunque no precisamente de los más validos, que tuvo la hidráulica del siglo XIX fue perfeccionar viejas fórmulas de escurrimiento y buscar nuevas. Así, apenas apareció la fórmula de Bazin con sus dos coeficientes, no faltó quien se preguntara: ¿y por qué no condensarlos en uno solo? Además, esa fórmula mal se adaptaba a los resultados de Humphrey y Abbot: no era bastante “universal”. A ver quién inventaba otra que lo fuera más. Así se fueron reuniendo todos los datos experimentales disponibles, a los que cada investigador agregaba otros de su propia cosecha; luego se reordenaban y se volvían a procesar con nuevos criterios, aplicándoles el método de Laplace, el de Cauchy o el de los mínimos cuadrados, para ajustarles con la máxima precisión coeficientes y exponentes.

Nacen entonces fórmulas y más fórmulas. En 1867, ante la Academia de ciencias de París, Philippe Gauckler propone dos, complementarias. La primera es

Con su coeficiente K, función de la rugosidad, para pendientes S mayor del 0.7 por mil; la segunda, también monomia, pero en , servía para pendientes menores. El abandono, en este último caso, que por cierto es el más usual en canales de riego, de la tradicional proporcionalidad de V con S½, seguramente le restó aceptación a la propuesta de Gauckler; y, además, ¿qué podría justificar el cambio brusco de una ley a otra, al cruzar la pendiente crítica del 0.7 por mil? Gauckler imagina que para pendientes mayores el agua “rueda” y para menores “se arrastra”; pero, ¿será cierto este comportamiento? No hay muchas evidencias favorables.

En Suiza la situación es compleja, porque la mayoría de los ríos son de hecho torrentes montanos, pedregosos y con pendiente de fondo muy irregular, en los cuales no alcanza a crearse un escurrimiento uniforme. Émile Ganguillet, jefe del Departamento de Obras Públicas en Berna, y su colaborador Wilhelm Kutter consiguen elaborar y publicar en 1869 una fórmula que abarca desde esos torrentes hasta el Misisipi, con un único coeficiente de rugosidad n, para el cual Kutter propone seis valores: desde 0.010 para canales revestidos de cemento perfectamente pulido, hasta 0.030 para arroyos con grava gruesa y plantas acuáticas. La fórmula aparenta la estructura tradicional ; pero esta C es muy compleja: suma de una constante más dos términos dependientes de S – R – y n- dividida entre otro trinomio de naturaleza parecida. Esto constituye un inconveniente serio en una época donde la única herramienta para acelerar la computación son los logaritmos, que, poderosos en manejar productos y cocientes, potencias y raíces, se paralizan frente a la más inocente de las sumas. Probablemente esta es la razón por la cual, a pesar de la comprobada validez y amplia aceptación de la fórmula Ganguillet y Kutter, no faltó quien volviera a ensayar otra del tipo 1, que se acomodaba particularmente bien a los resultados de Bazin.

Así, en 1881 Gotthielf Hagen descubre que esa fórmula, con K=43.7, se amolda a las mediciones de Cunningham en el canal del Ganges; y en 1887 Vallot propone la misma fórmula tuberías ordinarias, recomendando tomar K=65. En 1889 Robert Manning, profesor en el Real Colegio de Dublín, vuelve a propone, aparentemente sin conocer los antecedentes mencionados, la expresión 1, pero ahora como fórmula absolutamente general, para calcular las velocidades medias en tubos, canales y ríos, luego de haber comprobado su validez con base en los datos de 170 experimentos realizados por cinco autores distintos.107

Hecho curioso, los valores del coeficiente k de la fórmula 1 se aproximan a los del inverso del coeficiente n determinados por Kutter: Gauckler había sugerido para mampostería y cemento tomar K entre 72 y 100, o sea 1/K entre 0.010 y 0.014, mientras Kutter aconsejaba para n valores entre 0.010 y 0.013; para canales en tierra, Gauckler proponía K entre 32 y 38, o sea 1/K entre 0.026 y 0.031, Kutter n=0.025; para cauces con vegetación, Gauckler recomendaba K entre 25 y 32, 1/K entre 0.031 y 0.40, Kutter n=0.030. Cuando Manning presentó su propuesta a la Institución de Ingenieros Civiles de Irlanda, no faltó quien lo interpelara al respecto; pero Manning se mostró contrario a remplazar K por 1/n, porque estudios recientes habían demostrado que a n no solo le afectaba la rugosidad del contorno, sino que variaba “con las dimensiones grandes o pequeñas de un mismo canal, con el radio hidráulico, con corrientes que acarrean guijarros, con la velocidad en tales canales”, y hasta con la pendiente de la superficie libre.108 A pesar de esto, Flamant, en su Hydraulique , excelente libro de texto de fines del siglo XIX, proponía como “fórmula de Manning” la siguiente 109

El tratado de Flamant tuvo una enorme difusión, y con él la fórmula de Manning. Adoptada desde luego por los americanos, es hoy en día la más popular (de hecho la única) expresión que utiliza la hidráulica práctica para el cálculo de V. La razón es sencilla: es verdad que, como menciona Manning, a n no le afectaba exclusivamente la rugosidad, sino en algo también las características de la sección mojada (lo que, por cierto, le ocurre incluso a K); pero esto se remediaba escogiendo en cada caso el valor adecuado. En lugar de los seis valores propuestos por Kutter, disponemos hoy de centenares, clasificados no solo según el material de las paredes, su acabado y estado de conservación, sino también de acuerdo con los diferentes tipos de conducto. Por lo que respecta a canales irregulares y cauces naturales, descripciones detalladas de sus condiciones y hasta fotografías típicas sugieren la selección de n, coeficiente que ya todos llaman de “Manning”, y no de “Kutter”.

De hecho, la fórmula de Manning ha sido considerada un éxito por todos, con excepción de su autor. Un buen día, Mr Manning despierta lleno de aprensión: su fórmula cojea en lo dimensional, porque, mientras que a la izquierda tenemos una velocidad, o sea: metros por segundo [sic], a la derecha solo tenemos (metros)2/3, ya que la pendiente carece de unidades. Entonces K tiene que medirse en (metros) 1/3 por segundo [sic]; por tanto, para un mismo ducto, su valor cambia al usarse unidades métricas o bien inglesas. Pero no es solo este el defecto que Manning le ve: “Como las fórmulas modernas .escribe- son casi sin excepción empíricas, no homogéneas o tan siquiera dimensionales, es obvio que la validez de cualquier ecuación así debe depender del todo de la de las observaciones mismas y no puede en rigor aplicarse a ningún caso fuera de aquellas.”110 En consecuencia, Manning cambia su simpática fórmula, tan sencilla y manuable, por otra terriblemente complicada, en la cual con ingenio hacer desaparecer las dimensiones introduciendo como factores la raíz cuadrada de la aceleración de la gravedad, la altura de la columna de mercurio barométrica y la raíz de ésta última. Fórmula que deja tranquila su conciencia; pero que Flamant en su tratado solo consigna por cortesía en una breve nota al pie de la página, nota que nadie parece haber considerado.111

Libro de Wilhelm Rudolph Kutter

Robert Manning

En la siguiente liga se encuentra la biografía de Robert Manning: http://www.gadeahermanos.es/coeficiente_maning.html

En la página http://jlbkpro.free.fr/shduhdfromatoz/manning.pdf se puede consultar más acerca de Robert Manning, donde aparece la imagen anterior, en la cual se muestra la ubicación del lugar donde nació (Normandía, Francia) y donde murió (Belfast, Irlanda).

Imágenes para definir los valores del coeficiente de rugosidad, obtenido del libro, Hidráulica de los canales abiertos, de Ven T. Chow

Imágenes para definir los valores del coeficiente de rugosidad, Richard H. French, Open Channel Hydraulics

Persiguiendo la ola

Con el siglo XIX empezaba la era de los barcos de vapor. Un día de marzo de 1802 en que el viento en contra era tan fuerte que ninguno de los lanchones, entonces tirados por caballos, lograba moverse, el famoso remolcador Charlotte Dundas, con su rueda de palas encajada en la popa, había logrado arrastrar por el canal de Forth and Clyde, en el sur de Escocia, dos barcazas cargadas cada una con 70 toneladas, en un recorrido de 19 ½ millas realizado solo en seis horas. Pero a pesar de la hazaña, los dueños del canal, temerosos de los daños que la estela del barco produciría en las orillas, preferían seguir con sus caballos. Pasaron muchos años, los adelantos de la civilización se fueron difundiendo, y en 1834 los hijos de los antiguos dueños volvieron a pensar en la cuestión: ¿será de veras cierto que esos barcos modernos constituyen una amenaza para los canales? ¿Quién podría examinar el asunto? Enseñaban entonces en la universidad de Edimburgo un brillante ingeniero que, no obstante sus 26 años de edad, ya tenía cierta experiencia -se había graduado a los 16- y del cual se hablaba maravillas: John Scott Ruseel [sic]; y a él se dirigieron esos señores para que investigara hasta qué punto era practicable en los canales la navegación a vapor. Así Russel [sic] empezó con observaciones y experimentos, que continuaría por muchos años.

Un día se fijó en un fenómeno interesante, que luego describió así: “Estaba yo contemplando el movimiento de un lanchón que dos caballos jalaban rápidamente en un canal angosto, cuando el lanchón se paró de golpe. No sucedió lo mismo con la masa de agua que él había puesto en movimiento en el canal, la cual se acumuló alrededor de la proa en un estado de agitación violenta, y luego, abandonando al barco de repente, empezó a avanzar con gran velocidad, bajo la forma de una gran ondulación única, de superficie redondeada, lisa y perfectamente definida. Esta ola continuó su avance en el canal sin que pareciera que ni su forma ni su velocidad se alteraran en lo más mínimo.” Era una protuberancia toda por encima del nivel de la superficie, diferente de las olas normales en las que toda subida se acompaña por una bajada; además viajaba sola, mientras que de costumbre las olas van por grupos y se suceden a intervalos regulares. ¿Qué tan lejos llegaría esa “ola solitaria”? Russel monta a caballo, la alcanza al trote y luego, enfrenando la cabalgadura, agarra su mismo paso. Allí va la ola, con una velocidad de 8 a 9 millas por hora, conservando su figura inicial: unos 30 pies de largo y uno a uno y medio de altura. Pero poco a poco esta altura se va reduciendo. Russel sigue su ola por una milla o dos, hasta que la pierde de vista en las sinuosidades del canal.112

Russel comunicó lo anterior en 1844, o sea diez años después de haber iniciado el estudio de canales; y debía de ser una observación reciente. Un fenómeno raro, pues, y difícil de presenciar; pero ¿de veras se trataba de un descubrimiento? Parece que no, porque Bidone ya había notado la ola solitaria en el “establecimiento hidráulico” de la universidad de Turín. En efecto, en mayo de 1824 Bidone había informado a la Academia de Ciencias de esa ciudad: “Cuando en una sección del canal se impide totalmente el escurrimiento bajando una compuerta, y después de cierto tiempo se levanta para permitir de nuevo el escurrimiento, mientras la compuerta queda baja se forma una intumescencia de longitud limitada. Esta intumescencia recorre el canal de modo tal que, adelante y atrás de ella, la superficie del agua permanece más baja. La marcha de esta intumescencia limitada y aislada es tal que la velocidad con que recorre el canal, así como su longitud y altura, disminuyen siempre, de modo que después de cierto tiempo acaba por desaparecer completamente; pero antes de desaparecer puede recorrer espacios más o menos largos, de acuerdo con su longitud primitiva y las condiciones de la corriente en el canal.113

Por la curiosidad que le era propia, Bidone no se había contentado con eso; había producido una segunda ola luego de que la primera se había alejado. ¿Conservarían su distancia? No, no fue así, porque “la segunda intumescencia posee mayor velocidad y mayor altura que la primera, de modo que la segunda alcanza a esta. Las dos así reunidas caminan juntas, formando una sola intumescencia, de altura todavía mayor que la de la segunda; pero esta hinchazón +única vuelve a desdoblarse después de algún tiempo”.113

Este efecto se debe a que, como vamos a ver, la velocidad de la ola se reduce en proporción con la raíz cuadrada de su altura sobre el fondo del canal; y entonces la ola más joven, que es más alta, corre más rápido que la vieja (que ha ido decayendo), la alcanza y la rebasa. Sea c la velocidad o, mejor dicho, la celeridad de la ola. Este término “celeridad” lo sugirió Jean Claude Barré de Saint-Venant con el fin de dejar el de “velocidad” a la corriente; porque no es necesario que el agua esté quieta en el canal para que una ola se desplace sobre ella, y hablar de “velocidades” para ambas, corriente y ola, podría ocasionar confusiones. Sea pues c la celeridad de la ola, del tirante de agua en el canal, h la altura (o ”elongación”) de la ola sobre la superficie libre (fig. 75a). Pongámonos en la situación de Russel de correr tras la ola con su misma celeridad. Entonces el agua del canal, supuesta inmóvil, la veremos correr frente a nosotros con una velocidad c en sentido opuesto, igual que el viajero del tren ve correr árboles y postes frente a su ventanilla (fig. 75b).

El remplazo de un sistema de referencia por otro, en movimiento uniforme con respecto al primero, no altera la interpretación matemática del fenómeno, pero sí puede –en casos como este- facilitaría. En efecto, ahora podemos razonar así. Si donde el tirante es d la velocidad es c, en el centro de la ola –donde el tirante es d+h- tendremos por la ley de Castelli una velocidad media c’ tal que

Y, por tanto,

Según el principio de Bernoulli, la carga total –o sea, la suma de la altura más la velocidad- tiene que ser igual en todas las secciones; por consiguiente,

De donde, simplificando, reuniendo términos y despejando, se deduce que

Ahora, como la elongación h es siempre muy pequeña con respecto al tirante d, podemos permitirnos, sin afectar prácticamente al resultado, cambiar h por 2h en el denominador de la ecuación 1. Esto da lugar a simplificaciones, que llevan finalmente a la expresión de la celeridad

Que es la misma que Russel había obtenido tomándole el tiempo a su caballo, y que luego Bazin comprobó con experimentos muy cuidadosos en su laboratorio.

El Ing. John Scott Russell, imagen obtenida de: http://www.cidse.itcr.ac.cr/revistamate/ContribucionesV7n12006/Solitones/index.html En la mencionada liga se presenta un artículo completo relativo a la onda que estudio Russell, recomendado su visita ya que representa un artículo de mucho interés para los interesados en el agua, y cuyo nombre es “SOLITONES”

obtenido de la página antes mencionada.

El canal de Forth and Clyde, en el sur de Escocia, abajo un esquema del canal, ambas imágenes obtenidas de wikipedia

El canal de Forth and Clyde

Esquema de los canales Forth and Clyde y Unión, con la fotografía del sistema con el que se unen ambos canales, denominado The Falkirk Wheel.

El salto de Bidone

Al oír a mi hermano, que estudiaba para ingeniero, hablar de “salto de Bidone”, se me había formado una idea del tal Bidone como una especie de campeón olímpico. Pero luego, cuando me hallé yo mismo metido en la hidráulica, me di cuenta que lo que entonces en Italia se denominaba salto de Bidone no es otra cosa que lo que hoy llamamos “salto hidráulico”; fenómeno que Bidone había descrito con su precisión acostumbrada: “Si, cuando una corriente se ha establecido en un canal rectangular,… se impide del todo el escurrimiento del agua bajando una compuerta en una sección cualquiera del canal mismo, las aguas así refrenadas se levantan de inmediato a cierta altura contra la compuerta y forman una intumescencia.” Si el agua tiene forma de verterse sobre la compuerta (fig. 76), la intumescencia AB alcanza pronto un nivel permanente y se propaga hacia aguas arriba hasta cierta sección CD; pero en dicha sección se crea “una diferencia de nivel entre la superficie de la hinchazón y la de la corriente, siendo esta última la más baja”.113 Es justamente este “salto” BC más o menos brusco lo que entendemos por “salto hidráulico”.

De hecho, Bidone no había sido el primero en notar el fenómeno. Se ve representado muy claramente, por ejemplo, en la tabla 9 del libro Della natura de’ fiumi de Guglielmini (la cual reproducimos a continuación), que el autor acompaña con el siguiente comentario: “Supongamos... que el agua, saliendo de B y entrando al canal BG menos inclinado, pero más ancho, requiere para descargar la altura BE menor que la CH: en tal caso se observa que el agua [que baja] por AB no lleva a su superficie CD a unirse con la de DF, sino que se hunde, como en ED, por debajo del nivel EF; el agua en ED queda colgada, de modo que la superficie de la corriente se mantiene en CDEF.”114

Venturi, por su parte, hasta le había hallado una utilización al salto hidráulico. Si la corriente del canal CD (fig. 77) alcanza un nivel GH tan elevado que los campos vecinos no pueden drenarse y sufren por exceso de humedad, y la topografía hace posible crear una bajada AB que acelere la corriente y lleve su nivel a EF, en el tramo BC del canal habrá modo de descargar tubos de desagüe como M y realizar así el avenaniento.115

El salto implica un cambio brusco en el tirante, y un cambio de tirante supone, por el principio de Castelli, una variación opuesta en las velocidades: antes del salto, el tirante es bajo y la corriente rápida; después, el tirante es alto y la corriente lenta. Bidone había ensayado muchos gastos; en cada caso había modificado el tirante menor d1 (fig. 78), y medido el tirante mayor d2 que así se originaba; y se había dado cuenta de que los dos estaban ligados entre sí: más bajaba d1, más crecía d2, y esto según cierta ley. Pero, ¿cuál era la ley? Parecía natural suponer que lo que ganaba en nivel se perdiera en carga de velocidad o sea que

Pero los resultados experimentales no concordaban con esta igualdad: el primer miembro era siempre sensiblemente menor que el segundo; anomalía que Bidone no supo explicar.116

Unos diez años después, Jean Baptiste Bélanger volvió a insistir en lo mismo, siempre con base en las medidas de Bidone. Encontró discrepancias, hasta del 14 por ciento, con respecto a la fórmula 1, e hizo lo que siempre hacen los teóricos en semejantes ocasiones, echarle la culpa al experimentador: debían de ser errores accidentales. Pero no era Bidone un tipo que cayera fácilmente en tales errores; y Bélanger siguió meditando en el asunto. La ecuación 1 implica que toda la energía que la corriente encierra antes del salto seguirá poseyéndola después. A lo mejor esto no es cierto: puede perderse energía en el choque de la corriente rápida con la lenta, por el frenado brusco que este implica.

Así Bélanger decide atacar el problema a partir del principio de conservación de la cantidad de movimiento de Newton, considerando que la variación de la cantidad de movimiento con el tiempo, al pasar de la sección AD antes del salto a la sección BF después de él, debería de ser igual a la diferencia entre las fuerzas, de origen hidrostático, que se ejercen sobre las secciones mismas. Supongamos que el canal sea rectangular y que tenga ancho unitario (de 1metro, si esta es nuestra unidad de medida). Si llamamos q = Vd al gasto correspondiente, la cantidad de movimiento por unidad de tiempo en una sección de área A, tirante d, velocidad V, será

La presión hidrostática, por su parte, varía linealmente del valor cero en la superficie al valor gd en el fondo; de modo que la fuerza actuante sobre AD, de izquierda a derecha, se mide por el volumen del prisma triangular ACD (fig. 78), volumen que es ; una fuerza análoga se ejercerá sobre BF. Aplicando entonces el principio de Newton y eliminando el factor g, resulta

Bélanger llegó en 1828 a esta ecuación, la cual, al conocer el gasto y el “tirante conjugado” menor d1, permite calcular el mayor d2, y viceversa.117

¿En qué fallaba pues la ecuación 1? En no tomar en cuenta que, al producirse el salto, se pierde algo de carga. Sin esa merma, el tirante mayor d2 sería algo más grande, digamos d2+Dd; así que la fórmula 1 debería escribirse correctamente

Por otro lado, de la ecuación 2 se obtiene, simplificando, que

De donde resultan expresiones

Que remplazadas en la ecuación 3, permiten concluir que

La ecuación de Bernoulli considera tres tipos de carga: de altura, velocidad y presión. Esta Dd no pertenece a ninguna de las tres, según se puede entender examinando con cuidado el mecanismo del salto hidráulico. En efecto, este no es tan brusco como el escalón más o menos tendido AB, que se produce en la superficie libre (fig. 78), parece sugerir. Si colocamos sobre dicha superficie un trocito de madera, observamos algo que siempre asombra a quien lo nota por primera vez: el flotador no avanza, sino que retrocede de B a A. Esto se debe a que la corriente rápida no se frena de golpe, sino que se expande poco a poco, y encima se le forma un rollo R que gira como señala la flecha en la figura. Además, en la frontera entre el chorro en expansión y el rollo, se van creando por fricción estructuras vorticosas menores que se dispersan en la corriente. Nace así una “agitación turbulenta”, que engendra calor; y del calor ya no se puede recuperar ni altura, ni velocidad, ni presión: desde el punto de vista hidráulico, se trata de energía degradada, que Dd representa en forma de “pérdida de carga”.

Jean-Baptiste-Charles Bélanger

guillermo.perez@umich.mx